La pensión

La sombra de la jubilación, la amenaza oscura de la sociedad.

Dinero para morir. Dinero para morir viviendo lo que no has vivido en tu vida cuando te tocaba vivirlo. Para un crucero de 12 cubiertas y piscina. Dinero cuando ya no lo quieres, cuando no lo necesitas, cuando probablemente lo guardes por una necesidad de guardar que, no se sabe cómo, se ha quedado en tí después de una vida guardando; guardando lo que te han ordenado guardar o haciendo lo que te han ordenado hacer para que no seas un problema del estado en el futuro. O para que consumas en el futuro, hasta tus últimos días.

Así hay gente que piensa que es terrible, que tiene miedo de la carencia o dependencia en la tercera edad, y actúan ciegamente, creen estar seguros de lo que quieren. Pero lo que temen es la carencia o pobreza material; si en su lugar, fuese guiados a desarrollar la riqueza interior, donde los bienes materiales pasan desapercibidos, o no son necesarios, ¿qué miedo?
Tenemos toda una vida para construir una casa donde cultivar, enriquecernos y morir, independientes.

Vivir la vida y morir pobre, o vivir pobre y morir rico.

Esa, parece ser, es la cuestión. Como decía Jesucristo, ‘el que tenga oídos, que oiga’.

* * *

Discúlpenme la gallardía, la crueldad, el realismo; los ofendidos, los cotizantes y pensionistas, perdónenme por lo categórico y lo revolucionario. Soy consciente de la compatibilidad entre trabajar o ‘ahorrar’ toda la vida y ser a la vez rico interiormente.

Viajando por mis edades

Septiembre 2015

Parece ser que por algún favor de nuestra naturaleza, quizás por una reacción química del hipotálamo, a partir de los 60 uno empieza a tener de sí mismo una idea más romántica; qué estupendo tipo era uno. Abuelos sonrientes y pillines lo demuestran con un simple guiño de ojo, o cuando hablan de algun romance o travesura. Incluso en los fracasos debe encontrarse un encanto especial a esa edad. Este pensamiento me hace apostar por ello con viveza, por las sonrisas de la jubilación, o mejor dicho, de la edad: el viaje es mi as de picas.

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Este oceáno pacífico estará en los momentos en que abrí mis ojos, entornados por el sol, rectos, frente a su viento. Lo ví después de luchar contra el mar, y yo era joven y él me miraba.

Y me sentí importante por ello, más allá de afortunado me sentí importante, pues el pacífico era mío y me miraba a mí y me mostraba a mí sus secretos; una sensación parecida a la que tenía cuando iba a la plaza Anaya de Salamanca en mitad de la noche, o por los tejados de la catedral cuando la andamiaron para restaurarla, y por al menos media hora eran míos, ningún otro estudiante de miles se cruzaba con las escaleras de Anaya ni sus jardines, ni se acercaba por allí. Dormían, y yo estaba despierto, como lo estoy mientras viajo en yomelargo.

* * *

De este océano, todo lo que quedará será un momento de fortaleza, de romanticismo y de juventud. El mar, fuerte y bueno, salado y amargo. ¿Pero qué es lo que brilla aquí ahora? ¿Es el pacífico, o es la juventud?
¿Conseguiré cosas en la vida? ¿Tendré amor, dinero, cosas terrenales? Reconocimiento, amistades, una casa, una pensión, lo que sea.
Pero, ¿no es mejor no tener nada en la juventud?

Cuando mi rostro esté marcado por el trabajo, las decepciones, el éxito, el amor, la aceptación de que la vida no es lo que uno quiso o esperó, y aunque mis ojos vidriosos y antiguos, sin ese brillo, sigan buscando ansiosamente algo de la vida que ya se ha ido sin ser visto, como la fuerza, la fantasía de las ilusiones y la juventud, aunque sepa que cometí errores e hice el ridículo, aunque sufro en muchos momentos, pensaré que yo me largué, y si no sonrío senil y espontáneamente, que me aspen.

