A las 4.35 de la mañana sonaba la alarma y diez minutos después arrancaba una moto alquilada cargada con un mini-brick de leche chocolateada y unas galletas: mi desayuno de hoy.
El día anterior había establecido una ruta segura para llegar directo a un sitio decente en el este de esta pequeña isla, y sin embargo me encontré, de pronto, perdido en la oscuridad de los árboles, en un camino de roca, rodeado de cangrejos iluminados por la luz de la moto que me miraban curiosamente mientras soltaba improperios por pensar que me perdería el amanecer en este insignificante pero significativo día.
Pedí a algo encontrar el camino, y poco después aparecía de golpe en la ridícula pista de aterrizaje de la isla, que recorrí a todo gas hacia la luz, como si fuera, muy metafóricamente, a despegar hacia la nueva etapa.
Clavé el freno -quieeeto, que no- y salí por un senderín que ya identificaba, para colocarme en el lugar.
Me desnudé, me bañé como pude en el arrecife antes del espectáculo, me relajé, me senté, y esperé a ver qué onda con el nuevo amanecer.
Después de un buen rato, baños, una avioneta que usaba la misma pista que yo para despegar y se perdía en el horizonte, chocolate y pensamientos de hace 33 años para acá, dije -qué coño- y escribí en el reality-mini-pocket-book:
«En realidad sería un día insignificante dentro de este viaje, si no fuera porque todo este viaje gira un poco en torno a este día»
…Y me piré.
Y así fue como empezó el dichoso día.