Volver a Cuba

Para volver a Cuba, solo es necesario escuchar uno de sus sonidos. Un viajecito al pasado, si se me permite. Podría escribir doscientas entradas aún hoy sobre Cuba y las fotos y sonidos que tengo de ella.

Acabo de encontrarme con éste, que es mi favorito.

Santiago y el caribeño (click)

Un sonido que representa uno de mis mejores momentos en Cuba, cuando deambulaba por las calles de Santiago durante el festival Caribeño, menudo ambiente.

Me llamó la atención el sonido de una máquina de escribir muy antigua y una mujer que escribía con cuidado junto a una ventana en la que me coloqué sin ser visto.

Después camino un poco y chás! la espontaneidad, una mujer canturrea mientras se cruza conmigo, y chhásss! me encuentro con unos tipos de los que tocaban en la calle y que me interpretaron uno de mis preferidos, así por coincidencia: Candela.

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Cambian la letra y la adaptan para mí (este señol… está grabando), y les prometí que les pondría en internet… Uno de ellos era espectacular con el saxo, guitarra, el tres y voz.

Un buen paisaje sonoro de Cuba.

Otro viaje por Santiago es cuando entonces… bailé salsa!

Pero las ciudades

Cuando llegué a Auckland y sentí la energía de la ciudad me dí cuenta de que las últimas ciudades grandes por las que había pasado eran Valparaíso y Santiago, en Chile, hacía seis meses, antes de la cruzada del pacífico.

Fue genial porque Nueva Zelanda es genial y ha sido al pasar por las ciudades brillantes, civilizadas, ejemplares y modernas de países bien establecidos como este o Australia, que la energía de las ciudades me absorbió y me hizo entrar en un mar de reflexiones acerca de la evolución de nuestra especie y de mi propio encaje en este patrón tan deliberadamente asentado que son los núcleos de vida humana. Una verdadera relación amor-odio:

Yo pensaba que me había librado de ellas, pero las ciudades tienen a veces algo que te aprieta y te hace entender que son parte de tu vida y de tu generación, y que has de participar de ellas. Quizás tengan cosas que necesito, o que me gustan, o de las que soy adicto. He pasado demasiado tiempo en ellas. No voy a vivir en una después de largarme (creo), pero tienen algo que siempre me va a interesar, que no puedo negarme. Aunque creo que el futuro no está en las ciudades, que ese no es el camino, me atraen tal vez porque representan en gran medida una de mis obsesiones: el futuro.
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El meridiano 180º

día 133 de la bitácora pacífico
14 octubre 2015

Probablemente, una de las cosas más interesantes que pasaron por la cabeza de Exupery cuando escribió el principito fue lo de poder ver las puestas de sol más de una vez por día, corriendo simplemente su silla unos pasos adelante en su pequeño planeta.

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Viajar contínuamente hacia el oeste, en la dirección del sol, es como perseguirlo sin llegar nunca a alcanzarlo. Es una bonita sensación de caminar hacia la iluminación, hacia la luz, la belleza del atardecer, hacia el descanso, hacia casa. Los días son un poquito más largos, los he estirado con cada uno de mis pasos hacia el sol, he ganado tiempo, o mejor, más vida.

Un regalo del universo. Pero el universo es tan exacto como caótico, y en algún momento las cosas se ajustan para volver a la calma, al balance global. Llega la factura. Sigue leyendo

Fiyi time

Bitácora pacífico, día 130
15 Octubre 2015

Sin duda, lo que me choca más al llegar a un pequeño país perdido del pacífico como Fiji es que haya una mezcla de culturas y religiones tan vasta. La religión local es una mezcla de las mayores del mundo: cristianos, hindúes y musulmanes.

Al ser tan multiracial y multicultural, mi visita al mercado central de Nadi, en la isla de Viti Levu, ha sido un espectáculo y me he pasado una mañana paseando y tirando todas las fotos que creí no comprometían a los paisanos. Vendían kava-kava a montones entre miles de productos locales. El kava se tomaba en ceremonias, es un brebaje poderoso relajante y, en cantidades, psicotrópico. Sale de pulverizar las raíces secas de una pimienta y se mezcla con agua.

