Dragnag – Gokyo lakes

La mañana siguiente cruzaríamos el enorme y ancho glaciar de Ngozumpa a pie para ganar su otra margen, la derecha, aproximándonos a la bella aldea alpina de Gokyo y sus seis elegantes lagunas mágicas, dispuestas a ese lado del río de hielo.

Cruzarlo fue una experiencia subrayable, pues las condiciones en el Everest Base Camp, que estaba sobre el glaciar Khumbu, no me parecieron invitar a caminar, días atrás. Todos los glaciares de Sagarmatha tienen la característica de desplazarse, una vez descendidos a superficies más planas tras bajar de las alturas verticales, bajo tierra. Por ello, a primera vista parece haberse secado y dejado roca y arena gris en su lugar, pero no; está moviéndose lentamente por debajo, a uno o varios metros de profundidad, dejando esa capa inestable de arena arriba que se mueve y cae por alguna parte hacia las rendijas heladas en descongelación de ese mundo subterráneo. Ví espectáculos inolvidables como cortes transversales donde comprobar este fenómeno, lagunas de colores, cavernas inmensas con aguas perfectas que no saben si congelarse o fluir, continuas avalanchas reducidas por todas partes, enormes rocas de hielo elevarse mientras buscan, muy lentamente, un hueco donde acomodarse.

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Y sin embargo, lo más impresionante no era visible, sino audible. El silencio de un valle glaciar, que ya conocí junto al EBC, es tan intenso que duele y obliga a abrir los ojos para cerciorarse de que uno no sueña: las ondas de sonido son todas absorbidas por nieves y hielo y apenas rebotan, creando el efecto de una cámara anecoica o ecos que solo había oído artificialmente, hasta entonces, en un estudio de sonido. El pitido de mi oídos parecía sonar cinco veces más alto de lo normal, y cuando conseguía separarme de orcos y humanos lo suficiente, lo único que rompía esa vieja y sabia paz eran los crujidos y cracks del lento evolucionar de semejante glaciar, bajo mis pies.

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La impermanencia del universo, sutilmente, me hablaba de nuevo. Sigue leyendo

Junto al lago Kecheopari

7 Septiembre 2016

Caminar por las carreteras de Sikkim haciendo dedo es algo extraño, porque es literalmente mejor que nadie te lleve. Cuando alguien se para, algo se muere en el alma por la pena de pasar demasiado rápido por curvas que son todas miradores. Aún arriesgando el no llegar a los sitios a tiempo -con luz-, es mejor seguir caminando para no perderse cada esquina y sus vistas, puentes o cascadas.

Aunque en aquella época de lluvias llegó a haber en Sikkim, que yo contase, unos 14 landslides serios (corrimientos de tierra) que cortaban temporalmente las precarias carreteras y que dejaban incomunicadas varias zonas, más un sinfín de pequeños desprendimientos de rocas y árboles sobre el pavimento. Los sumos de transporte público vendían una plaza hasta el landslide y sus conductores te prometían que, tras cruzar a pie el tramo cubierto de tierra, lodo y algún arroyo, otro sumo podría empalmar con un destino posible. Los viajeros corríamos sobre las rocas corridas para conseguir plaza al otro lado, ya que podríamos quedarnos tirados en medio de la nada, y yo especialmente sabía que, por culpa de los landslides, no existía opción de ir a dedo pues el tráfico privado tampoco pasaba por ellos…

Así que caminando llegué a aquella esquina de la carretera entre Yuksom y Pelling en la que empieza un terrible atajo de ascenso a Kecheopari. Me perdí en él y volviendo a bajar encontré un muchacho que estaba dispuesto a acompañarme, animado por sus padres, para mostrarme el sendero oculto entre vegetación nueva de temporada.

De nuevo se me pasó el mal rato de perderme y subir dos veces, sudando y ya sin apenas luz, con unas vistas tremendas que ya eran comunes en Sikkim. Me acarcaba al lago Kecheopari y sabía que me esperaba un merecido descanso después de las aventuras en Yuksom y la ruta hacia Goechala. Unas pocas casas formaban una aldea donde encontré una casa de madera humilde con 3 niveles y balcones, uno de ellos lo suficientemente grande como para colgar mi hamaca y tener vistas hacia el valle. Del otro lado podía entreverse el lago sagrado. Era más de lo que esperaba. Sigue leyendo

Indonesia

Bali norte, junto al lago del cráter del Batur

13 Abril 16

Es muy diferente. Llegar a Asia desde Australia tras años de mochila es en algún punto… fatigoso, da pereza. La mayor parte de la gente viene para dos semanas o un mes, vienen a darlo todo y a gastar todo… Para mí, aún llegando a un lugar tan barato, sé que debo seguir el esfuerzo de no gastar más de lo mínimo por la que me espera aún, si quiero llegar a casa debidamente.

