Achao – Castro

Bitácora chilota . 23 Abril 2015

La marea de Achao había bajado tremendamente aquella mañana. Hicimos bien en quedarnos lejos de la orilla. El sol resplandecía horizontal y sin nubes, la bruma se esfumaba lentamente y las chimeneas empezaban a hacer emisiones de humo aquí y allá. Se oían las voces de los pescadores, con ese tono permanente que tienen ellos, como los capitanes, de ‘ya lo decía yo’.

Desde la goleta veíamos el pueblo completo, la playa y los barcos pesqueros. Richard insistió en subir su pesado dinghy (de madera) hasta el paseo marítimo, recuerdo quejarme por ello. Pero una vez atado, me esfumé por las calles como el humo de las chimeneas, quién sabe, quizás necesitaba hacer uso de una libertad que nunca me fue arrebatada pero que echaba de menos. Ví ventanitas de madera, niños aplicados estudiando detrás de ellas, gente despertando y saludando con dientes a los otros, sólo porque había sol. Definitivamente, los dientes tienen miedo de la lluvia, y se esconden de ella.

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Nos separamos. Teníamos que hacer cosas en la civilización, o eso parecía. Conseguí miel de ulmo y unos calcetines malos en el mercado. Y una libretita para estudiar francés con un diccionario de Richard. Supongo que ya sabía que me tocaba pasar por territorios franceses más adelante, en el mundo.

Nos juntamos en la plaza central, donde una de las iglesias más impresionantes del famoso circuito de iglesias de Chiloé levantaba toda su madera perfectamente, vieja pero firme, cada tejuela en su sitio en todo el exterior. En lo alto de la cruz, uno de esos carroñeros negros de la zona se burlaba como trayendo un mal presagio.

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Me encantó Achao por la sensación de que la vida allí era una vez más tranquila, y sus gentes no se iban a estresar fácilmente aún con razones. Y cuanto más lejos de todo, más buenas son las gentes y más amables y más ayudan. Creo que las carreteras y los aeropuertos contaminan muy rápido…

Ya a bordo, comprobé con luz solar que seguíamos teniendo algas en la hélice, super agarradas. Había que bajar con cuchillo. Con la boca pequeña, me ofrecí para el trabajo, obviamente: es lo menos que puedo hacer a cambio de estas aventuras, buscadas pero regaladas. Con un extraño neopreno en la parte de arriba un tanto retro y sobre-tallado, máscara y cuchillo, salté a las heladas aguas patagónicas, y supe lo que era un inesperado baño allí. Mis conocimientos de apnea poco podían hacer con el frío, que no me dejaba respirar normalmente; la cabeza me empezó a doler tremendamente tras pocos segundos y tuve que librar al barco de aquellas algas cabronas en dos inmersiones. «Claro, normal», pensaba al subir y mientras recuperaba la respiración, observando que en el horizonte oriental, como una pared negra y blanca levantada por la costa, los Andes, aunque algo lejos, estaban presentes con sus nieves otoñales, recientes y congeladoras.

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Pero cuanto más frío, mejor es la sensación de ponerse ropa seca y sentir el pelo mojado después. Y aunque no lo recuerdo, estoy seguro de que uno de aquellos tés calientes que tomábamos contínuamente llegó a mis manos mientras la hélice, ya libre y con las aspas bien desplegadas, arremolinaba agua tras la popa mientras zarpábamos hacia Dalcahue y Curaco de Vélez.

* * *

Al día siguiente zumbábamos con el motor por estrechos canales naturales, viendo pueblos y casas en las laderas paralelas. Cuando llegamos a Castro, capital de la isla principal de Chiloé, ya desde a bordo nos sorprendió el mosaico de colores de sus casas, pero también la marabunta, los coches y los centros comerciales. Fondeamos con una magnífica vista de su bahía principal, junto a un barco chilota genuino, que observábamos en silencio con el extraño sabor de boca de una eminente despedida, que tiene un punto de amargo pero también una ilusión por nuevas aventuras.

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Abracé a Richard cuando nos llevó a tierra, sabiendo que se valería por si mismo fácilmente para llevar a Issuma a otros puertos venideros, como ha hecho antes. Regalé a Olga, en la estación de autobuses, la pipa que compartimos en cubierta a veces para saborear algo de tabaco y poner los puntos sobre la íes de los buenos momentos. Ella me dio un pañuelo que sujetaba mis melenillas en el viento.

Caminé solo por Castro pensando en el teatro de la vida, en los grandes papeles que mis dos últimos actores habían hecho, y en cuánto les habrían pagado por ello. El hostal más barato de la ciudad era un piso de una familia donde alquilaban una habitación. Me dí la ducha del siglo, con acondicionador y todo (esto es cada mucho) para librarme de unas rastillas, y dormí sin vaivenes ni escoras.

Al día siguiente ví una curiosa iglesia más de Chiloé, donde el silencio y la soledad me hicieron mirar arriba y descubrir un precioso techo de estrellas que parecían imitar alguna constelación. Qué enigma el de las iglesias chilotas. Parecieran pertenecer a una religión distinta y especial.

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De allí empecé a hacer dedo hacia el sur de la isla sin esperanza, pues en ciudad no paran, hay que salir a las afueras. Pero fue levantar el dedo sin siquiera mirar atrás, y un estupendo actor pegó una frenada histórica en el peor sitio de una ruta urbana.

Se llamaba Max y conducía mi coche favorito.

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