La nube, el agua

Nueva Zelanda
17 Noviembre 2015

Yo caminaba por la costa, entre playas preciosas y frías, entre un follaje desconocido, que me sorprendía perteneciese a aquellas bajas latitudes de la isla sur de Nueva Zelanda, pues era tan maravilloso como cualquiera visto en las tropicales islas del pacífico.

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Había leído de nuevo Siddharta con nuevas revelaciones. La cabeza piensa en cosas incluso al caminar, caminar es un trabajo mental. A veces te das cuenta, como al meditar, de que llevas un rato pensando en alguna idiotez mirando el suelo y no estás viendo los árboles y las extrañas aves que se cruzan en el camino. Y pones tu atención de nuevo en el presente, en la respiración, en las aves. Cada vez que cruzaba un riachuelo, lo cual es casi contínuo, me quedaba parado cinco minutos con los ojos cerrados escuchando el murmullo, el cauce, como Siddharta, hasta que entonaba un Om que superponía el tono real y pensaba que la voz imparable de la vida, del agua, era aquel río con todo lo bueno y lo malo, que es un todo único que debemos ver unido.

Después caminaba de nuevo muy conectado y en el presente. Y mi atención se mantenía en la vida, en el entorno, en el sonido, en las aves y en al agua. Una meditación de caminar.

Mi mochila estaba pesada por la comida que metí en ella, para unos cinco días. Caminaba la ruta de Abel Tasman y sudaba cansado. Me tumbé bocarriba en una playa pequeña pero tan bonita como para quedarme a dormir.

Había una nube en el cielo, muy gaseosa, muy impermanente, y supe desde el primer instante que iba a desaparecer. En aquel momento estaba meditando sobre la magnificencia del agua. A menudo asocio el agua con Dios. El agua parece ser Dios. Está en todas partes, omnipresente, en diferentes estados, no conoce el tiempo, es la misma agua siempre, constante, en el río, en el mar, como un cuerpo absoluto, la sangre del planeta. Preciosa, vital, el 70% de nuestro cuerpo y del planeta. Cristalina, calmadora de sedes y calores, bálsamo de buceo y vida, vital, divina.

La nube desapareció finalmente, y una vez más entendí que no desaparecía, solo seguía su camino, mudando, y transformándose, ahora invisible e imperceptible, luego densa y pesada, mañana hielo.

Dios estaba en ella, en ellas, en su belleza y en su inteligencia. Dios era ella y su impermanencia.

¿No es acaso lo mismo que nos ocurre a nosotros cuando morimos?

¿No mudamos de forma y, en lugar de desaparecer totalmente del planeta, a lo que nuestro ego huye atemorizado, no es que nos transformamos en algo diferente, no es que seguimos nuestro camino, no es que mudamos?

¿No es que nos evaporamos como nubes, o nos transformamos en árboles desde la tierra por sus raíces, ahora líquidos, luego sólidos, mañana fuego?

* * *

Aquella noche llovió sobre mi tienda de campaña

Motueka y Siddharta

Motueka
13 Noviembre 2015

Poniendo carteles en las marinas de Wellington para encontrar velero a Australia, encontré un mensaje que ofrecía 500 dólares por llevar un barco hasta Picton en la isla sur. Cuando quedé con el dueño todo ilusionado ví que era un muchacho homeless, sin casa ni familia que vivía en su barquito, encantador, pero muy lejos de estar en condiciones para cruzar el temerario estrecho de Cook, aunque hice mis investigaciones. Rechacé el trabajo con pena por él, porque se ilusionó, pero ni podía coger su dinero ni podíamos hacer la locura de enfrentarnos a los vientacos de Wellington ni para salir del muelle. Pasé una noche en el defectuoso barquito con él, sus dos perros y un desastre de cabina que madre mía. Cenamos los restos del supermercado, que antes de cerrar, los regalan o ponen a un dólar.

Sé que hice lo correcto y llegué así a Picton en ferry, en plenos fiordos del norte, y tras una noche en un parque me fui a Motueka porque me aceptó una mujer madurita en su casa como couchsurfer aunque he sido más un wwoofer ayudándola con la casa y con las tareas exteriores, y rehabilitando una caravana antigua que quería rehabilitar para su hija.