Sin embargo echo de menos los cafés caros de NZ/OZ y su calidad comparada al café balinés, que parece bueno. Incluso la belleza de los lugares es diferente; al estar todo tan lleno de plástico me hace ‘no disfrutar’ tanto, me siento más ajeno. Hay una pereza extraña. Mi sensibilidad disminuye, me canso del viajar y de la lucha.

Tasmaneando solo

Abril 2016

Recorrer Tasmania a dedo es un placer que me devolvió la libertad de mi mochila y mi cazuelita. A Tasmania la llaman por aquí la ‘pequeña Nueva Zelanda’ y aunque no es tan hermosa, tiene una natura única y poco turismo. La mayor parte de los australianos nunca han estado aquí.

Desde Hobart y mirando un mapa en la oficina de turismo ví una mancha verde cercana de un parque nacional, el Franklin-Gordon, con varios campings. Conseguí reservas y utensilios y me lancé a la carretera. De nuevo, el autostop salió divino, atravesando zonas tan especiales como estas.

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En el Mount Field decidí parar y lanzarme a la aventura por aquellas montañas de refugios medio abanadonados y antiguas bases de ski. Pero en altitudes más bajas y templadas, encontré preciosos rincones con cascadas de hadas.

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Estaba desentrenado tras la ciudad y me costaba cocinar, las cosas no me salían tan redondas como en Zelandia… hasta que me encontré el Tall Tree forest. En Tasmania he visto los árboles más altos y grandes de mi vida, y además podía -o tal vez no, pero lo hice- perderme entre ellos y acampar observándolos. Se han hecho mediciones de casi 70 metros de altura. Quizás estuve una hora dando vueltas seleccionando el mejor lugar: quería un hamacazo frente al árbol más grande que tuviese la zona para simplemente observarlo en la mañana meciéndome.

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Lo encontré y empecé a sentir de nuevo la sangre de la aventura y el sabor de la libertad, especialmente cuando empecé a oír en la oscuridad, en una ocasión en que me alejé sin linterna, los impresionantes y escandalosos saltos de los canguros y wallabies alrededor. A veces dan pasos alternando la carga del peso entre las patas traseras y la cola, pero en la noche, extrañamente, se quedaban estáticos y de vez en cuando daban un único gigantesco salto que me acojonaba. ¿Quién coño anda ahí!?

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La mañana fue imperial. A parte del desayuno, que insisto en ello, no hay como luchar en medio de la nada por regalarse a uno mismo un buen almuerzo caliente y glorioso, y después del hamacazo de al menos una hora abrigado en el poncho y observando al sol subir entre mil ramas, sus destellos mostrándose y ocultándose entre ellas en el vaivén de mi gravedad, me lancé a explorar los bosques con cariño, y me dieron a cambio las siguientes reflexiones:

«No busques valores absolutos en el relativo mundo de la naturaleza.»

«El infinito hacia el exterior, macro, pero también hacia el interior, micro, el espacio infinito hacia las galaxias y hacia el interior de un átomo, que solo dependen del número de decimales relativos que sepamos procesar. Nuestros telescopios y nuestros microscopios nos dejan así en el medio (mitad relativa), en una dimensión intermedia entre mundos invisibles, tal vez solo limitados por el estado actual de nuestro avance intelectual y tecnológico, que progresan paralelamente.»

Aquella mañana fue micro: hongos extraños, musgo, setas que podrían ser imperios espaciales para sus microscópicos habitantes. Átomos y moléculas. Y todas las cosas que no percibimos con nuestros sentidos, claro.

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El suave sonido de calma natural que sí percibí con mis oídos era así:

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Otra noche interesante fue en los «Alum cliffs», un lugar ancestral que siempre estuvo poblado por indígenas, los cuales afirmaban poderes y maravillas de un precipicio cercano. La noche fue al aire libre y estrellado pero interrumpida por una lluvia cabrona que me hizo levantar la tienda en un salto y dormir húmedo… Pero el amanecer en las lomas verdes y frescas no tuvo desperdicio.

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Ni tampoco lo tuvo el corto paseo hasta el precipicio, donde me hice el café de la mañana pasando frío pero observando el enorme vacío ante mí, con un río solitario que discurría, afortunado él, entre lugares inalcanzables. Imaginé a los antiguos pobladores, que siempre considero respetables y más sabios, supongo por su capacidad para entender el lenguaje de la naturaleza, conquistando cada cerro. El sol dividía mi visión entre la penumbra y la iluminación, y algunos pájaros se lanzaban ya al vacío sin miedo.

