Del budismo o del Gita, una conclusión

Por otro lado, el budismo, cuyo objetivo no es Dios sino una perfección, liberación, nirvana, o iluminación, dependiendo de la escuela, considera que todos somos potenciales Budas, o iluminados, incluídos los mosquitos y las sanguijuelas: en nuestro ciclo de vida y muerte pasamos por muchos seres diferentes y todos tienen derecho a iluminarse alguna vez al final de esa evolución, así que matarlos o interferir en su camino es pecado y cargará karma a tus espaldas del que tendrás que hacer cuentas en algún punto de tu existencia.

Por el no matar mismo, es lindo ver a la gente tener cuidado de no matar mosquitos. Yo les daba tregua meditando en el calor y el sudor. -Pero me he cargado unas sanguijuelas recientemente caminando en Sikkim, edito, que se llenaban de mi sangre muy gordas bajo mis calcetines, dejándolos para escurrir sangre. Mire perdone, pero hay cosas que…-

Otro colega le preguntó a Buda,
-Buda, ¿por qué debemos amar a todos por igual?
-Porque en las numerosas vidas de cada hombre, todos los otros seres han sido en algún momento amados para él.

Quería decir que en el pasado, presente o futuro, todos nos cruzamos con todos en algún punto, y cada persona podría ser un amigo en otro momento de tu existencia [existencia de tu alma, burro]. Y ojo que Buda, bobadas, no decía muchas. Sigue leyendo

La ruta Angelus

23 Noviembre 2015

Una de las expediciones más bonitas que recuerdo en Zelandia, y quizás menos conocidas y más recomendables, es la que circula junto a los lagos Nelson y asciende hasta un lago helador y nevado llamado Angelus, en las nubes de una preciosa cordillera llena de refugios y posibilidades para el montañista.

A orillas del lago Nelson pasé mi primera tarde planeando el ascenso. Me regaló una pasada de puesta de sol, cerrada por las nubes pero pacífica y húmeda. Encontré un pequeño escondrijo entre arbustos donde cabía mi tienda sin ser vista desde los muelles, pues estaba cabezón con tener esa maravilla de visión desde mi mosquitero al despertar, sumando otro ‘campañazo’ a la lista. Sí, había un camping, pero estaba lejos de la orilla, había que pagar, y estaría rodeado de otros turistitas.

En las mañanas de los lagos, sólo unos minutos en el alba, pasaban rápidos unos pájaros pequeños cuyo sonido me alegraba el despertar. Y quise recordarlo mucho tiempo.

Puesta de sol

Puesta de sol


Anda, ponte los cascos

Amanecer

Amanecer

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La nube, el agua

Nueva Zelanda
17 Noviembre 2015

Yo caminaba por la costa, entre playas preciosas y frías, entre un follaje desconocido, que me sorprendía perteneciese a aquellas bajas latitudes de la isla sur de Nueva Zelanda, pues era tan maravilloso como cualquiera visto en las tropicales islas del pacífico.

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Había leído de nuevo Siddharta con nuevas revelaciones. La cabeza piensa en cosas incluso al caminar, caminar es un trabajo mental. A veces te das cuenta, como al meditar, de que llevas un rato pensando en alguna idiotez mirando el suelo y no estás viendo los árboles y las extrañas aves que se cruzan en el camino. Y pones tu atención de nuevo en el presente, en la respiración, en las aves. Cada vez que cruzaba un riachuelo, lo cual es casi contínuo, me quedaba parado cinco minutos con los ojos cerrados escuchando el murmullo, el cauce, como Siddharta, hasta que entonaba un Om que superponía el tono real y pensaba que la voz imparable de la vida, del agua, era aquel río con todo lo bueno y lo malo, que es un todo único que debemos ver unido.

Después caminaba de nuevo muy conectado y en el presente. Y mi atención se mantenía en la vida, en el entorno, en el sonido, en las aves y en al agua. Una meditación de caminar.

Mi mochila estaba pesada por la comida que metí en ella, para unos cinco días. Caminaba la ruta de Abel Tasman y sudaba cansado. Me tumbé bocarriba en una playa pequeña pero tan bonita como para quedarme a dormir.

Había una nube en el cielo, muy gaseosa, muy impermanente, y supe desde el primer instante que iba a desaparecer. En aquel momento estaba meditando sobre la magnificencia del agua. A menudo asocio el agua con Dios. El agua parece ser Dios. Está en todas partes, omnipresente, en diferentes estados, no conoce el tiempo, es la misma agua siempre, constante, en el río, en el mar, como un cuerpo absoluto, la sangre del planeta. Preciosa, vital, el 70% de nuestro cuerpo y del planeta. Cristalina, calmadora de sedes y calores, bálsamo de buceo y vida, vital, divina.