Liz, que a pesar de su edad en seguida mostró conexión conmigo y con una pareja de americanos que me llevó a dedo desde Nelson, donde los conocí poniendo mensajes en la marina, era una mujer divertida que vivía en una cabaña en un verdadero mirador. Cuando ví la casa y me enseñó mi habitación casi me da un yuyu.

Frontal

Frontal

Vistas desde mi cuarto

Vistas desde mi cuarto

Fue así como conocí otra opción para vivir en estos países tan benditos. Liz tenía que irse a un funeral a Auckland durante 4 o 5 días, y la primera noche me ofreció hacerle el house-sitting. Sigue leyendo

El caprice que dio la vuelta

Nueva Zelanda,
Noviembre 2015

Dependiendo de la prisa o de la hora del día, sobre todo del humor, la actitud de los coches que no se paran cuando uno hace autostop es más o menos trascendente.

Es común aquí ver gente comprometida, condolida con al autoestopista, haciendo toda clase de gestos para justificar su falta de apoyo o para no sentir mal de conciencia. Otros, con indiferencia, no se inmutan. Los peores son los que dicen con el dedo ‘No, no, no’, como quejándose, como que ni hablar, como que no les gusta eso, como que ni locos levantan a un hippie o a un tipo que bien pudiera clavarle a uno, mientras conduce, un machete a través del cuello. Esa leyenda ha estropeado el autoestopismo en el planeta, incluída Australia, aunque hay varias historias reales en los últimos años.

Los hay con caras majas y con caras de basura seca. Pero si empieza el día o las cosas te están yendo bien, todos son buena gente y se les perdona el tema. Aunque, si el día aprieta y se lleva mucho en un sitio o las cosas están jodidas -por ejemplo, lluvia- ahí yo sé exactamente a qué niveles está mi humor y mi paciencia, según la despotricada que me sale en voz alta después de cada coche que no se para. Sigue leyendo

Whangamomona a Taranaki

31 octubre 2015

Hay una carretera en el oeste de la isla norte que es digna de una historia. Tras rodear y observar Mordor por el este, sur y oeste, me la encontré tras pasar un pueblo de esos de calle principal para atravesarlo con todos los negocios en ella, banco, iglesia y panadería, en realidad son las versiones evolucionadas de aquellos pueblos ingleses del oeste, de pistoleros, con suelo de tierra y mesones con puertas simétricas de empujar. Y esas extrañas bolas de ramas rodando por el suelo con el viento.

La hice con unos franceses que hacían el tour clásico con dos furgonetas-casa. Tuvimos buena onda en un camping del primer pueblo de la rutita y como en Nueva Zelanda se nos contagia a todos el ser buena gente de los locales pues me acogieron en el grupo para recorrerla hasta su final, el monte Taranaki, otro protagonista del paisaje kiwi. Las estampas de la carretera nuestra primera mañana juntos, con la alegría de la furgoneta y la música, prados verdes y algunos esbozos primaverales y vacas perfectas, eran de cuento de hadas.

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El día transcurrió con vacas y sin planes, parando en varios lugares, viendo alguna catarata, un túnel antiquísimo, compartiendo comida en una de las miles de mesas con bancos de madera que están por el país ubicadas estratégicamente en ‘scenic lookouts’ para alegrarnos los mediodías, y dándonos cuenta de que cuando llegamos al extraño pueblo de Whangamomona -pronunciado fangamómona, que como todos los nombres del país, es maorí- era la hora de hacer una birra rápida y seguir, o parar a dormir por allí.

No nos esperábamos, claro, la que se nos vino encima. Yo me sentí toda la noche como si acabase de llegar a un pueblo fantasma en la furgoneta de Scooby Doo y tuviésemos que resolver un misterio entre todos. Lo primero que este pueblo es una república independiente de Nueva Zelanda, concedida por no sé qué historias del pasado. De hecho, si vas al mesón principal de la esquina te sellan el pasaporte. Entramos y había un ambiente extraño, entre celebración y serio. Salimos fuera con nuestra jarra y empezamos a hacer sociales con los locales. Ninguno tenía desperdicio, al principio pensé que estaban de coña. No es que estuviesen borrachos o tuviesen aspectos curiosos o hablasen de una manera completamente cómica, es que simplemente eran demasiado auténticos. Ninguno fingía, ninguno actuaba, eran cada uno totalmente interesantes de escuchar aún con unas jarras de más.

