En Port María se me hizo entrañable la gente tranquila que paseaba por las calles sin parar. Los rastafaris entrados en edad. Y las mujeres!
Y las casitas de madera con porchecito y sendas sillas para disfrutarlo.
Y los amigos echando la pachanga de fútbol.
Y especialmente un pescador que rompe con todos los esquemas de pescador clásico de postal que tenía. Lo hallé en un lado de la bahía, junto a la carretera, mientras huía del centro buscando algo un poco remoto para el diario show del sol.
Con tan sólo una botella de plástico en la que enreda un sedal al que ata un camaroncito de cebo, sacó tras mi llegada un estupendo pescado y demostró gran alegría y orgullo. Lo colocó a mi lado y yo quería darle una patada de vuelta al agua sin que me viera, pero claro.
Él tenía cara de disfrutar. Dijo que le había traído suerte. En realidad la suerte la lleva él porque sabe disfrutar. Como a mí, no le importa que caiga la noche o pase el tiempo si encuentra, en el momento, algo de especial.
Allí le dejé, averiguando si mi suerte le daría más pesca, arrojando un sedal ya invisible a la luna, y disfrutando de la vida.