Tren birmano a Hsi-Paw

8 Junio 2016

Eran las 2am y otro de esos autobuses birmanos nocturnos me dejaba en una estación perruna de Mandalay, llena de charcos, barro y sombras.

No había dormido mucho: el conductor pita a cosas invisibles de la carretera, y el pitido de un autobús es toledano. El gobierno birmano, en un aparente impulso de independencia o evolución, dijo que se acabó lo de conducir por la izquierda, que por la derecha. Pero no se dieron cuenta de que todos los vehículos tienen el volante a la derecha; la consecuencia es que el conductor ciego a la derecha y un par de copilotos van a la izquierda diciéndole lo que ocurre en el otro carril, con la consiguiente fiesta en cabina.

Entre sueños y un voraz impulso de atacar al conductor el viaje pasó, sin embargo, rápido.

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A las 4 de la mañana salía el primer camioneto hacia Pyin Oo Lwin, de noche: la major opción para salir de la ciudad pesada era en la parte de atrás abierta y metálica y dura de un transporte barato. La claridad llegó con las primers montañas que conocí en Birmania, y con ellas, un súbito frío en aquel camión que me hizo buscar abrigo; con la espalda rebotando en un hierro, las dos manos asidas a otros dos, el balanceo y el frío, aun recuerdo dormir un poco.

Caminando en Pyin Oo Lwin hacia la estación de tren me alegré tremendamente de haber escogido aquel pueblo para un retiro de meditación: el calor espeso de Birmania no iba a ser un enemigo fatal allí… Pero hasta entonces, pasaría 5 días en las montañas remotas de Hsi-Paw, y me subí a un tempranero que tardaba 6 horas pero me regaló, cuando no estaba dormido, los mejores momentos de tren birmano que recordaré.

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Una velocidad nunca superior a 40km/h. Unas vías de tren de muy, muy dudoso paralelismo. Unos meneos de vagón de despertarse pensando que estábamos descarrilando y casi gritar, hasta ver la cara normal de algún pasajero y relajar la pestaña… de nuevo. Unos pasajes por roca donde cabía el tren y nada, nada más, cero brazos sacados por la ventana como en otros momentos. Una contínua hojarasca y maleza golpeando los laterales, de una naturaleza creciente que a veces dejaba en mi regazo o asiento hojitas y florecillas. Unas estaciones deliciosas con personas muy cargadas y hombres con banderas, funcionarios que a veces están en el medio de la nada con una bandera, en una intersección, y deben pasarse la vida ahí, saliendo de un agujero cada vez que pasa un tren, para señalizar algo incomprensible. Unos revisores de tren de película de Hollywood, con uniforme, delgadísimos, el cuello de la camisa ajustado pero con holgura para meter dos dedos, y sucio, una piel oscura y arrugada, gorra y chaqueta azules, yendo y viniendo como si hubiese mucho que hacer, y sobre todo sonriendo, sonriendo a todos los que van fumando o con los pies apoyados en las ventanas, siempre abiertas aunque llueva, los ceniceros de los asientos aún realizando su función, mugre ferrosa, óxido, y años.

Y el sonido. El sonido maravilloso y cíclico de las ruedas golpeando empalmes demasiado malos entre tramos, un delicioso techno hipnótico que no publico aquí por culpa de unos ladrones que deben estar ahora mismo grabándose los huevos con mi tascam -nótese la irritación-.

Lo mejor de todo fue que una portuguesa maja que conocí en el viaje de ida con un argentino salao me despertó atenta para que no me perdiera el paso por un puente largo y viejuno que deja abismos bajo las ventanas hacia la jungla, una altura incalculable y un despunte de infraestructura en el medio del país.

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De mis experiencias en Hsi Paw me quedo con un largo paseo en bicicleta que acabó en un monasterio delicioso. No sé qué época del año atravesamos para los budistas, pero en aquellos días, de los megáfonos de todos los monasterios salían, con bastantes decibelios, y a cualquier hora incluso de madrugada, unos cantos curiosos y cíclicos, como repitiendo frases con la misma entonación, y la verdad, algo de dejadez. Entendí que hablaban el Tripitaka completo, la palabra de Buda, durante unos días, y cada cierto tiempo podía notarse un cambio de voz y de personalidad en el discurso amplificado, pero no en la entonación ni en las palabras. Me acerqué atraído por el sonido y entré sigiloso, dejando mis chanclas en la entrada, lento. Caminé paso a paso muy atento, y lo primero que ví fue un joven monje en un cuarto, a través de una puerta entreabierta, sus ojos cerrados. Hacía meditación de caminar, pies lentos y cercanos, dando vueltas en la habitación, tal vez hipnotizado con los cantos omnipresentes.

En la sala principal del templo, junto al altar de Buda, unos cables indicaban el lugar de donde procedía el sonido. Un monje adulto, con gafas y muy concentrado, la boca en un micrófono, leía las frases de un gran libro escrito con el precioso alfabeto birmano. Me acerqué tanto que pude distinguir su voz directa por encima de la voz amplificada por unos aparatos que no tenían nada que ver con las antiguas y austeras visiones que tenía delante, de suelos de madera, escasos muebles y otras simplezas monásticas.

Un grupo de 4 hombres respetables y maduros conversaba en una esquina, y hasta que no estuve a un metro de ellos, no pararon para darme su aprobación con un nodding y sonrisas de bienvenida y aceptación. Éste suele ser el recibimiento en los templos budistas, donde no existe el mal ni el ladrón, y cualquiera es bienvenido con confianza. Hablaban bajo para no despistar a su compañero, absorto en el libro, a la suficiente distancia.

Respeté a Buda y salí por otro lado: un niño monje, su cabeza pelada y pura, barría con esmero. Después se dedicó conzienzudamente a otras labores, ignorando o no importándole mi presencia, rellenando con cariño todos los depósitos de agua de los monjes hasta el borde, parecía no existir otra cosa en el mundo para él, jamás me miró.

Las etapas de la vida de un monje están bien organizadas en el esquema del templo. Nunca falta de nada a nadie. Los jóvenes trabajan y mendigan las calles, cantando por comida o dinero; algún día pasarán su iniciación, progresarán y podrán dedicarse a cocinar, servir a los adultos, y más allá en el tiempo, si no deciden llevar una casa y familia, a ser monjes renunciados y entregar todo su tiempo y humilde servicio al lento camino de sus espíritus.

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