Resulta que el mismísimo presidente de la república había fallecido el día anterior y estaban de funeral. Pero un funeral de los suyos, según ellos, allí pasan tal día como el difunto hubiera querido ver a sus paisanitos, es decir, de fiestón. Era como estar en un hobbiton, pero de verdad.

Empezaba a hacer frío, me moría de hambre y temía el precio de la cerveza. Así que me fui a dar una vuelta a mi bola, haciendo amistad con los personajes más inéditos que habré visto en mucho tiempo. Por ejemplo, con un tipo que iba con una bandeja de carne de cochinillo recién asada y crujiente y caliente, repartiéndola, que me costaba disimular la ferocidad al comerla. Otro repartía birras frías sin cesar y cada vez ue nos veía comprobaba nuestra botella, y si tenía menos de la mitad, nos obligaba a coger otra. Y todos estaban borrachos, pero con clase. Sumergidos en conversaciones que quizás no recordarían jamás.

El pueblo eran unas pocas casas amontonadas entre esas montañas de un verde exquisito, junto a una curva en la que estaba la mejor casa, la del presidente difunto. Un idílico ‘post-office’, una mini-iglesia y el mesón eran las únicas casas públicas.

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Una vez dentro de la casa de presidente, de cuento, con cocina llena de gente y chimenea con buen fuego, s amontonaban decenas de personas con la misma actitud; uno interesantísimo era idéntico a sherlock holmes, otros tenían pinta de mafiosos, y el hijo del presidente, típico local grande y fuerte con melenas rubias y barba, había llegado con su moto clásica -que estaba en el salón- desde no sé donde y ponía música con un ordenador. Me propuso viajar juntos al oir mi historia pero nunca supe de él. Olvidaría nuestra conversación.

A las tantas y borrachos como cubas nos fuimos, los chicos a sus furgonetas y yo junto a ellos en un parquecito a dormir en mi hamaca junto a los columpios, muy abrigado en el saco que me salvó la vida de nuevo. Iba a dormir en la iglesia junto a la casa del presi, pero me dio no sé qué.

* * *

Tempranito nos fuimos hacia Taranaki y en una curva cualquiera me pareció ver algo entre las nubes. El ver el resurgir tempranero del monte desde allí fue ya motivante para exlorarlo de cerca.

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Nos quedamos dos noches más juntos, en sus faldas, pues el monte tiene miga y muchos kilómetros de hike a su alrededor. De cerca, en la mañana siguiente, estaba despejado y perfecto para adentrarse en él.

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Llegué hasta una altura considerable mientras veía a mis franceses perderse como puntos negros arriba, en una cresta nevada, frustrado por no tener crampones y piquetas, necesarios para el summit. Pero hice una ruta alternativa tremenda entre altitudes frías y rocosas sin vegetación, medias con alfombras pajizas, y bajas con los bosques más encantados de la zona. La vista desde las alturas me hacía entender que todo lo que abarcaba mi vista, una distancia infinita, había salido del cráter que tenía tras la espalda.

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Los chicos se fueron la segunda noche y yo decidí quedarme solo con el Taranaki, pues estaba precioso y sin nubes en la puesta de sol, en mi tienda de campaña -por cierto ilegalmente-, con el frío, el silencio, y una espectacular estampa de mi pequeña sombra y la del volcán, monstruosa, juntas, sobre la isla norte del país.

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Mordor

26 Octubre 2015

Es curioso ese momento en Nueva Zelanda en que los lugares en mi ruta corresponden a cierta escena de los hobbits. Acababa de pasar por el río en que los enanos escapan de los orcos en barriles, corriente abajo, y de pronto me dicen que la montaña que voy a subir más adelante es nada más y nada menos que Mordor, o el terrible lugar donde Sam tenía que dejar caer el anillo que un colega se había encontrado. Porque para carga, la de Sam con Frodo, y con el Smeagol.

