El último coco

Bitácora pacífico, día 123
08 Octubre 2015

Se trata, se trataba, quizás se trató, de una casa okupa en Samoa. Tenía el permiso de su dueño, Taula, al que conocí en Apia en los primeros días después de que el último velero me dejase allí. Pero yo hacía como que la okupaba; ésa era la sensación que tenía, pues estaba sucia, vieja, vacía, llena de bichos y sin luz ni agua ni muebles, y los vecinos me preguntaban con curiosidad que dónde vivía, que por qué estaba en esa casa, que de quién era.

Les extrañaba porque era el único mochilero de Samoa. El turismo es australiano y neozelandés, y la gente va a resorts y a alquilar coches para dar vueltas a la isla cómodamente. No están acostumbrados a mi perfil, a verme hacer dedo, o dormir en la hamaca en playas, o salir siempre caminando y volver de noche después de otra puesta de sol aventuresca y desbanalizadora, con una sonrisa.

Dormía en una esquina del rectángulo que forma la casa, pues tenía más ventanas y una alfombra. Había una mesa en la cocina, pero era lo único que había. Nada de pila o agua. El baño solo tenía un water, pero la tubería estaba reventada por la presión. La empalmé y luego abría la llave de la parcela sólo un poco para que no reventase en el exterior, donde había una pilita y una manguera, con la que me bañaba en la hierba y de donde bebía sin problemas.

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La casa estaba en el centro sur de la isla de Upolu, bien ubicada. Tiré el mapa junto a la alfombra donde dormía y pinté con números todos los planes que quería hacer, los cuales iba tachando orgulloso a mi vuelta, a veces después de dos días haciendo varios planes seguidos. Cuando taché el último me sentí raro.

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* * *

Soy feliz en esta casa: por poco que tenga, tiene más de lo que suelo tener. Techo, agua. Un fale abierto, fuera, muy simple donde tengo la red y me tumbo, y leo hasta entrada la noche y su silencio y su oscuridad. Las velas me acompañan en la cena, que es momento preferido, pues cocino en la latita de cocacola, con piedras, sobre la mesa de la cocina, con música, confort. La comida de mediodía la hago al fuego en el exterior, pero la madera es una mierda y me ahúmo bajo un techo metálico.

En la habitación todas las ventanas quedan abiertas y me duermo viendo algún docu o peli en francés, pues sigo peleando con él: se me acabaron las islas francesas.

Taula afirmó que nadie me molestaría aquí. Y a parte de un muchacho sucio y juraría que autista que se sentó delante de mi red y calló una hora hasta que se fue, después de seguirme al interior de la casa extrañamente dos veces, no he recibido visitas. Bueno, sólo Malák, un niño que viene escapando de la rutina a tumbarse en mi hamaca y a pedirme comida. Es super ágil, guapo, maneja el machete increíble, y teme a Taula, el dueño, porque cuando lo menciono se le cambia la cara. Así que sí, Taula tenía razón. Tengo una paz exquisita, y pasan dias sin ver a nadie más que pasar por la carretera.

En esa paz y falta de humanos, los animales y los insectos han cobrado un papel interesante. Unas reses me vienen a ver una vez al día. A uno le falta un cuerno, y vienen a beber de un pilón que Malák rellena de agua cuando viene, y ahora relleno yo. Uno jóven y pequeño ya se intenta tirar a su madre, creo, y cuando salgo siempre les hago un mugido completamente exagerado para que me miren durante largos minutos, dándome protagonismo. Después les relleno agua pero intento pellizcar la manguera para mojarlas en la distancia, a lo que aguantan un poco pero acaban huyendo. Cuando me voy, beben.

Las cucarachas de la casa sólo aparecen de noche. El primer día maté dos de mi habitación, ignorante, pensando en limpiar la zona. Jaja. Se las ve, de pronto, debajo de la mesa de la cocina ir y venir, huyendo de mí, pero reconozco que cuando llegan son como una compañía, y tengo cierto afecto. Una vez una idiota casi se me mete debajo del pie y tuve que hacer una visión para no pisarla, y el querer evitarlo me hizo pensar en todo esto, en ese afecto.

Las lagartijas son encantadoras. No molestan, no ensucian, no comen.

