Sonido Melbourne

Melbourne, Australia, 3 abril 2016

He vuelto, para despedirme, a mi lugar preferido de Melbourne: los botánicos.
Estoy tan tranquilo antes de abandonar el país que duermo siesta y me despierto con el sonido más característico de estos parques: unos pájaros que, aunque pequeños, son de los más sonoros que conozco.

He aquí el «pixound» (pic + sound):

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Tasmaneando en compañía

Abril 2016

Pasando por Hobart de nuevo sin un rumbo concreto pregunté por la playa más cercana para pasar una noche más sin gastar y pensarlo. Sigo pensando que no hay nada como viajar a dedo. A veces incluso deciden por tí a dónde vas. Y además, ¿hay algún transporte más cómodo que un coche? ¿más barato? ¿se conoce gente como estos dos notas, que eran de esos hombres desafortunados, solitarios, descuidados y sin mujeres, que llevaba uno al otro al dentista tiernamente y que eran tan buenísima gente?

En fin, a dedo llegué a Kingston beach, una playa agradable con todas las facilidades de esta sociedad moderna.

Por la mañana, después de un paseo hasta el final y por caminos de bosque y confiando mi mochila a las arenas, salté al paseo marítimo un segundo para decidir hacia dónde partir y justo una voz dijo mi nombre.
-¿Ben? -contesté.

Ben era un muchacho barbudo que trabajó conmigo en Adelaida y con el que intercambié unas palabras con prisa un día: las suficientes para saber que era un tipo majo. Pero el trabajo no nos dejó más tiempo y nunca nos despedimos.

Tras una abrazo apropiado ví que estaba con una mujer mayor: visitaba a su tía con su padre y en menos de 3 minutos nos dimos cuenta de que teníamos los mismos objetivos por visitar en Tasmania y los mismos planes. Ben era el amigo que estaba esperando.

Su generosa tía me dijo que me quedaría en su casa con ellos sin siquiera preguntarme, y en seguida viajábamos en su cochazo hacia allí. El ambiente era el de dos hermanos (padre y tía) que se encuentran tras mucho tiempo y están de buen humor, y un sobrino (Ben) que tiene un amigo de visita. La casa era una mansión con vistas a Huon river, y la comida de aquel día los cuatro en la cocina no fue tan buena como la conversación de sobremesa sobre temas existenciales que probablemente inicié yo, inconscientemente, debido a mi constante reflexión viajera.

El padre de Ben la interrumpió con excusas porque aquella tarde querían visitar un lugar al que me apunté sin pensarlo: el Tahune forest reserve, con más árboles grandes y más altos aún que los ya vistos, pero esta vez con una estructura de pasarelas para caminar entre sus copas! La entrada era cara pero el padre bromeó con que ahora estaba con una familia ‘wealthy’ y que todo estaba cubierto! Mhmm, a veces el destino es tan afortunado que me hace reír.

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Tasmaneando solo

Abril 2016

Recorrer Tasmania a dedo es un placer que me devolvió la libertad de mi mochila y mi cazuelita. A Tasmania la llaman por aquí la ‘pequeña Nueva Zelanda’ y aunque no es tan hermosa, tiene una natura única y poco turismo. La mayor parte de los australianos nunca han estado aquí.

Desde Hobart y mirando un mapa en la oficina de turismo ví una mancha verde cercana de un parque nacional, el Franklin-Gordon, con varios campings. Conseguí reservas y utensilios y me lancé a la carretera. De nuevo, el autostop salió divino, atravesando zonas tan especiales como estas.

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En el Mount Field decidí parar y lanzarme a la aventura por aquellas montañas de refugios medio abanadonados y antiguas bases de ski. Pero en altitudes más bajas y templadas, encontré preciosos rincones con cascadas de hadas.

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Estaba desentrenado tras la ciudad y me costaba cocinar, las cosas no me salían tan redondas como en Zelandia… hasta que me encontré el Tall Tree forest. En Tasmania he visto los árboles más altos y grandes de mi vida, y además podía -o tal vez no, pero lo hice- perderme entre ellos y acampar observándolos. Se han hecho mediciones de casi 70 metros de altura. Quizás estuve una hora dando vueltas seleccionando el mejor lugar: quería un hamacazo frente al árbol más grande que tuviese la zona para simplemente observarlo en la mañana meciéndome.

