Pues anda que Zipolite…

26 septiembre 2013

Era de noche y llegué a Zipolite sin saber. Acabé pasando la primera noche en el final de la playa, en una cabaña simple a la que unos mozos me apuntaron. Salí a por comida y me dijeron que en ese final está «la banda», los maleantes que roban y molestan en el pueblo. Días antes, el día de la Independencia, habían disparado en la calle principal a un chavo por ajuste de cuentas, hiriendo a un taxista en el hombro y encima sin matar al objetivo, que se recuperaba en el hospital. Pero todo el mundo me decía que se lo merecía. Empecé a preocuparme con cada masticar, pues mi cabaña estaba abierta permanentemente con una ventana lateral en el techo de palapa. De alguna manera, más tarde, me acabé alegrando, pues había llegado al pueblo y me había hecho amigo, directamente, de los malos.

Sabía que podía conseguir algo mejor, había visto cosas, y busqué. Pero no me esparaba encontrar mi siguiente cabaña! Elevadas sobre la arena, dándoles un toque de magia, había una hilera de habitaciones de madera, con balcón amplio y común, y hamacas particulares. Las fachadas estaban pintadas con mucho arte, y dentro tenían su mesita, silla y cama -con mosquitero-. La playa, delante.

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Cuando subí y ví MI cabaña algo me hizo gñe!, y supe que era ella. Se imaginan cuál de todas?

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Ésta. Como un príncipe, estaba.

Se paró el tiempo unos cuantos días. Adoraba mi cabaña, y negocié un precio ridículo si estaba como una semana. Había muy poca gente y la temporada baja me favorecía otra vez. Había gente que llevaba enganchada semanas, otra meses, otra años. Como mis vecinos, que eran encantadores. En la cabaña de al lado, Jeff, un californiano en sus 50 que cobró un gran despido por una aerolínea, disfruta del exilio contínuo en este lugar. La siguiente es Ana, una mejicana también madurita y adorable, que me da conversación interesante sobre energías en las que empiezo a confiar. Da masajes, utiliza piedras poderosas y cree en muchas cosas. Los dos parecen haber recibido palos en la vida, y por eso son sabios y pacientes, y el respeto fluye a borbotones entre los tres: podemos hacer lo que nos de la gana en cada momento, y sólo recibimos sonrisas de los otros dos. Me ayudan en el confort de mi cabaña con un hornillo y sartén, dejándome usar su nevera para mis cositas y preparándome tés y cafés en los momentos clave. Creo que cada uno teníamos la cabaña correcta; Jeff tenía el lago de Atitlán (Guatemala) por la noche, a donde iba cada vez que quería renovar su visa. Ana tenía colores fuertes como su espíritu, y yo tenía al principito protegiendo mi puerta.

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Los coches también se quedan donde llegan, y no vuelven a arrancar. Sus ruedas se cubren de arena, y sus baterías se quedan sin electrones.

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La playa es larga y hermosa, las olas son violentas. La llaman la playa de la muerte, pues se ha llevado muchas vidas. La configuración de las arenas, las corrientes redondas generadas por los ríos que salen al mar desde el interior del pueblo, la fuerte resaca y la pendiente, hacen que apenas puedas luchar por mantenerte cerca de la orilla. Mucha gente no se bañaba por respeto: nunca hay que perderle el respeto al mar, pero tampoco es bueno tenerle miedo. Yo como delfín, disfruté alguna vez de nadar más allá de donde rompen las primeras olas, aguas adentro, con gran violencia, lo que hace que no puedas relajarte del todo pues siempre llega alguna más cabrona que otra para engullirte. Pero flipaba con el zarandeo brutal, y después me bañaba cada día, nada más abrir los ojos, prudentemente cerca de la orilla luchando con la resaca. Era un mar demasiado fuerte, era casi sólo apto para atrevidos surferos locales… pero era divertido.

Su fragor -que no rumor-, se escuchaba así desde mi cabaña, siempre contínuo y a veces hipnotizador, adictivo incluso.

