Una mujer de rasgos enamorantes y no menos de 85 años, pedalea en un huso de una madera chirriante y barnizada de manoseo, de vieja. Está en la única puerta de su casa de adobe, firme y con una expresión de calma. Con atuendo local de su poblado, me sonríe.
Estoy en Waiku, Lamas, poblado indígena tradicional donde se mantienen tradiciones y magias.
No sé como sacar una foto a tanta belleza sin ser brutito, y de pronto estoy hablando con ella sobre su labor, sorprendido de veras con su huso y un puñado de lana en su mano, del que sale un hilo retorcido perfecto. Su marido se presenta y al mirar dentro de la casa veo un auténtico telar, entendiendo al instante por qué usamos esta palabra para designar algo complicado.
Él lo usa para coser telas grandes y preciosas de hamaca, ella genera hilos, pero con mucha calma, siempre lo han hecho, no hay prisa. Si yo tuviese que hacer todos los hilos que usa él en el telar, estaría un tanto ansioso. Entre explicaciones de él en el telar y pedaleos varios, cuelo unas fotos.
No acaba ahí el tinglao: una vecina sorprendentemente atractiva para su edad, con dientes de oro y dibujos de cruces en la paleta, llega y se sorprende con mi presencia. Me saluda y poco después, me regalan mi primera ducha de quechua.
Sonaba tan lindo que hube de grabar un video oculto, una vez más, para llevarme mi precioso sonido.
Mientras escucho, descubro, encima de una puerta que da a un patio trasero que grita 1900 en nuestro país, un cuadro de ambos, quizás del día de su boda. Es un dibujo. No hay mucha diferencia con la realidad actual.