Como yo no quería tener dinero para pagar el caro transporte matutino hasta allí, hice dedo de nuevo, antes de que el sol se dejara ver, arriesgándome a no llegar a tiempo. Pero un hombre que iba a pescar no solo paró sino que se salió de su plan mucho para dejarme en el comienzo de la ruta del Tongariro, viva el dedo en este país.

Empezaba así un día perfecto de caminar entre nubes, nieves, paisajes, cráteres y lagunas de colores, y géiseres. Y hobbits. Llegar a Nueva Zelanda en primavera fue la mejor de las ideas, por vivir semejante maravilla de la naturaleza cuando aún se pueden disfrutar los paisajes nevados de este frío país pero puede acamparse sin congelarse, esperando hasta el calor del verano, cuando se puso muy demasiado caluroso y turístico… y me fui.

Mordor se mostraba posible mientras me acercaba en la distancia por una estepa volcánica de paja amarilla y roca rojiza.

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Pero empezó a cubrirse con un velo de nubes y cuando estaba encaramado a sus faldas se puso caprichoso y una extraña violencia en su territorio me empezó a hacer dudar.

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Cuando llegué a la cota de nube, que bajaba lentamente según transcurría el día, se puso congelado y dejé de tener las vistas que me motivaban. A partir de allí no veía más que a unos 20 metros, casi no veía la siguiente pica de ruta y me paré. Dos jóvenes muchachos no preparados me pasaron y dijeron que subirían por cabezones y los ví perderse en la niebla, indeciso. Otros dos jóvenes bien preparados bajaron después y me dijeron que habían subido por cabezones pero que no vieron nada más que su frío, y así me decidí a volver. A estas alturas del viaje ya no hago cosas por cabezón, lo tengo muy aprendido, lo siento. Bajé hasta que ví las vistas de nuevo, y sin frustración, me comí una naranja, bendita la fruta neozelandesa, cuya piel naranja resaltaba en el frío magma marrón, entre mis pies.

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Después estaba decidido a subir al otro pico cercano, Tongariro, donde no me esperaban menos nubes o nieves. Pero esta vez estaba motivado y dejé pasar los impresionantes paisajes con lagunas semicongeladas a mi alrededor mientras mis botas, ya casi muertas, dejaban pasar la nieve y mis pies se mojaban y congelaban.

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La coronación llegó trás unos cuantos firmes pasos en la empinada nieve final. Me recalenté las manos allí, solo, entre ventiscas y nubes, esperando y confiando en el momento en que las nieblas se abrirían para dejarme ver dónde estaba, y la recompensa llegó.

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Desde allí casi todo era descender hacia la cara norte del circuito. Pasé por un cráter rojo con formas extrañas, y descendí por arenas calientes y vaporosas hasta unas lagunas verdes que vertían sus aguas descongeladas hacia el abismo de Mordor.

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Llegué a un ‘plateau’ inmenso donde ya no ví a ningún caminante más y me dí cuenta de que debía ir tarde para descender, perdiendo todas las opciones de dedo para volver. Tras hacerme un café caliente protegido del viento en una roca frente a la laguna más grande, que rozaba el horizonte infinito, salté a la ladera norte y comencé a bajar, sintiendo el aumento de la temperatura y la vuelta del sol. En la distancia, numerosas fumarolas de géiseres se elevaban blancas y, aun estando prohibido salirse del camino, me aventuré entre aquellos arbustos amarillos hasta una quebrada donde el vapor tóxico me calentó rápidamente, mientras escuchaba el extraño sonido de un géiser de Mordor.

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Audio geiser


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Mucho más abajo entraba de nuevo en la cota de un bosque alto espectacular y musgoso, digno de Elfos. Estaba solo hasta que la vida volvió a sonreírme. Solo había un coche en el parking, el de un hombre coreano que esperaba a su mujer, lesionada en las rocas y muuy lenta al caminar. Volvimos a buscarla y tardamos dos horas en ayudarla hasta el coche. Pero me devolvieron a mi base, donde me esperaban ya preocupados y pude cocinarme una merecida cena como la que debió pegarse Sam tras volver a Hobbiton.