Sin duda, la compañía más intensa es la de las hormigas. Micro hormigas que ya no saben qué hacer para robarme comida. El pan y las galletas están colgados en mi habitación, lejos de su colonia. Bajo las losetas de la cocina, se montan festines cada vez que tiro migas o tengo comida en la mesa. Cada día nos tocamos los huevos un poco; yo les levanto una loseta y las dejo al descubierto, lo odian, les separo el cubo de basura de su colonia, pues allí siempre hay algo y tienen carretera hasta él. Se vengan viniendo a la mesa y atacando mis cosas incluso cuando las saco para cocinar un minuto. Las soplo, las barro con la mano, muchas mueren. Saben que si estoy yo, hay tema. Es una relación.

A veces se desesperan porque limpio bien la mesa y no hay nada, nada, y al día siguiente me las encuentro atacando cosas absurdas, por aburrimiento, de cachondeo, como un plato en el que quedó, supongo, algo de grasa, o cosas que sé que no les gustan, como la pasta cruda. Venga no me jodas. O una papaya muy verde. Y ahora mismo están por aquí por la mesa, explorando ansiosas, probando todos los materiales, muchas, y si hubiese algo, en un minuto habría allí miles.

He comprobado que, depende de lo rico que esté lo que encuentran, dan una señal de alarma u otra. Una uñita de atún crea una autopista en cinco minutos a metros de distancia. Un trozo de pasta cocinado congrega a un grupillo de vagas que se mueven despacio.

Cuando veo una salir corriendo con una miga, la sacudo a la mierda, porque creo que va a avisar a una muchedumbre. No entiendo como se comunican todas estas cosas.

* * *

Existe un cocotero, de los cientos que me rodean, que ha salido, el pobre, inclinado, y me permite gatear, y no hay otra palabra mejor, hasta los cocos. Me tiro un par cada tanto, y a media mañana abro uno con Manolo, el machete de Guatemala, y siento el poder de ese agua entrar en mi cuerpo. No tienen carne. Los que tienen carne son los viejos que están en el suelo, otra fuente de comida de llenarse, en el paraíso.

* * *

En la parcela frontal, delante de la casa, hay un mango. Una silla blanca de madera vieja casi rota, bastante cómoda, es la protagonista, allí donde la puse junto al tronco del árbol, a su sombra. Es mi lugar preferido. Allí escribo, o me siento con un té, o leo un poco, no mucho. Ví todos los amaneceres de luna llena número 31 allí sentado, en la calma cálida de la noche, entre corrientes de aire calientes y otras ya más frescas.

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* * *

Hoy he tomado mi último coco verde del árbol inclinado. Me voy.
Cuando me fui de la casa, coloqué todas las losetas del suelo de la cocina en su sitio, y en la central, junto a la entrada de la colonia de las hormigas, dejé un generoso pedazo de pan.

Durmiendo en fales

Bitácora pacífico, día 119
04 octubre 2015

De la casucha que ‘okupo’ en Samoa me voy a veces a hacer expediciones por la isla con prácticamente nada encima, quedándome a dormir en fales o en mi hamaca. Es fácil entrar en la casa así que escondo mis cosas de valor debajo de una bañera que hay en una esquina. He encontrado varias cosas interesantes en la isla:

He ido a un remoto lago que se llama Lanoto, un cráter volcánico. Es una excursión de una o dos horas por selva hasta allí, donde estuve solo y de pronto llovió mágicamente. Las aguas estaban llenas de peces y eran oscuras, lo que me dio un extraño miedo que no me dejó nadar más de 3 minutos. Pero la calma de la fina lluvia emborronando la superficie y el sonido del lugar están en mis recuerdos.

Al volver pedí que me dejaran cerca de una casa en un árbol de la que había oído hablar.

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Los niños que me cantaron

29 Septiembre 2015

Como un escritor que sale de casa para respirar un rato y agarrar nuevas ideas o motivación, así me sentía aquella tarde en que salí ya con el sol débil a pasear por la carretera sur de Samoa.

Era uno de los primeros días y aún me sorprendían las costumbres locales, aún estaba desconfiado por los posibles peligros que un blanquito sólo puede enfrentar en un lugar remoto y aislado.

Me rendí ante las luces de las nubes y me senté junto a la carretera en un hito. Los niños son un tanto interesados y al verme corren para que les de algo, dinero. Me dio pereza verles venir pero en dos palabras disuasorias les cambié el tema y de pronto empezaron a cantarme una canción local, con la magia de sus voces.