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Un montón de mujeres grandes con piel oscura y pelo afro dominan el lugar. Amontonan sus frutas y vegetales en montoncitos y parecen tener genio. Miles de especias y poderosas pimientas picantes para elegir, caos y ratas, griterío y fruta, niños corriendo, calor, la rutina de aquel lugar.

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¿Pecador, yo?

Qué pesada la mente. Para, hija, siempre con tu quiero esto, quiero aquello. La felicidad sera ésto, la felicidad está allí.

Me siento a leer un momento, y hala, que la niña quiere un café; me pongo a ver una película, y la niña quiere golosinas. Como un hijo tonto. Si voy a escribir, quiere otro placer, soy una veleta apuntando donde ella dice.

Todos queremos una vida feliz, lo que requiere una salud, una dieta equilibrada, ejercicio adecuado y suficiente reposo. Menos famosa y más importante que la necesidad de salud física es la necesidad de salud espiritual. Si ignoramos los requisitos de salud espiritual es fácil experimentar tendencias negativas como la ansiedad, egoísmo, envidia, aburrimiento y desolación.

En la aventura de mi viaje existe un patrón que se repite en mi aprendizaje, al que no puedo ignorar y al que no puedo por menos que traer de vuelta a mi diario. Se trata del cuidado de la salud interior, del cuidado de nuestra felicidad, del crecimiento y la observación interiores.

En cuanto pensamos en algo, queremos hacerlo, y así somos esclavos de los infinitos deseos, apetitos y pensamientos que cruzan nuestra mente materialista, que disfruta con los sentidos experimentando relaciones materiales, sin descanso, adictivas.

Vacilamos así entre el júbilo breve de un triunfo material y el lamento por la pérdida o frustración materiales. Y se diría que si no despertamos la conciencia a esta verdad, no controlaremos la mente sino ella a nosotros, no utilizaremos nuestra inteligencia al 100%, no nos sentiremos satisfechos, no habrá paz. ¿Dónde está la felicidad, sin la paz?

Tal vez es parte de nuestra vida el lidiar con toda esta maraña de suposiciones, quizás elegimos luchar con espada por esa realización debido a nuestra curiosidad, pero quién me manda, ¿por qué no puedo yo ignorar todo esto y vivir feliz, o inconsciente, con las golosinas, gordo, viciado, sumiso, obediente, gris?

Y si he sido creado con defectos, ¿no tengo derecho a ser así, a tenerlos, y en caso de advertirlos, ignorarlos, culpando exclusivamente de mis pecados a aquel que me creó con ellos, pecador?

Chiquito de la Calzada sabía de lo que hablaba.

* * *

Si mi alma existe en el mundo espiritual, pura, y se corrompe en el mundo material, experimentando la ilusión del tiempo y el egoísmo, del cuerpo, del miedo a la muerte, a la edad, a la enfermedad, a la pérdida de belleza o inteligencia o fuerza o habilidades, provocando ansiedad en/ante el cuerpo temporal…

¿Soy yo responsable de todo ello? ¿Elegí yo que esto me ocurriese? ¿Es mi misión trascender los miedos y ansiedades del mundo material, mientras aún estoy en él? ¿es mi misión acabar con la envídia, el odio, la desolación, en una lucha indefinida?

¿O es mi misión disfrutar sin límites de los placeres materiales, acentuando aún más las tendencias asíduas de mi mente, mientras pueda, mientras paso por el mundo material? ¿No es para eso para lo que estamos aquí?
¿No estamos aquí para gozarla, partirla, y reventarla?

¿Cuántas personas tienen estas reflexiones? Porque ojo, todo esto es básicamente ser un humano en el 2016. No sé dónde la hemos cagado para complicarlo tanto.