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Motivaciones y créditos a Joseph Conrad

Sumergido en el Tantauco

Bitácora chilota – 29 Abril 2015

Era tarde y estaba de camino, a pie desde la ruta principal, hacia el parque Tantauco, obra natural máxima del bosque único en el mundo que existe en el sur de la isla de Chiloé; quizás debería llamarlo selva…

No pude llegar y paré aquella noche en el lago más próximo al camino que encontré. Sus orillas no me dejaban acampar, cenagosas y llenas de raíces incómodas; la noche estaba encima y en el único lugar digno que ví, y mientras pensaba ‘por favor, que no haya perros’, uno idiota me olió y comenzó a ladrar sin pausa, rítmicamente, con todos los pensamientos de exterminio que aquello producía en mi mente. Con el rabo entre las piernas volví y decidí entrar en una tierra de pasto con dueños, sí, pero posiblemente de aquellos dueños que se acercan en la mañana con el ceño fruncido, no siendo que algún forastero ande en sus tierras, y tras una conversación cambian el ceño por una sonrisa fruncida.

Orienté mi carpa hacia el oeste, importante y larga decisión siempre al instalarla, y sin sueño ni hambre, observé cómo caían las estrellas de Orión, su espada invertida y colgando del cinturón hacia arriba, hasta casi ponerse en el plano. En 60 segundos de obturador avanzaban un inesperado trecho, y las aguas reflejaban aquellos movimientos.

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Cuando desperté aquella fría mañana otoñal en mi carpita, el lago había desaparecido!! Una bruma densa a la que ya me había acostumbrado en las mañanas chilotas cubría el lago como un edredón. El paisaje no podía ser más otoñal: el sol salía tímido y diagonalmente, la hierba estaba empapada y escarcheada, unas vacas pastaban mecánicamente, sus hocicos exhalando remolinos de aliento condensado, el lago blanco de bruma mostraba en sus orillas juncos oscuros que desaparecían paulatinamente en la niebla hacia aguas profundas. Algunos sonidos venían de aguas adentro, de lo invisible.

Lo malo del frío húmedo es que no se puede recoger la tienda al toque e irse: está tan empapada que necesita un rato al sol para secarse. Lo bueno es que obliga a esperar observando la mañana. Encontré un poste al sol y me senté colina arriba, cuando empecé a oír un ruido de remos por el pequeño lago. Con curiosidad por saber qué tétrica figura cruzaría las tinieblas en un bote, ví que la bruma se iba exactamente mientras aquel hombre avanzaba, como la grasa se disipa con una gota de jabón. Parecía tenerlo calculado, y a la vez era inconsciente del alto grado de estética que estaba impregnando en el lugar, con su lento avanzar y cortar de aguas.

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Creo recordar que nos alzamos la mano diplomáticamente cando nuestras miradas se cruzaron, pero él lo hizo de una manera desinteresada, como si me hubiese visto ya un rato antes, o como si le costase soltar un remo.

Sin bruma en el lago ni rocío en mi tienda, partí hacia el parque, que alcancé a dedo con el único coche que se movía por allí y aún llegué tarde para una visita. Me sumergí rápido, como quien llega a una piscina casi de noche, dejando la mochila grande con el guardaparques en una modesta cabaña.

Me sumergí en aquel único espectáculo de selva y bosque mezclados, con cientos de especies vegetales. Me sumergí de nuevo en lo salvaje, en la madre, en la teta, en el caos perfecto, autónomo e inteligente, allí donde puedes caer rendido en cualquier postura y no te manchas, y no haces el ridículo, donde nadie te observa y te analiza o juzga, donde la mente no tiene a nadie a quien juzgar, ni a sí misma, donde todos tus procesos y deseos son normales para el resto de seres que te acompañan, pájaros carpinteros y árboles pacientes, donde el musgo sabe a verde y el arroyo lleva agua de verdad, donde el corazón lleva más sangre y el aire sabe a libertad, de verdad.

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El suzuki de Max

Bitácora chilota :: 27 abril 2015

Si en aquel momento de enfrentarme a la gran isla de Chiloé sin saber cómo empezar hubiese tenido que elegir a un compañero de aventuras, no habría sido otro que Max.