Escuchar a los niños


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La gente pasaba y saludaba sonriente.
Con su curioso ‘Where are you going’, a veces absurdo, especialmente si no tengo movimiento ninguno ni intención sugerida, como cuando estoy sentado en un puto hito.
Pero ni ‘How are you’ ni ‘Where are you from’.
Los samoanos saludan con ‘Where are you going’, lo cual no deja cabida a un escueto y escapista ‘bye’ o ‘good, thanks’: hay que contestar algo. Y de ahí quizás pues tener una conversación más o menos productiva.

Los niños se fueron.
La luz se iba.
Yo seguía allí, incapaz de moverme, sintiendo la perfecta temperatura salvadora de la noche entrante y el calor del hito en mi culo, tatareando la canción de los niños.

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Ya estaba, ya había hecho el día. Ya tenía mi motivación.

De pronto, Samoa

Día 113 de la Bitácora pacífico
28 septiembre 2015

En Samoa, -sigo en Polinesia-, la población es de un negro suave, sonríen bastante y viven muy tranquilos, muy despacio.

Las tierras están repartidas en grandes parcelas con jardines verdes y frescos que crecen sin parar debido al clima, lluvia y sol, donde crecen plantas frondosas verdes, amarillas y rojas que dan envidia porque cualquier rincón parece un jardín botánico. Las casas (fales) son de madera y muy simples en el mejor de los casos, pero existe una vivienda típica (el open fale), que son como templitos griegos, rectangulares y con columnas por el exterior y dentro. Algunos tienen una barandilla de madera diminuta, y parecen guarderías donde meter a los niños sin que se escapen. Dentro, viven las familias, con abuelos y muchos niños metiendo barullo, solo parando para apoyarse en una columna y levantar la mano al paso de uno, gritando Bye! y sonriendo.

Delante, en sus verdes jardines, tienen las tumbas de sus antepasados. Unas losas grandes de cemento bien marcadas, donde descansa un bisabuelo o la abuela, junto a ellos, siempre.

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Día 100: Bora Bora, sonido

Bitácora pacífico: día 100
15 Septiembre 2015

Teníamos que esperar al lunes para hacer la salida oficial del barco de Polinesia Francesa con inmigración y decidimos esperar en Bora Bora y hacerla allí. Salimos tarde pero llegamos para la puesta de sol; el volcán extinto de Bora Bora, uno más, tiene un pico principal bastante elevado llamado Otemanu. Una densa nube estaba enganchada en él; al amanecer seguía allí.

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Bora Bora, que no deja de ser un espectáculo de lugar con un divino atolón interior de poca profundidad, nos dejó un poco indiferentes debido a las expectativas, no es para nada el mejor atolón que he visto. Mucho turismo y muy caro, dimensiones limitadas, está bien para un retiro de ricos en un resort pero no para un mochilero. Disfruté de la suerte de visitarla en mi casa flotante y navegar cada día por sus aguas blancas y paradisíacas.


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Bitácora pacífico, día 97

Día 97, Bitácora pacífico
12 Septiembre 2015

Sigo con Mario. Después de las dudas de Raiatea, donde casi voy con mis amigos belgas hacia Tonga (su barco es demasiado pequeño) algo me dijo, en una de esas puestas de sol hacia Bora Bora, que mi camino estaba con él, que quería hacer la locura de ir con él hasta Wallis y Futuna y apañármelas como fuera allí. Pero llegué y dijo que no, que quería ir solo, y estaba decidido y no parecía tener escrúpulos al respecto de dejarme allí.

Después le ablandé el corazón -lo tiene- y acordamos el viaje. Es curioso como dos hombres discuten una cuestión. Cuando insistía en ir con él, se cerraba más. Cuando acepté su decisión y me fui cabizbajo a mi camarote a preparar mis cosas, vino detrás y reabrió el caso con más generosidad. Recuerdo sus palabras ‘Tampoco soy un hijo de puta’, no fue capaz de dejarme allí, y esa fue la primera vez que un lazo de afecto me unió a mi capitán.

O todos los capitanes tienen estas cosas, o he tenido mala suerte con los míos. Se creen los mejores, pueden hacerlo todo solos, han hecho millones de millas, tremendo EGO. No aceptarán jamás que no pueden ir solos, o al menos que van mejor con alguien. No saben enseñar con paciencia, sino gritando o enfadados como si uno ya debiera de saberlo todo o lo hubiera olvidado. No recuerdan que, una vez, ellos también aprendían. No saben que uno les recordaría mucho mejor si tuvieran la paciencia que ellos hubieran querido de jóvenes, cuando aprendían. O no les importa cómo les recuerden.

