Los Palaung

10 junio 2016

«Cada paso es más duro. Joder con el barro, llevo unos skies de barro bajo las botas, es imposible ascender estas montañas por este camino de barro y sin parar de llover intensamente. Avanzaría más a través, pero es tarde y la orientación es complicada.»

Todavía hay cosas en mi mochila con peste a humedad desde aquellas intensas lluvias monzónicas de Birmania en las montañas de Hsi-Paw, que me hacían perder la paciencia. El día había empezado bien, caluroso y soleado con una catarata completamente marrón café-con-leche, que me dió no se qué bañarme en las frescas aguas opacas, sin saber qué profundidad o qué monstruos flotarían más abajo.

Dos horas más tarde, saliendo ya de toda civilización, empezó a llover para nunca parar. Pasaba por una última aldea de cuento, muy birmana, y sus antiguas casas de madera me llamaban la atención en un silencio sepulcral. Como creía estar preparado, continué bravo hacia la lluvia cerrando mi chubasquero. No pasó mucho hasta que tuve que correr a una cabañita de las que usan para descansar de labores agrícolas, para dejar de empaparme y de paso comer algo.

La lluvia iba y venía, a veces cantaba y otras chillaba, pero nunca paraba. En un canto suave, aproveché para seguir pero ella volvía a chillar y luego susurraba; así pasaron horas de lodo, agua y sudor, con la advertencia adicional de que en aquella zona había saltado una mina antipersonas a un perro de un grupo fuera de ruta hacía un par de meses, o sea, sin salirse del camino por si aquello.

En otra pérdida de paciencia me refugié en otra cabañita de aquellas donde había tres refugiados locales, dos mozos y una moza que siesteaba. Se despertó con mi grave voz y no pareció gustarle, pero yo ya me había quitado las botas para sacarles agua y empezaba a preparar mi cocinilla para un café instantáneo de aquellos de allí.

Poca comunicación y mucho silencio hasta que decidí pegar un tirón hasta una supuesta tetería de montaña donde recuperar más fuerzas y escuchar a unos hombres gallitos jugar a algo y ver que incluso en estas condiciones se puede ir en moto, sin matarse, por tal lodazal.

Con otros visitantes extranjeros seguí caminando, menos lluvia, con el objetivo de pernoctar en la aldea de Pankaw, pero yo ya estaba viendo cabañas lindas en las laderas, donde pasar la noche que había visualizado, en una Birmania profunda, así que dejé escapar al grupo para desviarme. Tenía víveres, refugio y agua, y simplemente quería utilizarlos ya que su peso me había dado sudor extra en el ascenso.

Me alejé buscando la perfección; fuí estúpido de nuevo, quería vistas y confort. A veces se encuentra, y es algo pletórico, pero muchas no. Rendido en la lluvia y en la niebla, y por consejo de unos campesinos que decían que los ‘militares’ podrían descubrirme de noche y cuestionarme, caminé frustrado, entrando en la aldea, y una magia notable me hizo saber que era allí donde tenía que estar.

* * *

Esquivando diestramente a dos muchachos que me intentan alojar en sus casas -nunca me vendo al primer postor ni al último, sino a mi propia e insistente búsqueda individual- paso por dos árboles de hadas, enormes, en una intersección preciosa de entrada a la aldea. Sigo queriendo tener vistas en la noche y el despertar, bruto yo, y subo sin aliento a lo más alto de la aldea donde una idílica chimenea humea en la lluvia, y en la niebla.

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No hay luz en ls casas de este pueblo, pero un hombrecito de esta tribu de los Palaung sale y tras unos gestos indicándole una casa que me gustaba, me lleva a una mujer caminando con la última luz entre casas silenciosas de madera, la cual me ofrece de pronto una casa para mí solo, ya en la oscuridad.

No es sino su casa, pero dice que no me cobrará nada porque yo tengo mi comida y solo pagaré algo simbólico por dormir. Eureka.

Aun teniendo un frío extraño por el sudor y la humedad, me meto directamente bajo un chorro de la cañería rota del tejado para ducharme en frío y quitarme el día, ponerme ropa seca.

Cuando se cerró la puerta detrás de mí, en el confort de lo seco me puse a cotillear aquella casa, que sabía a tatarabuelo de pueblo antiguo de la carballeda zamorana.

Unas fotos en la pared, de esas que fueron en blanco y negro pero se colorearon a mano con colores muy artificiales, me detienen unos minutos. El más jefe de todas, un militar, con chaqueta y gorra de alto rango, posa de semi-perfil, como todos los demás, con el estilo de una época remota, la mirada perdida, una semi-sonrisa.

Los cacharros, la cocina, viaje en el tiempo, canecos. De pronto me decido, en un parón de lluvia, a lanzarme a la calle con un paraguas antes de sentarme a cocinar, con el pelo aún húmedo y ganas de ver algo de la aldea en aquel largo día.

Mis pies rara vez salen de un charco contínuo en la oscuridad, rota por luces de velas en las ventanas del monasterio, que me llaman. -Tenía que haber venido directo a dormir aquí, pienso. Enormes dependencias abiertas, con grandes ventanas que no cierran pero con vistas al interior del pueblo.

«Evita los lugares amplios, y permanece en lugares reducidos«,
decía un antiguo monje de mi infancia.

Finalmente llego a la sala principal y encuentro, frente al Buda, un monje adulto que lee el tripitaka robóticamente, como aquel de Hsi Paw. Es otro sonido que se perderá en mi memoria.
Unos pasos atrás, cinco niños monjes juguetean en silencio en lugar de escuchar atentamente y meditar, pellizcándose unos a otros sin un hacer un ruido que pudiese hacer a su mentor girarse, y regañarles.

Más intenso es mi silencio, hasta estoy respirando con eficiencia silenciosa, pues si cualquiera de los seis me advirtiese, se echaría a perder una de las imágenes, a la luz de las velas, que más me encantaron de Birmania.

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