Max frenó súbitamente su suzuki Samurai porque vio mi mochila y mi dedito en un momento en que el quiere, o necesita, largarse como yo. Su atracción por las aventuras y los mochileros le prestó como el mejor oyente de mis historias, el mejor interlocutor en mil conversaciones sobre diversos temas, el mejor amigo para descubrir Chiloé en aquel pequeño 4×4 y el mejor anfitrión para alojarme en su casa, con vistas a los canales por los que acababa de navegar con el Issuma el día anterior. Y a la puesta de sol.

Cuando le expliqué mis planes para conocer la isla, tras unos minutos de conocernos, se apuntó y lo programamos juntos. Charlamos hasta la madrugada frente a una estufa. Tras desayunar, cargamos dos kayaks en el techo y muchas cosas, generosidades de mi amigo, en el interior del Samurai.
Así comenzó el tour salvaje por la impresionante isla en el suzuki de Max.

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Lo primero fue llegar a la costa oeste de la isla, Cucao, para encontrar el pacífico ya abierto y sin nada más en medio de la inmensidad. Las playas infinitas, tanto a lo largo como a lo ancho, unos lagos interiores y un parque natural oculto de la zona tenían todo a lo que aspirábamos.

Pasamos horas yendo y viniendo por aquella playa. No nos cansábamos de recorrerla, sus orillas, sus dunas interiores. Era de esas playas que, incluso en días soleados, se encuentra uno perdido en sus dimensiones, entre la bruma, que se encarga de hacerle a uno perder los horizontes y la orientación. A cambio de las huellas del suzuki, que eran lo único que parecía efímero en aquel lugar, la playa nos regalaba viento en los oídos y rumor de olas, exactamente con la misma intensidad.

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Nos movíamos impulsados por la ilusión de encontrar un buen sitio donde dormir, y en una de aquellas paradas ví un montón de aves en torno a una gran masa inerte en la arena. Llegamos incorporándonos sobre los asientos del suzuki para averiguar qué era aquello, y nos conmovimos ante una enorme ballena muerta que las carroñeras iban mostrando al resignarse y echar el vuelo.

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Sea cual fuere su historia, el destino de aquel enorme ser, de los más grandes del planeta, estaba allí entre pequeñas aves con hambre y pequeños humanos curiosos. Deseé que su muerte hubiese sido natural, mientras observaba esa fría e irrevocable presencia que permanece durante la descomposición. Pareciera que la muerte sólo se va del todo de un lugar cuando se ha ido la carne, nuestra materia que antes abrigábamos del frío, pareciera que estamos allí donde morimos mientras alimentemos a las moscas, las larvas y los carroñeros, mientras apestamos, pareciera que en los huesos no cabe la vida más. Aquellos huesos, los más grandes que veré, estaban ya descubiertos en la cabeza del animal, quizás sus mandíbulas, y algunas costillas parecían querer escapar de la carne, para morir al fin. El resto del cuerpo estaba en buen estado y caminé sobre él, blando, inerte… vivo.

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Unas tímidas olas de marea creciente comenzaron a lamer sin ascos aquel espectáculo de la vida y la realidad, y tuvimos que irnos y obligarnos a hacer un campamento: los dos éramos muy perfeccionistas para conformarnos con cualquier lugar, yo quería hacer fuego y cocinar.

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Finalmente nos cobijamos del viento tras unas dunas y tuvimos toda la playa, las estrellas, ron, y una mañana perfecta paseando entre vacas playeras antes del café. Llegar hasta la orilla era un buen paseo, como para decir hastaluego.

Más tarde, conduciendo, teníamos la palabra WILD en la boca y entre risas, buscábamos realmente un lugar muy salvaje donde acampar, en el bosque, en un lago, en lo desconocido, en el riesgo, en la posibilidad de la adrenalina, en lo remoto, en lo WILD. Entramos en aquel parque privado y buscamos con un gps el lago de los mapas. Llegamos muy cerca y en varias ocasiones salimos del coche a buscarlo, queriendo encontrar una orilla decente. Pero no hay rutas. Max jamás se echaba atrás cuando le animaba a meterse por aquí o por allá, cuando poníamos el suzuki en agua hasta que entraba por las puertas, cuando entrábamos en lo salvaje y gritábamos ¡WILD!