Cosas del mar, lobos de mar.

* * *

Pero quiero creer que a Mario le estoy abriendo un poquito la humildad o eso quiero.
Que nuestros caminos sí estaban juntos, y que los dos podemos aprender cosas con el otro.

* * *

Porque sé que tiene un corazón ahí dentro, aunque lo oculta, he descubierto que es tímido, ya viejete. Que tal vez culpa al mundo de no haber tenido hijos cuando probablemente no haya soportado la compañía de nadie, o quizás sea demasiado egoísta.

He visto ese corazón en los dos ojos verdes incrustados en su cara cuando me mira, asombrosamente parecidos a los de un niño italiano, inocente, con esa expresión de candidez que algunos hombres corrientes conservan hasta el final de sus días gracias a un vano don interior de sencillez de corazón y rectitud, de sentido común, de espíritu.

También tiene esa habitual actitud indiferente, gallarda de algunos hombres cuya profesión implica responsabilidad y control, que yo llamo de ‘ya lo decía yo.’ En las mujeres es un poco más ‘te lo dije’.

Días 91-93

Día 91 de la bitácora pacífico
06 Septiembre 2015

A bordo de un barco nuevo, con Mario, capitán solitario italiano y rumbo a Raiatea. Necesitaba salir de Tahití y me fui con el primero que pude; me pregunto si no habré cometido un error moviéndome a Raiatea, isla cercana que quería conocer, perdiendo el intenso tráfico de Tahití.

Pero tales errores no existen, no? Este es mi camino.
Si no, no estaría aquí.

Tampoco me paga y creo que pasaré hambre. Va a Wallis y Futuna, cerca de American Samoa y Fiji. Pero son islotes perdidos, una locura por poder quedarme allí atascado, aunque interesantísimos porque no tienen turismo y son ejemplos únicos de la vida en el pacífico.

Todos los capitanes tienen ese aquel.
Pero Mario y el barco no están mal. Me motiva la historia de barco a dos manos entre capitán experimentado y tripulante aprendiz.

* * *

Ha vuelto el Principito. Siempre que no tengo otro libro recurro a él, mi mini-versión de 5 centímetros. Me hace pensar. La luna está fuerte. En estos momentos de dudas y rumbos inesperados me pregunto dónde está mi destino. Quisiera volver a la jungla de Brasil. Es en la jungla que quiero enseñar a mis hijos a ‘ver con el corazón’ y no con los ojos: -Lo esencial es invisible a los ojos-, dice el zorro del Principito. Quizás yo pasé demasiado tiempo en el lado de los ojos y estoy casi sin vuelta atrás, no consigo arriesgarlo todo, entregarme totalmente, tirarme al vacío.
‘Soltar todo lo que no es la vida’, como Thoreau, ver hasta dónde puedo llegar. Estoy como atado a la vida ciega, y es confiando en el instinto o intuición que uno elige el verdadero camino y sabe que todo va a estar bien. Incluso en Raiatea!?

Y no me lo creo del todo, no puedo lanzarme, la parte racional no-instintiva, la cabezona, la mente, no te deja hacer ‘locuras’. Como dejar o entregar todo lo que no es la vida misma. Aquel sueño repetido de tirarme de cabeza y corriendo al vacío negro, por el hueco de la escalera de Semoleres o la bañera del cuarto de baño, es como una señal para hacerlo. Me tengo que tirar y confiar en que siempre resplandecerá algo en el silencio del desierto: la belleza que sé ver. Es todo lo que necesito, con eso no falta nada. ¿Por qué no soy más valiente?

Huye y haz que tus hijos vean con el corazón desde el principio. Ése es el legado paternal, y gran parte del cambio necesario en nuestra evolución. El principio del cambio. ¿Es yomelargo el principio?

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Día 93

Raiatea me regala durante unos días otras escenas pacíficas espectaculares, mientras Mario consigue algún material, antes de desembarcarme definitivamente.