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Lo encontré y empecé a sentir de nuevo la sangre de la aventura y el sabor de la libertad, especialmente cuando empecé a oír en la oscuridad, en una ocasión en que me alejé sin linterna, los impresionantes y escandalosos saltos de los canguros y wallabies alrededor. A veces dan pasos alternando la carga del peso entre las patas traseras y la cola, pero en la noche, extrañamente, se quedaban estáticos y de vez en cuando daban un único gigantesco salto que me acojonaba. ¿Quién coño anda ahí!?

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La mañana fue imperial. A parte del desayuno, que insisto en ello, no hay como luchar en medio de la nada por regalarse a uno mismo un buen almuerzo caliente y glorioso, y después del hamacazo de al menos una hora abrigado en el poncho y observando al sol subir entre mil ramas, sus destellos mostrándose y ocultándose entre ellas en el vaivén de mi gravedad, me lancé a explorar los bosques con cariño, y me dieron a cambio las siguientes reflexiones:

«No busques valores absolutos en el relativo mundo de la naturaleza.»

«El infinito hacia el exterior, macro, pero también hacia el interior, micro, el espacio infinito hacia las galaxias y hacia el interior de un átomo, que solo dependen del número de decimales relativos que sepamos procesar. Nuestros telescopios y nuestros microscopios nos dejan así en el medio (mitad relativa), en una dimensión intermedia entre mundos invisibles, tal vez solo limitados por el estado actual de nuestro avance intelectual y tecnológico, que progresan paralelamente.»

Aquella mañana fue micro: hongos extraños, musgo, setas que podrían ser imperios espaciales para sus microscópicos habitantes. Átomos y moléculas. Y todas las cosas que no percibimos con nuestros sentidos, claro.

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El suave sonido de calma natural que sí percibí con mis oídos era así:

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Otra noche interesante fue en los «Alum cliffs», un lugar ancestral que siempre estuvo poblado por indígenas, los cuales afirmaban poderes y maravillas de un precipicio cercano. La noche fue al aire libre y estrellado pero interrumpida por una lluvia cabrona que me hizo levantar la tienda en un salto y dormir húmedo… Pero el amanecer en las lomas verdes y frescas no tuvo desperdicio.

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Ni tampoco lo tuvo el corto paseo hasta el precipicio, donde me hice el café de la mañana pasando frío pero observando el enorme vacío ante mí, con un río solitario que discurría, afortunado él, entre lugares inalcanzables. Imaginé a los antiguos pobladores, que siempre considero respetables y más sabios, supongo por su capacidad para entender el lenguaje de la naturaleza, conquistando cada cerro. El sol dividía mi visión entre la penumbra y la iluminación, y algunos pájaros se lanzaban ya al vacío sin miedo.

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Cradle mountain, otro lugar que no quise dejar sin ver:

Se trataba de ascender desde unos fríos lagos hasta las alturas que me darían una vista probablemente inolvidable, pero que estaban cubiertas por nubes de lluvia. El frío llega a las heladas latitudes de Tasmania y las nubes pueden arrancarme vistas y comodidad, pero no la exploración de otras cosas palpables como bosques, cascadas o vegetaciones extrañas para mí.

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Antes de entrar en las nubes me aseguré de mirar atrás y no olvidar las vistas que, al menos, había ganado con cada pesado paso. Si se quiere ver durante un minuto las vistas, no hay más que pedirlo con fé a la Madre Divina, y las nubes se abrirán y tal vez regalen algo.

Cuando por la tarde bajé de refugios de altura y de luchar con la niebla surcando muy extrañas vegetaciones, lo primero que ví fue otro sinfín de lagos y lagunas y cascadas largas que caen hacia ellos; al bajar encontré una fiesta de ‘grandes aves negras’, todas reunidas en un gran árbol y ejecutando un tremendo concierto de polifonía que quedó grabado así para el futuro viaje mental que haré desde casa por estos sitios:

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Ps.- Confieso que me empezó a dar pereza estar solo en Tasmania. Toda la gente en parejas, grupos, sin mojarse, en coche, moviéndose cómodamente a los lugares… Me quedaban pocos días y mucho por ver. Necesitaba un amigo. Y tal vez un coche.

