Birmania
02 junio 2016
En Birmania todos los perros son grandes y de una misma raza galguna. Como es normal en Asia, aunque en diferentes grados, se quitan del medio cuando uno se acerca: se nota que los tienen a raya. Desconfían. Pero les encanta dormir en la carretera, en el peligro. A mí me acaban ladrando a menudo porque notan demasiado la rareza en mi presencia, y a veces todos los de un barrio me acompañan ladrando. Debo ser un canteo para ellos. Hasta que me caliento y acabo agachándome a coger una piedra y desaparecen. Ese gesto es terror. Saben.
Todo el mundo masca, desde niños, Paan: un preparado con una hojita que envuelve betel con un poco de bicarbonato. Los llevan todos en una bolsita de plástico en el bolsillo y van sacando los paquetitos de hojitas como si fueran chicles. Al masticarlo, se les pone la boca roja y líquida intensa, rollo sangre, hasta que no se les ven ni los dientes Pero dicen que es para cuidarse los dientes, que es saludable. Y seguro que coloca.
Es de las cosas más terribles que he probado en la vida. Un sabor insoportable, a la altura de la ayahuasca. A veces mantienen el líquido en la boca mientras me hablan, porque es rico para ellos y no quieren desperdiciarlo si han empezado uno hace poco. Así que me hablan como aquel que se está lavando los dientes, con la barbilla arriba. Si llevan mucho rato con él, escupen un chorro rojo enorme, y hablan.
Porque en algún momento hay que escupir, así que, sin gestos de excusa, se giran buscando una acera, sacando la cabeza por la ventana o por la puerta del coche que abren entera a tal efecto, y fuera un buche al suelo que parece que les acaban de saltar los dientes de un puñetazo. Mujeres lo mismo. Y gapos bien majos también.
Hay muchas bicis clásicas, ferrosas y oxidadas, que se venderían curiosamente a miles en Barcelona por lo cool que lucen. Los niños las usan para ir a la escuela, cuyos patios quedan atiborrados de ellas aparcadas, y llevan unas alforjas cruzadas en el pecho que parecen bandoleras de condecoración, de muchos colores diferentes, muy bonito.
Especialmente las mujeres, todas, pero también algunos niños y hombres llevan la cara pintada con una pintura blanca-beige, rasgo cultural y me dicen, también, que aclara la piel. Los hombres, todos, los que son house-holders (llevan una casa, no son monjes) usan como atuendo principal una camiseta de tirantes blanca estirada, sucia y medio rota y un sharung, trapo largo cerrado, sobre las piernas, luce como una falda.
Entre Thanbyuzayat y Mudon he parado a dedo perdiéndome en las callejuelas de las calles. La casa típica, al menos en esta zona, es elevada, de una madera oscura o negra preciosa, con formas cuadradas en la mayoría pero en casas pudientes se acomplejan. Lo que es común a todas, es que tienen una extraña ventana diferente, con cristalitos de colores o amarillos, que sale hacia afuera para captar luz y desde dentro ha de verse como un hueco empotrado de luz en la casa. Es, sin duda, el altar donde tienen a su Buda.
A veces paraba en una especie de escuelas de donde salía un delicioso sonido de gente y niños tarareando una melodía repetidamente, nunca supe qué era y el sonido me lo robaron como tantos otros de Birmania con la grabadora… :(
El país es, hasta ahora, plano, plano y plano. Hay grandes extensiones de campos inundados con muchos bueyes. En Birmania no existen las máquinas agrícolas. Hombres solitarios siguen con una pareja de bueyes tirando de un arado por los campos. En el amanecer del tren nocturno que me llevó de vuelta a Yangón para recoger mi pasaporte visado a India y seguir al norte del país, no ví otra cosa que aquello, aquello y casas aisladísimas de papel bambú que habían de estar inundadas, pero se lo montan para salir limpios e ir al cole y a trabajar por caminitos elevados y la vía del tren.
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Son tierras donde el Buda dejó su legado intacto hasta hoy. Estoy encantado de haber llegado a la cuna de un estilo de vida que tanto me ha dicho, cambiado y enseñado en los últimos años. Los monjes budistas, los de cabeza rapada y túnica violeta, están por todos los rincones del país, siempre correctos y con mirada tímida. Hay millones de monasterios budistas.
El sonido de los masjids musulmanes de Indonesia se ha cambiado por el de gongs y percutores de madera que vienen desde la distancia, indicando una nueva sesión de meditación o algún nuevo horario. Después de un par de noches durmiendo en monasterios en el estado de Mon, he podido ver que utilizan las mismas prácticas y horarios que ya conocía, -y que por ser extendidas internacionalmente por la asociación Dhamma, pensé habrían sido modificadas para suavizarlas-. Lugares libres de distracciones, ruido e interrupciones. Segregación sexual, falta de posesiones. Alguien encargándose de la comida o la seguridad, o de las cosas mundanales, mientras uno puede colocar toda su concentración en meditar y la atención en su interior. Toda una preparación para mi siguiente curso.
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Desgraciadamente, la globalización sigue destruyendo el exotismo. Desde las chozas más rudimentarias de la Indonesia perdida, donde podía llegar con la moto, hasta las humildes casas rurales de Birmania que, aunque al menos siguen techando con hoja, también tienen en un rincón la tele de plasma, donde todos miran y callan en los momentos más familiares, como la cena.
Canales de mierda con telenovelas de risa asiáticas, o canales satelitales con un Real Madrid-Betis.
Las pantallas blancas de los móviles modernos lucen en las noches, iluminando las absortas caras de sus ausentes usuarios, e incluso los monjes llevan uno entre sus atuendos.
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No puedo salirme de las rutas principales en el estado de Mon para buscar paz y bosque en mis noches de camping porque los locales me paran y me señalan la ruta principal de vuelta. El turismo se abre en Birmania pero lentamente.
Cuando intento dialogar, me hacen gestos de armas, con lo que interpreto militares o algo. Es frustrante porque parece que Birmania está limitada a la carretera principal para los turistas, que a mí me gusta evitar a menudo, porque no he podido entrar a ver la Birmania profunda rural aún, pero he acampado evitando esas zonas igualmente en los últimos días en playa y bosque, y disfrutado en la misma medida.
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