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Finalmente encontramos el lago Tepuhueico y no había nadie del parque. Nos quedaba una abandonada orilla perfecta para acampar y lanzar los kayaks a las heladas aguas.


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Empezamos a remar con calma, toda la calma que aquel lago nos transmitía, con la seguridad de que no había nadie alrededor y con todo lo que aquella sensación provocaba. Podía escuchar perfectamente las paladas de Max en la distancia, tal era el silencio; podía ver perfectamente las nubes reflejadas en el agua, tal era su estabilidad. En la lejana orilla que alcanzamos, unos juncos bailaban con nuestras ondas retorciéndose con sus reflejos.

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Una playita de una casa encerrada en el espeso bosque nos pareció ideal para la esperada merienda viendo la puesta de sol. Desde que se ocultó entre nubes, un frío intenso invadió el lugar y se hizo difícil volver a las mojadas canoas. Esperamos sin miedo hasta el final del espectáculo: los dos sabíamos que habríamos de volver de noche, mojados y helados, pero no nos importaba, aquel presente era difícil de soltar.

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Las nubes se tiñeron con vetas naranjas antes de morir, tanto en el cielo como en el agua, y supimos que era el momento. Fijamos unas referencias en las colinas del fondo para no perder la alineación, y salimos tranquilos de vuelta. Hasta paramos en el medio del lago, tumbándonos en los kayaks frágilmente, observando las estrellas y flotando en giro con las manos, como la aguja de una brújula. El fuego calentaría después nustros pies y nuestro estómago.

A la mañana siguiente Max tuvo que trabajar y yo aproveché para tomar prestada del parque una canoa canadiense estable y estanca, con la que fui a buscar madera para el almuerzo, y descubrí a lo lejos un templete sobre las aguas y el silencio. Aún había una bruma matutina y el sol estaba rodeado por una aureola inmensa de medio cielo que se reflejaba en el agua. Ténues colores otoñales capeaban el horizonte, y sólo algunas aves se oían a veces lejanas entre mis paladas. Los suaves juncos arañaron mi canoa como un cepillo blando y la proa golpeó también suavemente el embarcadero, una hermosa proyección sobre el agua de algún romántico del lugar.


La madera crujía peligrosamente a punto de morir, y calculé mis pasos sobre las viguetas hasta el templete. ¿Qué podía hacer allí, sino sentarme y comulgar de nuevo con uno de mis silencios?
El templete se rompía en cachos y no podía moverme mucho. Saqué mi grabadora y grabé aquel silencio, que lo era sólo porque muy de vez en cuando algun ave se aburría de no oír nada y graznaba para marcar el tiempo, o para demostrar que uno no está dormido, o soñando. Un archivo de sonido que quizás no tenga sentido guardar, pues tiene más ruido electrónico que ambiental, pero no sé, quizás algún día lo escuche y algo haga click en mis oídos, transportándome de nuevo a aquel genial templete de soledad y meditación.

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De nuevo con Max, no nos conformamos hasta que encontramos, por senderos de enanos y leyendas, y metiendo el suzuki por estrechos berenjenales, la catarata del Tepuhueico, que rellena de murmullo este bosque chilota.

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Las aguas siempre rojas de la zona, por efecto de las raíces del
tepu y de los millones de hojas que las tintan, rugían en el bosque y formaban densos bloques de espuma que, río abajo, parecían bloques de hielo buscando con calma una salida al pacífico. Como yo.

Achao – Castro

Bitácora chilota . 23 Abril 2015

La marea de Achao había bajado tremendamente aquella mañana. Hicimos bien en quedarnos lejos de la orilla. El sol resplandecía horizontal y sin nubes, la bruma se esfumaba lentamente y las chimeneas empezaban a hacer emisiones de humo aquí y allá. Se oían las voces de los pescadores, con ese tono permanente que tienen ellos, como los capitanes, de ‘ya lo decía yo’.