Twilight tarn hut

Tasmania, finales marzo 2016

Fue en aquellas mismas montañas de Tasmania donde pasé la noche en el refugio de las grandes aves negras donde me encontré otro refugio que llenó una mañana de magia.

Descendía de laderas donde la vegetación era bastante desconocida para mí, delgados árboles como arbustos estirados, rocas musgosas y millones de charcas y lagunas preciosas cuya agua era cristalina pero demasiado fría para admitir vida visible. Nubes densas corrían, también aquel día, transversalmente, helando mis manos. De pronto, aparecí, por debajo de la altura de nube, a un lugar más seco donde por fin llegaba el sol y podía ver un gran valle frente a mí, me sentí reconfortado.

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Poco más tarde llegaba al refugio, solo y aún frío. Buscaba ese cobijo que dependiendo del tiempo y de los planes puede durar 10 minutos de calentarse las manos y tomar un snack o dos horas de cocinar, comer, leer y hasta dormir. Pero allí fue como un sueño, una inesperada dosis de silencio y observación cautelosa, un viaje en el tiempo.

El tarn hut fue usado en tiempos de colonos que se divierten con los nuevos territorios como base de ski. Ahora pobladas las laderas de árboles altos y maduros, en algún punto han debido de estar planas y verdes admitiendo la nieve como forma de entretenimiento. El refugio está también en mal estado, pero inconcebiblemente, mantenido exactamente como hace casi 100 años.

No sé si me chocó más esto o la forma en la que esquiaban en esa época. Qué paciencia! Qué ropas, qué botas, qué skies. La sala principal mantenía la chimenea, cerrada por el desgaste de las piedras y arenas, una mesa, un asiento y la misma forma que en muchas fotos que estaban en una pared de un cuarto, de 1928. Había gente divirtiéndose en iglús, comiendo en el refugio o esquiando: subían la colina a pie y se dejaban caer por unos segundos de gloria, pues era más bien pequeña.

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En aquel cuarto pasé al menos una hora, sintiendo en el silencio de la mañana las presencias de aquellas personas en el mismo lugar, imaginando su paso de fin de semana por aquellos cuartos y sillas. Frascos y latas de comida enlatada, reservas de azúcar, café y otras comidas tal y como habían quedado. Medicinas, galletas, pastillas, aspirinas, utensilios de cocina. Material de esquí: botas de cuero de mujer y hombre, esquies de madera con unas fijaciones que me daba la risa: no podían sujetar una bota con aquellas tirillas, no me lo creo!

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Great ocean road

Australia, marzo 2016

Fue con mi querido Scott, el mismo con el que viajaba hace tres años intermitentemente entre Méjico y Panamá, con el que salí de Adelaida después de 2 meses de buscar trabajo y trabajar. Contento con continuar mi aventura tras la vida de ciudad y con un buen puñado de dólares australianos en mi bolso, nos fuimos a su ciudad natal, Horsham, a conocer a su familia. Scott acaba de volver a casa -y a mí me quedan cientos de meridianos!- y nos emociona viajar un par de días en su país.

Me enseñó, lo primero, el parque nacional de Grampians, en Victoria, donde ví las vistas más impresionantes que recordaré de Australia, perdiéndose en todas las direcciones desde las alturas y 360º. Scott me mostraba lugares de su infancia, que a mí me parecían miradores del rey León.

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Dicen que el primer canguro que ves en Australia está muerto en la carretera. Es cierto. Es triste pero la carretera está llena de ellos, y no se puede conducir de noche porque es, prácticamente, un choque seguro.

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Volábamos después hacia el sur en coche entre inmensas tormentas de verano y extensos desiertos para enganchar la costa desde Port Fairy hacia Melbourne, donde empezaba la experiencia de mi Great Ocean Road y él me dejaría -es tiempo de estar en casa para Scott-. Mi camino a dedo por la costa sur australiana es una delicia de paisajes: altos acantilados terrosos, islotes verticales que aguantan la erosión, vientos fuertes del sur, y playas que mezclan unos colores nuevos para mí.