* * *

Haumm, ñam, chocolate. Voy a hacerme un café. Cuando tenga mi propia casa, seré feliz…

El último coco

Bitácora pacífico, día 123
08 Octubre 2015

Se trata, se trataba, quizás se trató, de una casa okupa en Samoa. Tenía el permiso de su dueño, Taula, al que conocí en Apia en los primeros días después de que el último velero me dejase allí. Pero yo hacía como que la okupaba; ésa era la sensación que tenía, pues estaba sucia, vieja, vacía, llena de bichos y sin luz ni agua ni muebles, y los vecinos me preguntaban con curiosidad que dónde vivía, que por qué estaba en esa casa, que de quién era.

Les extrañaba porque era el único mochilero de Samoa. El turismo es australiano y neozelandés, y la gente va a resorts y a alquilar coches para dar vueltas a la isla cómodamente. No están acostumbrados a mi perfil, a verme hacer dedo, o dormir en la hamaca en playas, o salir siempre caminando y volver de noche después de otra puesta de sol aventuresca y desbanalizadora, con una sonrisa.

Dormía en una esquina del rectángulo que forma la casa, pues tenía más ventanas y una alfombra. Había una mesa en la cocina, pero era lo único que había. Nada de pila o agua. El baño solo tenía un water, pero la tubería estaba reventada por la presión. La empalmé y luego abría la llave de la parcela sólo un poco para que no reventase en el exterior, donde había una pilita y una manguera, con la que me bañaba en la hierba y de donde bebía sin problemas.

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La casa estaba en el centro sur de la isla de Upolu, bien ubicada. Tiré el mapa junto a la alfombra donde dormía y pinté con números todos los planes que quería hacer, los cuales iba tachando orgulloso a mi vuelta, a veces después de dos días haciendo varios planes seguidos. Cuando taché el último me sentí raro.

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* * *

Soy feliz en esta casa: por poco que tenga, tiene más de lo que suelo tener. Techo, agua. Un fale abierto, fuera, muy simple donde tengo la red y me tumbo, y leo hasta entrada la noche y su silencio y su oscuridad. Las velas me acompañan en la cena, que es momento preferido, pues cocino en la latita de cocacola, con piedras, sobre la mesa de la cocina, con música, confort. La comida de mediodía la hago al fuego en el exterior, pero la madera es una mierda y me ahúmo bajo un techo metálico.

En la habitación todas las ventanas quedan abiertas y me duermo viendo algún docu o peli en francés, pues sigo peleando con él: se me acabaron las islas francesas.

Taula afirmó que nadie me molestaría aquí. Y a parte de un muchacho sucio y juraría que autista que se sentó delante de mi red y calló una hora hasta que se fue, después de seguirme al interior de la casa extrañamente dos veces, no he recibido visitas. Bueno, sólo Malák, un niño que viene escapando de la rutina a tumbarse en mi hamaca y a pedirme comida. Es super ágil, guapo, maneja el machete increíble, y teme a Taula, el dueño, porque cuando lo menciono se le cambia la cara. Así que sí, Taula tenía razón. Tengo una paz exquisita, y pasan dias sin ver a nadie más que pasar por la carretera.

En esa paz y falta de humanos, los animales y los insectos han cobrado un papel interesante. Unas reses me vienen a ver una vez al día. A uno le falta un cuerno, y vienen a beber de un pilón que Malák rellena de agua cuando viene, y ahora relleno yo. Uno jóven y pequeño ya se intenta tirar a su madre, creo, y cuando salgo siempre les hago un mugido completamente exagerado para que me miren durante largos minutos, dándome protagonismo. Después les relleno agua pero intento pellizcar la manguera para mojarlas en la distancia, a lo que aguantan un poco pero acaban huyendo. Cuando me voy, beben.

Las cucarachas de la casa sólo aparecen de noche. El primer día maté dos de mi habitación, ignorante, pensando en limpiar la zona. Jaja. Se las ve, de pronto, debajo de la mesa de la cocina ir y venir, huyendo de mí, pero reconozco que cuando llegan son como una compañía, y tengo cierto afecto. Una vez una idiota casi se me mete debajo del pie y tuve que hacer una visión para no pisarla, y el querer evitarlo me hizo pensar en todo esto, en ese afecto.

