Esperando en Montego Bay

En Montego Bay, mis planes eran esperar hasta conseguir un barco que me devolviese de las islas caribeñas visitadas a tierra firme centroamericana para continuar el periplo hacia el sur. Estaba convencido de que sería posible y pasé muchos días intentándolo. Mi negativa a volar se incrementaba principalmente por los precios y porque las leyes de vuelos, que ya había burlado como comentaba en una entrada anterior, se me echaban encima.

Visité la marina varias veces, dejaba mensajes en el club de vela, caminaba hasta el puerto para hablar con quien estuviese, intentaba colarme en cruceros a bajo precio, me mataba en internet, acudía a todas las agencias de viajes conocidas y visité el aeropuerto, donde me dijeron que sabrían de ésto.

Cada vez lo veía más negro, nunca eran buenas noticias. Me desesperaba en el calor, gastaba dinero y no había resultados positivos. Cambiaba de alojamiento, buscaba algo más barato, no lo había… Montego es caro.

Pero eso no quiere decir que perdiese el tiempo. La semana y media que pasé allí dio muchos frutos y fue bien divertido.

Lo primero, precisamente la primera semana tenía lugar el evento del año en Jamaica: el Reggae sumfest, un festival de Reggae sin comparación en el mundo. Había más que Reggae, pero la verdad que es todo un show entrar en el festival. Muy diferente a todos los festivales que conozco (claro).

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Querer encontrar

Escuché que había ríos y cataratas no muy lejos de este lugar en que me había enganchado, aunque en esta época, algo secos.
Una mañana me levanté demasiado pronto y me encaminé hacía allí muy fresco: unas dos horas de camino. Tenía ese sabor en la boca a reto del día: encontrar el lugar. Doggy, el rasta salao, dijo que encontraría mi camino y eso ya es reto.

Dejando atrás a las familias salí con fuerzas al oeste; sabía que debería pasar 2 ríos y no separarme mucho de la costa. Nada más. Caminé y caminé junto a la costa, dejando atrás ondulaciones de la escarpada y parda costa norte Jamaicana. Me desvié y me perdí cuando creí que debía entrar al interior, pero volví a salir y ví una playa grande de arena negra.

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Perdí la cuenta de las horas que pasé alli. Me dormía y me despertaba con una luz distinta, más de tarde que de mañana, y entraba en el agua a veces para combatir el sofoco, cada vez más profundo pero con la sensación de mosqueo de no ver lo que hay debajo. Dejaba mis cosas abandonadas largo rato. Las miraba desde la otra punta de la playa, hasta que ya no podía saber si las estaba viendo, pero no importaba. Era una soledad que se intuía simple y segura.

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En familia

Un día llegué a Robin’s Bay.

Allí me esperaba algo de lo más interesante de Jamaica. Al no encontrar alojamiento, unos muchachos me dijeron que podía quedarme en su casa. Yo les había dicho que iba corto de presupuesto, y ellos, sinceros y honestos desde el primer momento, me dijeron que podía darles lo que pudiera.

Estuve unos días. Era una comuna auténtica de rastafaris, de 3 casas, en la que vivían 3 familias: un padre y su hija, unos padres con 3 hijos y Cucu con un amigo, Doggy. Nada más entrar en la casa de Cucu, el más joven, un espabilado muchacho, dueño de la casa, a la que no le faltaba nada, me ordenó una habitación y me puso sábanas limpias, me trató fenomenal. Estaban todos los niños de la comuna alrededor de mí y me miraban con risas. Yo tenía todo lo que quería, una ducha exterior bien potente, agua, me dieron cena y charlamos un rato. Se sentaron a liarse un porro y me hicieron un té riquísimo y dulce. Yo pensaba que sabía liar pero cuando lié uno, Cucu, callado, con un silencio sonriente, hizo paso a paso delante de mí un majestuoso cigarrito con tal artesanía que me hizo saber que yo no tenía ni idea. Cortaba la hierba y la desmenuzaba con un cuchillo que siempre llevaba en la cintura, añadió algo de hoja de tabaco natural que le daría el sabor ideal, le cortó la punta como si fuera un habano, y me lo ofreció. Era perfecto. Mi silencio otorgó el respeto a los verdaderos sabedores. Nos reíamos y les propuse ver una peli en una tele que tenían, pues me apetecía tener la sensación casera de peli de suspense: me sentía en casa.