La ruta tiene menos tráfico del esperado y el estilo furgonetero de Nueva Zelanda, he conocido gente interesante con quienes compartir cafés en casas-cafetería en lo alto de colinas frente al mar escuchando al viento o protegiéndonos de la lluvia. La ruta serpentea con las playas, cabos y desembocaduras y hay tramos que son verdaderas delícias.

Las acampadas han sido a veces complicadas e incómodas pero nadie me ha molestado. Algunas en pleno arbusto por no encontrar nada mejor y tener que resguardarme del viento, otras en plena arena playera, otras simplemente tumbado a cielo abierto en praderas como la de Apollo Bay. He tenido mis ratos de caminar en inmensas playas solo para mí esperando a la puesta de sol, leer, cocinar, hacer fuegos nocturnos o despertarme y dejar pasar la mañana con presencia, en definitiva, vivir minutos naturales y sabrosos que no tenía desde Zelandia.

Y sí, claro, he tenido mis encuentros con canguros. Algunos son confiados y se dejan acercar; el canguro gris no es tan grande como el rojo, que es el que pega hostias como panes: espero verlo en Tasmania. Sus enormes patas traseras hacen imaginar instantáneamente la capacidad del salto que tienen, y el grosor y la fuerza de la cola es tal que contínuamente se sostienen sobre ella en sus movimientos. Cualquier canguro, independientemente de la raza, tiene siempre una cómica expresión, te mire de frente o de lado, que raramente no acaba en una carcajada. Una mañana en un campo interior la naturaleza me regaló una hembra confiada que protegía, en su bolsa maternal, un retoño con una patita fuera: cuando la madre se agachaba para mordisquear la hierba, el pequeño estiraba el cuello para hacer lo mismo.

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La fuerza natural de Australia es grande; me llevo el sonido de los cuervos, siempre presentes, especialmente en mis días de vivir en Adelaida, pues me despertaba cada día con ellos.

Innúmeras clases de aves poblaron mis caminares en carretera: marinas y terrestres, huidizas y confiadas, salvajes y preciosas, mantuvieron siempre mi sensación de estar en un lugar remoto, un lugar donde algunas cacatuas se posan en mi mano sin miedo, confiando en que somos amigos.

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Koalas había incluso en la ciudad de Adelaida, en un camping. Pero es que no hay ya muchos lugares en el mundo donde se pueda observar una cacatua de colores junto a un perezoso koala, que como todos, constantemente se dopa con hojas de eucalipto y duerme. Allí, en la misma rama: los dos simple, feliz y pacientemente siendo.

En compañía de grandes aves negras

27 Marzo 2016, Tasmania, Australia

Al poncho le da igual todo, por eso me cae tan bien.

Nunca se ensucia, no se moja, es un buen compañero, lo llevaré hasta España. Mi colchoneta, mi abrigo, mi manta, mi mantel, mi recoge-leña.

El sol acaba de colarse por la ventana de este refugio de montaña en Tasmania, todo roto y con agujeros por donde entra frío. Frente al lago ‘Newdegate’.

He cantado y mejorado mi humor instantáneamente. Tal es la fuerza del sol, con su augurio de mejora del tiempo para caminar hoy.

Cinco minutos antes, nevaba. El tiempo de Tasmania es cruel, y va llegando el frío invernal. Era precioso, pero no se veía nada y me temía otro día de montaña caminando en solitario mojado, frío y sin ver los paisajes con las nubes pasando horizontalmente. El sol es la vida.
La nieve es bonita, thou.

El sonido a trompicones de la latita con la que cocino suena rítmicamente, con explosioncitas del alcohol, he encontrado una manera de reducir el consumo y la intensidad de la llama para largas cocciones de arroz o tostadas.
Huele a tostada con mantequilla!!

El dibujo del marco del sol en el suelo es idéntico al que se formó anoche cuando la luna, desde una posición similar, saltó de entre las nubes. Fue tanta luz que pensé que venía gente con linternas en mitad de la noche, y apagué la luz roja del frontal para cerciorarme.