La nube desapareció finalmente, y una vez más entendí que no desaparecía, solo seguía su camino, mudando, y transformándose, ahora invisible e imperceptible, luego densa y pesada, mañana hielo.

Dios estaba en ella, en ellas, en su belleza y en su inteligencia. Dios era ella y su impermanencia.

¿No es acaso lo mismo que nos ocurre a nosotros cuando morimos?

¿No mudamos de forma y, en lugar de desaparecer totalmente del planeta, a lo que nuestro ego huye atemorizado, no es que nos transformamos en algo diferente, no es que seguimos nuestro camino, no es que mudamos?

¿No es que nos evaporamos como nubes, o nos transformamos en árboles desde la tierra por sus raíces, ahora líquidos, luego sólidos, mañana fuego?

* * *

Aquella noche llovió sobre mi tienda de campaña

Yelcho y la austral

7 de Mayo de 2015

No podía dejar de asistir al espectáculo de Yelcho, en plena carretera austral: allí me esperaban, como mis amigos, los amigos de un familiar que frecuenta el lugar. Yelcho era, cuando nos conocimos, un lago solitario, tímido, sombrío, cubierto por tinieblas y rayos de sol impotentes, como hechizado en algún cuento de hadas. Los bosques en sus orillas no tienen desperdicio, solo árboles gigantes y viejos, y sus generosas aguas hacen de él uno de los mejores destinos de pesca del mundo. Pasaba la luna llena 26 de mi viaje, el viento rizaba las olas y el otoño ya mordía los picos cercanos con nieves jóvenes que se amontonaban sobre curiosas laderas rojizas, abajo verdes.

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Al lugar se añadía el buen trato que me dieron en aquel magnífico hospedaje de sus orillas. Y no recuerdo el nombre de aquel perro-guía que tenían, pero se entregaba a los visitantes como si trabajase en el lugar, y nos acompañó a nuestras excursiones a kilómetros de distancia, enseñándonos el camino y esperándonos. Sigue leyendo

El suzuki de Max

Bitácora chilota :: 27 abril 2015

Si en aquel momento de enfrentarme a la gran isla de Chiloé sin saber cómo empezar hubiese tenido que elegir a un compañero de aventuras, no habría sido otro que Max.

Max frenó súbitamente su suzuki Samurai porque vio mi mochila y mi dedito en un momento en que el quiere, o necesita, largarse como yo. Su atracción por las aventuras y los mochileros le prestó como el mejor oyente de mis historias, el mejor interlocutor en mil conversaciones sobre diversos temas, el mejor amigo para descubrir Chiloé en aquel pequeño 4×4 y el mejor anfitrión para alojarme en su casa, con vistas a los canales por los que acababa de navegar con el Issuma el día anterior. Y a la puesta de sol.

Cuando le expliqué mis planes para conocer la isla, tras unos minutos de conocernos, se apuntó y lo programamos juntos. Charlamos hasta la madrugada frente a una estufa. Tras desayunar, cargamos dos kayaks en el techo y muchas cosas, generosidades de mi amigo, en el interior del Samurai.
Así comenzó el tour salvaje por la impresionante isla en el suzuki de Max.

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Lo primero fue llegar a la costa oeste de la isla, Cucao, para encontrar el pacífico ya abierto y sin nada más en medio de la inmensidad. Las playas infinitas, tanto a lo largo como a lo ancho, unos lagos interiores y un parque natural oculto de la zona tenían todo a lo que aspirábamos.

Pasamos horas yendo y viniendo por aquella playa. No nos cansábamos de recorrerla, sus orillas, sus dunas interiores. Era de esas playas que, incluso en días soleados, se encuentra uno perdido en sus dimensiones, entre la bruma, que se encarga de hacerle a uno perder los horizontes y la orientación. A cambio de las huellas del suzuki, que eran lo único que parecía efímero en aquel lugar, la playa nos regalaba viento en los oídos y rumor de olas, exactamente con la misma intensidad.

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Nos movíamos impulsados por la ilusión de encontrar un buen sitio donde dormir, y en una de aquellas paradas ví un montón de aves en torno a una gran masa inerte en la arena. Llegamos incorporándonos sobre los asientos del suzuki para averiguar qué era aquello, y nos conmovimos ante una enorme ballena muerta que las carroñeras iban mostrando al resignarse y echar el vuelo.