Las puestas de sol de Zipolite no se quedaban cortas. De hecho, tienen el segundo premio. El sol no dudaba cada día en colocarse de tal manera, al ponerse, que generaba mil reflejos en todas partes, y lanzaba una luz cónica naranja que me hacía sentir que estaba en un globo, del que no quería salir. El cielo se ponía muy bruto y los asistentes nos parábamos en nuestros paseos ante tal desfile de imaginación. Siempre jugaban al fútbol en la playa y yo lo presenciaba a veces poniéndome, como siempre, del lado de los perdedores.

La playa del amor estaba saltando un macizo rocoso que soportaba un restaurante de palapa abandonado. Unas escaleras bajaban de él hasta la playa, que recibe su famoso nombre por su libertad, nudismo y sexo. En España la habríamos llamado Cala-Mari, o Es caló des amors. Un día la exploré desde las alturas, con una lluvia fuerte y bonita que me amenazaba desde el mar; otro día soleado me desnuqué en la arena y dejé que el sueño me atrapara para despertar con otra luz y color. Era pequeña pero especial:

Al volver a la playa principal, me encontraba con otro espectáculo solar como el que han visto antes.

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A veces lo veía todo desde mi cabaña o hamaca; Por las noches, encendía una vela mágica y, sencillamente, escribía para ustedes ó leía, o me mecía hasta que mi propio sueño me despertaba y me mandaba a la cama, no sin observar antes, entre legañas, lo que fuera de aquella noche. Una vez ocurrió algo curioso. El mar tenía dos capas de olas: las que rompían detrás, con fuerza, se recuperaban, desrompían, y volvían a formarse en otras más pequeñas y cercanas a la orilla. A veces, cada X tiempo, no había ninguna ola rompiendo en ninguna de las dos capas, y el silencio era tan acojonante que me despertaba de sobresalto, asustado.

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Por las mañanas, después de un baño peleón y una esnucada en la arena, quizás en bolas, me hacía un desayuno imperial, con 3 huevos y verdurita. Pocas cosas saben tan buenas como eso, mi independencia en esa cabaña me daba la vida.

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Otros días, volvía a la infancia y me hacía un bol de frosties de kellogs poderosa energía, despierta el tigre que hay en tí (ó Zucaritas, en Méjico) con leche. Desayuno con diamantes, lo llamaba:
Las hormigas me ganaron. Lo intenté todo. Colgué mis zucaritas en todas partes, hasta de un hilo de punta a punta de mi cabaña. Pero siempre lo conseguían: un regimiento de ellas se movía por el hilo bidireccionalmente, comentando la jugada unas con otras al cruzarse –sí, todo recto y a la izquierda– debían de decirse. Y mi bolsa de Zucaritas, cara, valiosa, estaba de nuevo llena de hormigas.

Si creéis que váis a estropear mis mañanas de Zipolite -les decía-, lo lleváis claro. Lo que no mata engorda, decimos en mi tierra. Y las vertía sobre la leche con los frosties, observando su sorpresa con la cuchara en la mano.

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Después, miraba al horizonte azul sin siquiera levantarme, saboreando mis frosties con sabor a hierro, agrio, raro, de hormiga.

Si alguna vez quiero volver a despertarme en Zipolite -mascullaba entre masticadas-, sólo tengo que ponerle un puñado de hormigas a mis frosties.

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Dedicado a Paulín, fiel seguidora, y mejor aún, insistente en que viniera a Zipolite.

2 comentarios en “Pues anda que Zipolite…

  1. primooooo
    vaya viaje te estas metiendoooo
    te envidio pinche cabron!
    estoy viendo lo de zipolite…jajaj yo estube alli.
    en una cabaña de esas y de alli nos fuimos con mis colegas a san cristobal, creo…y nos metieron en el calabozo por tomas demasiado…
    killo , sigue asi!! no cambies…
    te ire siguiendo..
    un abrazo de tu pirmo gucho!

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