Tenían una granja donde cultivaban marihuana y tabaco que consumían y -supongo- vendían. Se levantaban a las 5am, iban allí y no volvían hasta el mediodía.

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Se quedaron dormidos viendo la peli.

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Buff Bay

Hice una ruta por la costa norte de Jamaica pues me dijeron que era menos turístico. Me importaba poco no ver los mejores sitios si en su lugar encontraba gente y experiencias. En Buff Bay también había casas de madera de las que he mencionado. Muchas.

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Pero me quedo con ésta puesta de sol que muestra cómo las playas que no son de arena blanca ni transitables, más feas en principio, también son im-perdibles.

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También con un sonido que tenía en la guest house, una grillada interesante tras una fortísima luvia, colchoneada por las olas del mar cercano, que podía ver y sentir desde el porche de la casa.

El sonido, click on it!

Y finalmente con dos chavales adolescentes que me ofrecieron cobijo en la lluvia y que se mataban porque les pusiera en contacto con chicas blancas.

Port Antonio

Después de las montañas me fui a Port Antonio porque no sé quién dijo: Port Antonio.

Allí, descubrí la verdadera esencia de no hacer nada y no sentirte mal por ello, es muy tranquilo y estaba lleno de casas viejas pero de madera íntegramente, con porchecito y balancines como las de las películas. Era sentarse a observar la vida pasar, o ver cómo no pasa nada.

Me quedaba en un hostal de la colina central y no había nadie más… era muy cutre pero muy barato y a mi me encantaba. La madera crujía a cada paso y estaba pintado en rojo y colores vivos, se podía uno sentar y dormir en cualquier lugar, el porche lo mejor. Por las noches veia un poco la tele con los cuidadores y dueños, y observaba cómo ellos doblaban mientras yo intentaba entender el patois televisivo.

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Lo único que hice fue acercarme un día a una playa, y mereció la pena.
LLegué tarde pero disfruté de la puesta de sol y de que sólo había locales y me parecía muy exótica y especial. Había un río emergente del suelo de agua dulce (si, como un cenote) y allí podías refrescarte después del baño salado. La gente se lavaba allí y el río desembocaba lindamente en el mar, en el lugar donde yo coloqué mis cosas para comer un poco de cenar y prepararme para la noche.

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Me dieron las tantas hasta que conseguí sentirme cómodo después de explorar la zona y controlarla, la noche cayó pronto y no me dio tiempo a explorar con antelación y saber lo que me rodeaba. La parte de atrás era desconocida y me sentía observado por alguna razón.

Después de un rato apareció un cuidador algo nervioso que no entendía por qué estaba allí tan tarde, que era peligroso para mí. Al ver que yo no reaccionaba temerariamente sino con dulzura y alegría de encontrarle, se relajó (eso dijo) y luego empezó a hablar de cosas más importantes que el echarme de allí o el pagar una tasa.

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Media hora más tarde yacíamos los dos relajados, en su guarida de cuidador, charlando sobre cosas muy importantes en la vida, como el saber disfrutar de la naturaleza sin miedos y ser capaz de comunicarse con ella, confiar en ella y respetarla todo lo posible. Cosas que los dos compartíamos con fuerza, pues el hacía lo que yo hice esa noche todos los días: observarla, limpiarla, y sentirse cobijado por ella… Se atrevió a decir que los dos éramos especiales por ser capaces de ver ciertas cosas, y quisimos ser amigos por largo tiempo.

Al despedirnos, me pidió dinero. Le dí 100 dólares jamaicanos y no volvimos a vernos.