Se nos rompió el teleflex al llegar y nos quedamos sin control de motor, con lo que tuvimos que tirar el ancla fuera de puerto y un poco expuestos. Lo estuvimos arreglando el primer día pero el tema nos duró lo suficiente como para ver imágenes de piragüistas locales, que siempre están con sus canoas polinesias (tienen un flotador lateral para estabilidad) haciendo ejercicio, cercanos al anillo y sus olas rompiendo. Body-surfers utilizan esas olas para surfear también. Otros barcos aprovechan vientos contundentes de atardecer para practicar viradas y trasluchadas.

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En excursiones al interior ví una flor blanca endémica de Raiatea en un valle jungloso donde pude bañarme en un arroyo limpio y sentarme una hora a escuchar. Buena gente. Un día un hombre francés que me iba a llevar unos kilómetros en su landrover acabó dándome un tour completo a la isla entre conversaciones excitadas y existenciales en un francés pobre pero suficiente. Llovía unos minutos, volvía a salir el sol y todo era verde y fresco.

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Los polinesios se mueven dentro del anillo de sus islas en embarcaciones pequeñas, muchas sin motor, y todos tienen junto a su casa, a orillas del agua o sobre ella, un ‘garaje’ donde elevarla y sacarla del agua con una rueda grande y poleas.

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He acabado los días casi siempre en el oeste, donde con visibilidad, puede verse Bora Bora anaranjada por la puesta de sol, entre otros espectáculos y cosas que tiene el pacífico.

Esperando en Tahití

Bitácora pacífico, día 85

Llevo semanas esperando en Papeete, Tahití.
Recuerdo la primera noche, fuimos los tripulantes a un bar de la ciudad muy conocido. Bien urbanizada en el centro, moderna, tráfico, industria, Tahití es el centro de operaciones del pacífico para todos los barcos. He visto los mejores y más impresionantes barcos de mi vida en los muelles de Tahití. Yates privados enormes con avionetas, helicópteros. Veleros clásicos con brillo y barniz en cada centímetro de madera. Cervezas, comida, chicas monas, gente jóven, buena pinta, por primera vez en mucho tiempo. Pero era todo carísimo.

Me quedé a bordo tres noches y después me fui con Carine, la mejor couchsurfing host, donde pude quedarme semanas sin gastar en dormir. Me prestó un móvil viejo para recibir posibles llamadas de capitanes.

La vida pasa tranquilamente pero siempre está esa sensación de estar perdiendo el tiempo, de que no me puedo permitir el no hacer nada. Así que todos los días visito las marinas (Papeete, Taina, lejanas) y compruebo que mis anuncios siguen ahí y les falta algún otro número de teléfono… En Taina alguien quitaba siempre mi anuncio, creo que por competencia, y me cabreaba mucho. Socializaba en el bar de Taina, cada noche lleno de grumetes, capitanes, y tripulantes, hablaba con la gente en cada mesa, me sabía mi discurso en francés de memoria, preguntaba, dejaba mi email, mi número.

Me he reencontrado con la tripulación del primer barco, Zanzíbar, tuvimos nuestras risas, sabíamos que volveríamos a vernos! Me he reencontrado con la familia brasileña Schurmann, famosos por su programa de televisión, que intenté convencer para que me llevaran cuando buscaba veleros en Chile. Me he reencontrado con la pareja de belgas de Hiva Oa. Tahití es el hub.

El resto de la isla es, como todas, impresionante. EL sistema de nubes que gira en torno a ellas hace unos espectáculos de humedad, lluvias y luces en la puesta de sol que son deliciosos. Moorea es visible en el oeste, hermana, y crea más magia en las vistas oceánicas.

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He ido tres veces a Teahupoo, a dedo, más allá del istmo de Tahití.
Quienes sean surferos saben que ésta es una de las olas más grandes del mundo, y corría en estos días un campeonato del mundo allí. Famosos surferos como Slater y muchos locales buenísimos daban el espectáculo.

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Foto de Aurelien Deshayes

No tuvieron mucha suerte con los vientos, periodos y altura de ola. Todos mirábamos las páginas de previsiones meteorológicas buscando el día en que las olas llegaran con los 6 metros famosos de Teahupoo, pero siempre que fui estaban a unos 2.5m.

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Fotos de Aurelien Deshayes

Me encanta el mercado central, como siempre. Está cerca de la marina de Papeete y voy a veces temprano a hacer internet en un café y a observarlo con calma antes de comprar mis frutas. Los pescados de la zona son curiosos.

* * *

Una mañana de éstas, mi teléfono sonó con un número extraño en la pantallita monocromo. Era un capitán italiano. Se llamaba Mario.