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Sea cual fuere su historia, el destino de aquel enorme ser, de los más grandes del planeta, estaba allí entre pequeñas aves con hambre y pequeños humanos curiosos. Deseé que su muerte hubiese sido natural, mientras observaba esa fría e irrevocable presencia que permanece durante la descomposición. Pareciera que la muerte sólo se va del todo de un lugar cuando se ha ido la carne, nuestra materia que antes abrigábamos del frío, pareciera que estamos allí donde morimos mientras alimentemos a las moscas, las larvas y los carroñeros, mientras apestamos, pareciera que en los huesos no cabe la vida más. Aquellos huesos, los más grandes que veré, estaban ya descubiertos en la cabeza del animal, quizás sus mandíbulas, y algunas costillas parecían querer escapar de la carne, para morir al fin. El resto del cuerpo estaba en buen estado y caminé sobre él, blando, inerte… vivo.

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Unas tímidas olas de marea creciente comenzaron a lamer sin ascos aquel espectáculo de la vida y la realidad, y tuvimos que irnos y obligarnos a hacer un campamento: los dos éramos muy perfeccionistas para conformarnos con cualquier lugar, yo quería hacer fuego y cocinar.

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Finalmente nos cobijamos del viento tras unas dunas y tuvimos toda la playa, las estrellas, ron, y una mañana perfecta paseando entre vacas playeras antes del café. Llegar hasta la orilla era un buen paseo, como para decir hastaluego.

Más tarde, conduciendo, teníamos la palabra WILD en la boca y entre risas, buscábamos realmente un lugar muy salvaje donde acampar, en el bosque, en un lago, en lo desconocido, en el riesgo, en la posibilidad de la adrenalina, en lo remoto, en lo WILD. Entramos en aquel parque privado y buscamos con un gps el lago de los mapas. Llegamos muy cerca y en varias ocasiones salimos del coche a buscarlo, queriendo encontrar una orilla decente. Pero no hay rutas. Max jamás se echaba atrás cuando le animaba a meterse por aquí o por allá, cuando poníamos el suzuki en agua hasta que entraba por las puertas, cuando entrábamos en lo salvaje y gritábamos ¡WILD!

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Finalmente encontramos el lago Tepuhueico y no había nadie del parque. Nos quedaba una abandonada orilla perfecta para acampar y lanzar los kayaks a las heladas aguas.


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Empezamos a remar con calma, toda la calma que aquel lago nos transmitía, con la seguridad de que no había nadie alrededor y con todo lo que aquella sensación provocaba. Podía escuchar perfectamente las paladas de Max en la distancia, tal era el silencio; podía ver perfectamente las nubes reflejadas en el agua, tal era su estabilidad. En la lejana orilla que alcanzamos, unos juncos bailaban con nuestras ondas retorciéndose con sus reflejos.

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Una playita de una casa encerrada en el espeso bosque nos pareció ideal para la esperada merienda viendo la puesta de sol. Desde que se ocultó entre nubes, un frío intenso invadió el lugar y se hizo difícil volver a las mojadas canoas. Esperamos sin miedo hasta el final del espectáculo: los dos sabíamos que habríamos de volver de noche, mojados y helados, pero no nos importaba, aquel presente era difícil de soltar.

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Las nubes se tiñeron con vetas naranjas antes de morir, tanto en el cielo como en el agua, y supimos que era el momento. Fijamos unas referencias en las colinas del fondo para no perder la alineación, y salimos tranquilos de vuelta. Hasta paramos en el medio del lago, tumbándonos en los kayaks frágilmente, observando las estrellas y flotando en giro con las manos, como la aguja de una brújula. El fuego calentaría después nustros pies y nuestro estómago.

A la mañana siguiente Max tuvo que trabajar y yo aproveché para tomar prestada del parque una canoa canadiense estable y estanca, con la que fui a buscar madera para el almuerzo, y descubrí a lo lejos un templete sobre las aguas y el silencio. Aún había una bruma matutina y el sol estaba rodeado por una aureola inmensa de medio cielo que se reflejaba en el agua. Ténues colores otoñales capeaban el horizonte, y sólo algunas aves se oían a veces lejanas entre mis paladas. Los suaves juncos arañaron mi canoa como un cepillo blando y la proa golpeó también suavemente el embarcadero, una hermosa proyección sobre el agua de algún romántico del lugar.


La madera crujía peligrosamente a punto de morir, y calculé mis pasos sobre las viguetas hasta el templete. ¿Qué podía hacer allí, sino sentarme y comulgar de nuevo con uno de mis silencios?
El templete se rompía en cachos y no podía moverme mucho. Saqué mi grabadora y grabé aquel silencio, que lo era sólo porque muy de vez en cuando algun ave se aburría de no oír nada y graznaba para marcar el tiempo, o para demostrar que uno no está dormido, o soñando. Un archivo de sonido que quizás no tenga sentido guardar, pues tiene más ruido electrónico que ambiental, pero no sé, quizás algún día lo escuche y algo haga click en mis oídos, transportándome de nuevo a aquel genial templete de soledad y meditación.