Desde la goleta veíamos el pueblo completo, la playa y los barcos pesqueros. Richard insistió en subir su pesado dinghy (de madera) hasta el paseo marítimo, recuerdo quejarme por ello. Pero una vez atado, me esfumé por las calles como el humo de las chimeneas, quién sabe, quizás necesitaba hacer uso de una libertad que nunca me fue arrebatada pero que echaba de menos. Ví ventanitas de madera, niños aplicados estudiando detrás de ellas, gente despertando y saludando con dientes a los otros, sólo porque había sol. Definitivamente, los dientes tienen miedo de la lluvia, y se esconden de ella.

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Nos separamos. Teníamos que hacer cosas en la civilización, o eso parecía. Conseguí miel de ulmo y unos calcetines malos en el mercado. Y una libretita para estudiar francés con un diccionario de Richard. Supongo que ya sabía que me tocaba pasar por territorios franceses más adelante, en el mundo.

Nos juntamos en la plaza central, donde una de las iglesias más impresionantes del famoso circuito de iglesias de Chiloé levantaba toda su madera perfectamente, vieja pero firme, cada tejuela en su sitio en todo el exterior. En lo alto de la cruz, uno de esos carroñeros negros de la zona se burlaba como trayendo un mal presagio.

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Me encantó Achao por la sensación de que la vida allí era una vez más tranquila, y sus gentes no se iban a estresar fácilmente aún con razones. Y cuanto más lejos de todo, más buenas son las gentes y más amables y más ayudan. Creo que las carreteras y los aeropuertos contaminan muy rápido…

Ya a bordo, comprobé con luz solar que seguíamos teniendo algas en la hélice, super agarradas. Había que bajar con cuchillo. Con la boca pequeña, me ofrecí para el trabajo, obviamente: es lo menos que puedo hacer a cambio de estas aventuras, buscadas pero regaladas. Con un extraño neopreno en la parte de arriba un tanto retro y sobre-tallado, máscara y cuchillo, salté a las heladas aguas patagónicas, y supe lo que era un inesperado baño allí. Mis conocimientos de apnea poco podían hacer con el frío, que no me dejaba respirar normalmente; la cabeza me empezó a doler tremendamente tras pocos segundos y tuve que librar al barco de aquellas algas cabronas en dos inmersiones. «Claro, normal», pensaba al subir y mientras recuperaba la respiración, observando que en el horizonte oriental, como una pared negra y blanca levantada por la costa, los Andes, aunque algo lejos, estaban presentes con sus nieves otoñales, recientes y congeladoras.

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Pero cuanto más frío, mejor es la sensación de ponerse ropa seca y sentir el pelo mojado después. Y aunque no lo recuerdo, estoy seguro de que uno de aquellos tés calientes que tomábamos contínuamente llegó a mis manos mientras la hélice, ya libre y con las aspas bien desplegadas, arremolinaba agua tras la popa mientras zarpábamos hacia Dalcahue y Curaco de Vélez.

* * *

Al día siguiente zumbábamos con el motor por estrechos canales naturales, viendo pueblos y casas en las laderas paralelas. Cuando llegamos a Castro, capital de la isla principal de Chiloé, ya desde a bordo nos sorprendió el mosaico de colores de sus casas, pero también la marabunta, los coches y los centros comerciales. Fondeamos con una magnífica vista de su bahía principal, junto a un barco chilota genuino, que observábamos en silencio con el extraño sabor de boca de una eminente despedida, que tiene un punto de amargo pero también una ilusión por nuevas aventuras.

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Abracé a Richard cuando nos llevó a tierra, sabiendo que se valería por si mismo fácilmente para llevar a Issuma a otros puertos venideros, como ha hecho antes. Regalé a Olga, en la estación de autobuses, la pipa que compartimos en cubierta a veces para saborear algo de tabaco y poner los puntos sobre la íes de los buenos momentos. Ella me dio un pañuelo que sujetaba mis melenillas en el viento.

Caminé solo por Castro pensando en el teatro de la vida, en los grandes papeles que mis dos últimos actores habían hecho, y en cuánto les habrían pagado por ello. El hostal más barato de la ciudad era un piso de una familia donde alquilaban una habitación. Me dí la ducha del siglo, con acondicionador y todo (esto es cada mucho) para librarme de unas rastillas, y dormí sin vaivenes ni escoras.