Las lagartijas son encantadoras. No molestan, no ensucian, no comen.

Sin duda, la compañía más intensa es la de las hormigas. Micro hormigas que ya no saben qué hacer para robarme comida. El pan y las galletas están colgados en mi habitación, lejos de su colonia. Bajo las losetas de la cocina, se montan festines cada vez que tiro migas o tengo comida en la mesa. Cada día nos tocamos los huevos un poco; yo les levanto una loseta y las dejo al descubierto, lo odian, les separo el cubo de basura de su colonia, pues allí siempre hay algo y tienen carretera hasta él. Se vengan viniendo a la mesa y atacando mis cosas incluso cuando las saco para cocinar un minuto. Las soplo, las barro con la mano, muchas mueren. Saben que si estoy yo, hay tema. Es una relación.

A veces se desesperan porque limpio bien la mesa y no hay nada, nada, y al día siguiente me las encuentro atacando cosas absurdas, por aburrimiento, de cachondeo, como un plato en el que quedó, supongo, algo de grasa, o cosas que sé que no les gustan, como la pasta cruda. Venga no me jodas. O una papaya muy verde. Y ahora mismo están por aquí por la mesa, explorando ansiosas, probando todos los materiales, muchas, y si hubiese algo, en un minuto habría allí miles.

He comprobado que, depende de lo rico que esté lo que encuentran, dan una señal de alarma u otra. Una uñita de atún crea una autopista en cinco minutos a metros de distancia. Un trozo de pasta cocinado congrega a un grupillo de vagas que se mueven despacio.

Cuando veo una salir corriendo con una miga, la sacudo a la mierda, porque creo que va a avisar a una muchedumbre. No entiendo como se comunican todas estas cosas.

* * *

Existe un cocotero, de los cientos que me rodean, que ha salido, el pobre, inclinado, y me permite gatear, y no hay otra palabra mejor, hasta los cocos. Me tiro un par cada tanto, y a media mañana abro uno con Manolo, el machete de Guatemala, y siento el poder de ese agua entrar en mi cuerpo. No tienen carne. Los que tienen carne son los viejos que están en el suelo, otra fuente de comida de llenarse, en el paraíso.

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En la parcela frontal, delante de la casa, hay un mango. Una silla blanca de madera vieja casi rota, bastante cómoda, es la protagonista, allí donde la puse junto al tronco del árbol, a su sombra. Es mi lugar preferido. Allí escribo, o me siento con un té, o leo un poco, no mucho. Ví todos los amaneceres de luna llena número 31 allí sentado, en la calma cálida de la noche, entre corrientes de aire calientes y otras ya más frescas.

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Hoy he tomado mi último coco verde del árbol inclinado. Me voy.
Cuando me fui de la casa, coloqué todas las losetas del suelo de la cocina en su sitio, y en la central, junto a la entrada de la colonia de las hormigas, dejé un generoso pedazo de pan.

Durmiendo en fales

Bitácora pacífico, día 119
04 octubre 2015

De la casucha que ‘okupo’ en Samoa me voy a veces a hacer expediciones por la isla con prácticamente nada encima, quedándome a dormir en fales o en mi hamaca. Es fácil entrar en la casa así que escondo mis cosas de valor debajo de una bañera que hay en una esquina. He encontrado varias cosas interesantes en la isla:

He ido a un remoto lago que se llama Lanoto, un cráter volcánico. Es una excursión de una o dos horas por selva hasta allí, donde estuve solo y de pronto llovió mágicamente. Las aguas estaban llenas de peces y eran oscuras, lo que me dio un extraño miedo que no me dejó nadar más de 3 minutos. Pero la calma de la fina lluvia emborronando la superficie y el sonido del lugar están en mis recuerdos.

Al volver pedí que me dejaran cerca de una casa en un árbol de la que había oído hablar.

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