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De nuevo con Max, no nos conformamos hasta que encontramos, por senderos de enanos y leyendas, y metiendo el suzuki por estrechos berenjenales, la catarata del Tepuhueico, que rellena de murmullo este bosque chilota.

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Las aguas siempre rojas de la zona, por efecto de las raíces del
tepu y de los millones de hojas que las tintan, rugían en el bosque y formaban densos bloques de espuma que, río abajo, parecían bloques de hielo buscando con calma una salida al pacífico. Como yo.

Quintupeu

16 Abril 2015

Las noches anteriores a días de navegación, el capitán solía acostarse despidiéndose con un ‘mañana zarpamos a las 7’, como para que Olga y yo estuviésemos listos. Aquella mañana zarpamos dejando la isla de Llancahué nublada, y nos alineamos con rumbo al fiordo de Quintupeu, el más especial que he conocido. Aguas calmas y picos nevados en los horizontes de la décima región chilena, la de los Lagos, mientras nos aproximábamos en silencio.

Cuando ví la estrechísima entrada al fiordo imaginé que entrábamos en un lugar muy recóndito y privado. Aquí se refugió el Dresden, histórico buque alemán, en tiempos de guerra, 1914.

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Junto al río Uruguay

13 Febrero 2015

Recuerdo un lugar en la provincia de Entre Ríos especialmente por unas grabaciones salvajes de mis excursiones de puesta de sol y adentramiento en la noche. Se llamaba el Palmar, una reserva junto al anchísimo río Uruguay, llena de animales extraños que se metían entre las tiendas de campaña por las noches y por debajo de las mesas. Era un lugar precioso, con inmensos árboles, extraños bosques y vastas extensiones de palmeras con campos verdes y poblados de animales. Un pequeño río daba vida a la reserva antes de desembocar en el gran río Uruguay. En este último veía la luna salir reflejada en sus aguas, que bajaban a Buenos Aires, como yo. Del otro lado, Uruguay, pero muy lejos, mucha agua fronteriza en medio.

Una tarde que me creía perdido, un zorro me siguió o acompañó durante un rato hasta el pequeño río, donde grabé el entorno y sus sonidos. Se ponía el sol y los carpinchos, protagonistas del parque entre muchísimas especies protegidas, se llamaban unos a otros para bañarse.

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Ya en la cálida noche veraniega, las estrellas eran muy resultonas antes de la llegada de la luna, y me tumbé en medio del camino boca arriba para observar satélites que parecían pasar todos a la vez, mientras escuchaba la oscuridad palmarense…

La misión de Iguazú

Febrero 2015

Seguía yo subiendo por la provincia argentina de Misiones, un apéndice de entrada a la jungla entre Paraguay y Brasil, cuando decidí que quería averiguar algo acerca de las famosas misiones jesuíticas que dan nombre a la región.

No me arrepentí, pasé un día histórico e interesante paseando por unas ruinas que emergen de la jungla, o viceversa, y que estaban muy bien conservadas: San Ignacio.

Lo bonito del día en realidad fue descubrir de cerca un modo de conexión entre la colonia española y los indios del lugar diferente, un contacto más simbiótico y fraternal, amistoso. Un toque de cordura y pacifismo para limpiar al menos un pelo la abusiva imagen que dejamos en la historia. Detalladamente, un guía nos explicaba cómo, en las misiones, la vida entre ambos pueblos era apacible y ejemplar, y me pareció que en su apogeo habría sido un soplo de esperanza para muchas almas compasivas/insumisas en el avance ultramarino del imperio español.

Los jesuítas llegaban a esta parte escapando de ataques de bandeirantes paulistas y mamelucos, que asediaban y destruían las misiones y querían indígenas para venderlos como esclavos. Se movilizaron unos 12000 indígenas hasta esta área, ofreciéndoles protección y evangelización. Los locales adoptaban los hábitos de trabajo y organización social -a parte de los religiosos-, y en el apogeo contaría con unos 4500 guaraníes que, según me contaron, cambiaban sumisamente hasta su tradición poligámica por una única mujer e hijos con los que vivían en una gran pieza de las viviendas alineadas de piedra que se construían. Supongo y espero que con el visto bueno del mismísimo Dios todopoderoso ese del que hablaban todo el tiempo.

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