Al día siguiente ví una curiosa iglesia más de Chiloé, donde el silencio y la soledad me hicieron mirar arriba y descubrir un precioso techo de estrellas que parecían imitar alguna constelación. Qué enigma el de las iglesias chilotas. Parecieran pertenecer a una religión distinta y especial.

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De allí empecé a hacer dedo hacia el sur de la isla sin esperanza, pues en ciudad no paran, hay que salir a las afueras. Pero fue levantar el dedo sin siquiera mirar atrás, y un estupendo actor pegó una frenada histórica en el peor sitio de una ruta urbana.

Se llamaba Max y conducía mi coche favorito.

Los Andes desde el Mar

Bitácora chilota :: 22 Abril 2015

De madera y no de acero son los barcos clásicos chilotas. Los hacen, por cierto, en las orillas de sus islas, más grandes o más pequeños, y entre unos amigos. Mucho han de saber para que esas largas quillas corridas, que pertenecen a un sólo tronco de un generoso árbol, aguanten vientos y mareas y el ensamblaje final no permita la entrada de agua.

En la misma isla de Mechuque paramos en otra bahía, con un grupo de casitas, donde quería conseguir unos choritos o mejillones para cocinar una paella. Los pescadores ya estaban retirados, así que caminamos cruzando el pueblo hacia la playa oriental, pasando por otra de esas originales iglesias de madera, con torre redonda, donde unos niños rompían el silencio desde dentro de una escuela. Era otro pueblo parado de Chiloé, prácticamente desierto, pero con vida.

Recogimos madera para las estufas del barco, y unas peludas y grandes vacas dormidas nos dieron el visto bueno con un abrir y cerrar de ojos al pasar a la playa de piedras; nos llamaron la atención muchas plantas marinas algosas, pero tan duras como el plástico y de formas extrañas. Enormes colchones de éstas flotan en el mar y navegábamos entre ellos. Junto a ellas, decenas de medusas de gelatina pura yacían en las piedras, pero creo que vivas; me quedé junto a una mientras la marea llenante la alcanzaba, y juraría que la ví empujar contra las olas cuando flotó.

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En el horizonte, los Andes. Desde las islas de Chiloé, solo enormes picos nevados, algunos quizás con las primeras nieves de este invierno, se ven sobresaliendo brutalmente. Volcanes espectaculares y picos desgarradores que obeservamos solo unos minutos, pues Richard objetó que era hora de zarpar. Pero desde el barco, rumbo a Achao, eran más bonitos, quizás por la magia de navegar con tal marco.

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Hacía sol, el viento venía moderado de través y avanzábamos con ritmo. Las velas embolsaban y portaban contentas. Me puse manos a la obra, igualmente, con la paella. Teníamos hambre y podía darle el sabor con unas cuantas patas de centolla que nos quedaban, y su caldo. Quizás no fuese muy amarilla pero nos dio, con algo de vino, el mediodía.

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Olga se despistó y atravesó un colchón de esas algas con el barco. Nos ralentizó y se hacía imposible librarse de toda la maraña del timón y hélice ni con arpón y cuchillo: impresionante fuerza en esta planta. Con aún unas pocas bajo el casco, continuamos mientras Richard miraba la perilla del mástil y decía:
-This is fisherman weather.

La vela fisherman era mi preferida: nueva para mí, daba al aparejo de la goleta una estética especial, al ser vela cuadrada y con cuatro puños; pico, garganta, amura y escotas, o así lo traduzco del inglés. Al estar ahí arriba entre los mástiles, hace al barco escorar mucho y se iza solo con determinados nudos de viento. Da un comportamiento más ardiente si el viento no es constante y hay que arriarla muy rápido si se complican las cosas, por lo que dejaba sus drizas en cubierta en forma de ocho y con el chicote abajo, para dejarla caer controladamente. En fin, motivantes cosas de barcos, contaría mil y una.