Esperaba por el arroz, leía en voz alta francés y cada poco colocaba aparatosamente un pie, alternativamente, en la tapa del cazo para calentármelo.

Pongo la bufanda chilena, que me dijeron es de lana de alpaca, en el fondo del saco para ayudarles a calentarse. Hice muy bien en mantenerla hasta pasar el frío de Tasmania.

El refugio está fatal. No tiene casi ni suelo, pero tiene una mesa para cocinar y escribir, baja e incómoda pero es todo lo que necesito.

La tostada está lista.

En la puerta pone, pintado en negro, ‘In the company of great black birds’.

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¡Te acabas de despertar!

21 Marzo 2016, Apollo Bay, Australia

Quieto. Ni te muevas. No dejes que la mente entre en sus cosas de nuevo. Como si siguieses soñando. Retoza, ronronea de placer.

En el saco, sobre el poncho.

Extiende la mano, toca las briznas de hierba fresca, frescor, vuelve tu brazo al saco, cozy, protegido.

Siente la brisa perfecta en la cara, ni caliente ni fría, perfecta, como un susurro, el susurro que lleva toda la noche diciéndote que estás en el exterior, bajo las estrellas. Te has despertado con cada cambio de postura importante y echado un vistazo: las estrellas estaban cada vez más giradas. La última vez ya echabas de menos el alba.

Viste más luz y quisiste dormirte de nuevo.

* * *

Recuerdo después, en un abrir y cerrar de ojos, las briznas verdes iluminadas por el sol directo horizontal.

Ahora, el sol ya se ha ocultado tras unas nubes azules y grises. Unas finísimas gotas me han rebotado en la cara para aliviar mi sueño.

Algunos trozos de nubes están iluminados por el sol, gaseosos.

En una parte clara del horizonte marino, se ven nubes lejanísimas, casi invisibles, pero si fuese allí debajo de ellas serían tan inmensas como la que tengo ahora encima, infinita. Allí, en el horizonte, hay sol y luz.

El murmullo del mar al final de la ladera y unos pájaros, los cuervos australianos.

Unos arbustos, aunque de cardos, alrededor de mí, mi compañía, perfectos también.

Un barquito blanco madrugador, pequeñito, surca hacia el sol, lento, su capitán debe sentir ahora el iluminado sentimiento de orgullo y rectitud causado por el buen madrugar y el hacer las cosas bien. Bien por él.

* * *

Vuelves a cerrar los ojos. Podrías dormirte de nuevo. La brisa fresca. Suspiras, gemido.

Un solo día en la Tierra ya merece nacer y morir.

Una conversación interesante con un amigo, un café caliente frente al mar, un despertar en la pradera, un puñado de aves cruzando ahora el azul marino.

¡La vida es larga, y el mundo perfecto!

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Pero las ciudades

Cuando llegué a Auckland y sentí la energía de la ciudad me dí cuenta de que las últimas ciudades grandes por las que había pasado eran Valparaíso y Santiago, en Chile, hacía seis meses, antes de la cruzada del pacífico.

Fue genial porque Nueva Zelanda es genial y ha sido al pasar por las ciudades brillantes, civilizadas, ejemplares y modernas de países bien establecidos como este o Australia, que la energía de las ciudades me absorbió y me hizo entrar en un mar de reflexiones acerca de la evolución de nuestra especie y de mi propio encaje en este patrón tan deliberadamente asentado que son los núcleos de vida humana. Una verdadera relación amor-odio:

Yo pensaba que me había librado de ellas, pero las ciudades tienen a veces algo que te aprieta y te hace entender que son parte de tu vida y de tu generación, y que has de participar de ellas. Quizás tengan cosas que necesito, o que me gustan, o de las que soy adicto. He pasado demasiado tiempo en ellas. No voy a vivir en una después de largarme (creo), pero tienen algo que siempre me va a interesar, que no puedo negarme. Aunque creo que el futuro no está en las ciudades, que ese no es el camino, me atraen tal vez porque representan en gran medida una de mis obsesiones: el futuro.
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