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Pero no todo el mar es orégano. El viento desaparece como aparece, y lo que pareció ser un corto tramo feliz se prolongó horas y horas, tack after tack, virada tras virada, bordo tras bordo, nuestro zigzag con el escaso viento que se nos puso de frente; nos vinieron los colores, las estrellas, y Achao seguía siendo un punto blanco que se ensanchaba horizontalmente al acercarnos.

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A la orden de Richard, dejé caer 40 metros de cadena tras el ancla bajo la oscuridad, ya en Achao y lejos de otros barcos, siempre locales, y de la orilla, siempre peligrosa cuando la marea baja. Las luces de Achao nos encandilaban, estábamos cansados, y hacía frío. Pero estábamos en un nuevo pueblo mágico de Chiloé, y esas estrellas hablaban de soles picantes tras nuestros sueños de esa noche.

Mechuque

Bitácora chilota – 20 Abril 2015

Pasado aquel temporal en Ayacara, podíamos cruzar el estrecho de Chiloé continental a Chiloé insular, para empezar a ver las islas que nos interesaban antes de acabar nuestro periplo en la capital de la gran isla, en Castro. Navegábamos de ceñida e izamos las cinco velas del Issuma. El frío viento nos mantenía abrigados mientras nos calentábamos con tés y cafés.

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Era tarde cuando entramos en la bahía protegida de Mechuque, y los colores de los barcos y las casas al entrar hicieron juego con los naranjas horizontales del atardecer. Fue una llegada tranquilizadora. Fondeamos lejos del fondo de la bahía, desde donde venían sonidos sordos de martillos que construyen barcos de madera.

A la mañana siguiente, soleada, nos lanzamos a ver el pueblo, y entramos en modo silencio de nuevo, pues el lugar era de aquellos que no se ven fácilmente y atraen el interés en cada esquina. El viaje en barco, o mejor, el agua, te deja en sitios que no son accesibles de otro modo. A mí me parecía estar en un pequeño pueblo pesquero escocés, con todas las casas hechas íntegramente de madera, cuyos tejados y exteriores se cubren con tejuelas de esa madera local de alerce que se cierra con el tiempo y es a prueba de agua durante años.

El pueblo estaba desierto y silencioso. Un museo de navegación cerrado y un antiguo bar roto y abandonado pero pintado en un color alegre nos recibieron. Después, una surrealista intersección de 3 calles nos abrió a un puente de madera con un templete a dos alturas en la mitad, mágico lugar para unos niños que no existen en el pueblo. Parece que aquí la gente sigue emigrando a las grandes ciudades, cuando yo siento lo contrario, yo viviría aquí tranquilo, a falta de algo que me ate, que no sé qué es pero supongo sigo buscando.

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Desde allí arriba ví que al otro lado nos esperaba una idílica iglesia, de madera, y un parque donde nos cruzamos con un policía!! Sonreía y nos habló, aburrido, parecía feliz.

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Una gran casa abandonada nos permitió cucear sus interiores viejos pero que hacían puertas a la imaginación y al espontáneo deseo de ‘okuparla’. Por sus ventanas, la naturaleza amenazaba con quedarse por siempre con el lugar.

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Richard decidió volver al barco, pero las pequeñas dimensiones de la isla me hicieron intuir que debería haber un lindo camino de tierra alrededor, o a través, sólo los locales me facilitarían esa información, si salían de sus escondrijos. Olga se animó y caminamos fuerte, sin saber cuántas horas nos llevaría la jugada.

Cuando volvimos a ver nuestra bahía tras unas horas caminando en círculo, descansamos sentados y almorzamos; un extraño hombre nos molestó por estar en aquel lugar. Cuando le explicamos que sólo queríamos ver las vistas, nos obligó a seguirle, con mi atenta mirada de desconfianza.

Sólo quería, como todos los hombres buenos de estas tierras, llevarnos a ver las mejores vistas del lugar: las de su casa. Una preciosa finca en las alturas, un café fortísimo que nos hizo cagar en su casa entre risas, una bizarra conversación y, finalmente, una sentada en su jardín, desde el que sí, teníamos las mejores vistas de la isla, las otras islas, el mundo, y nuestra pequeña goleta roja, siempre esperándonos a palo seco.

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