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Cradle mountain, otro lugar que no quise dejar sin ver:

Se trataba de ascender desde unos fríos lagos hasta las alturas que me darían una vista probablemente inolvidable, pero que estaban cubiertas por nubes de lluvia. El frío llega a las heladas latitudes de Tasmania y las nubes pueden arrancarme vistas y comodidad, pero no la exploración de otras cosas palpables como bosques, cascadas o vegetaciones extrañas para mí.

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Antes de entrar en las nubes me aseguré de mirar atrás y no olvidar las vistas que, al menos, había ganado con cada pesado paso. Si se quiere ver durante un minuto las vistas, no hay más que pedirlo con fé a la Madre Divina, y las nubes se abrirán y tal vez regalen algo.

Cuando por la tarde bajé de refugios de altura y de luchar con la niebla surcando muy extrañas vegetaciones, lo primero que ví fue otro sinfín de lagos y lagunas y cascadas largas que caen hacia ellos; al bajar encontré una fiesta de ‘grandes aves negras’, todas reunidas en un gran árbol y ejecutando un tremendo concierto de polifonía que quedó grabado así para el futuro viaje mental que haré desde casa por estos sitios:

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Ps.- Confieso que me empezó a dar pereza estar solo en Tasmania. Toda la gente en parejas, grupos, sin mojarse, en coche, moviéndose cómodamente a los lugares… Me quedaban pocos días y mucho por ver. Necesitaba un amigo. Y tal vez un coche.

En compañía de grandes aves negras

27 Marzo 2016, Tasmania, Australia

Al poncho le da igual todo, por eso me cae tan bien.

Nunca se ensucia, no se moja, es un buen compañero, lo llevaré hasta España. Mi colchoneta, mi abrigo, mi manta, mi mantel, mi recoge-leña.

El sol acaba de colarse por la ventana de este refugio de montaña en Tasmania, todo roto y con agujeros por donde entra frío. Frente al lago ‘Newdegate’.

He cantado y mejorado mi humor instantáneamente. Tal es la fuerza del sol, con su augurio de mejora del tiempo para caminar hoy.

Cinco minutos antes, nevaba. El tiempo de Tasmania es cruel, y va llegando el frío invernal. Era precioso, pero no se veía nada y me temía otro día de montaña caminando en solitario mojado, frío y sin ver los paisajes con las nubes pasando horizontalmente. El sol es la vida.
La nieve es bonita, thou.

El sonido a trompicones de la latita con la que cocino suena rítmicamente, con explosioncitas del alcohol, he encontrado una manera de reducir el consumo y la intensidad de la llama para largas cocciones de arroz o tostadas.
Huele a tostada con mantequilla!!

El dibujo del marco del sol en el suelo es idéntico al que se formó anoche cuando la luna, desde una posición similar, saltó de entre las nubes. Fue tanta luz que pensé que venía gente con linternas en mitad de la noche, y apagué la luz roja del frontal para cerciorarme.

Esperaba por el arroz, leía en voz alta francés y cada poco colocaba aparatosamente un pie, alternativamente, en la tapa del cazo para calentármelo.

Pongo la bufanda chilena, que me dijeron es de lana de alpaca, en el fondo del saco para ayudarles a calentarse. Hice muy bien en mantenerla hasta pasar el frío de Tasmania.

El refugio está fatal. No tiene casi ni suelo, pero tiene una mesa para cocinar y escribir, baja e incómoda pero es todo lo que necesito.

La tostada está lista.

En la puerta pone, pintado en negro, ‘In the company of great black birds’.

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Los mejores campañazos/hamacazos de NZ

Reconozco que los mejores momentos de yomelargo son aquellos en los que la independencia que ya he mencionado muchas veces, que se traduce en una brillante especie de libertad, surge en plena naturaleza cuando uno sabe que no le pueden encontrar y que tiene las dos reducidas y únicas cosas básicas que necesita:
refugio y comida.

Son momentos de convertir un lugar completamente virgen en mi casa de una -o varias- noches, colocando y colgando mis escasas cositas aquí y allá, como quien decora su casa, seleccionando un lugar como baño, otro como cocina donde encuentro un asientito donde estar cómodo mientras corto cebolla o remuevo un arroz.

Todo se tiene en cuenta, lados de barlovento o sotavento, orientación de la tienda, sombra y recorrido del sol, distancias a sociedad, ángulos de visión ajenos hacia un posible, y probablemente prohibido, fueguito nocturno.

Desde que aprendí hace años en sudamérica que puedo cocinarme rudimentariamente cosas con una lata de coca-cola y alcohol, he ganado más calidad de vida en los bosques. Mi mochila lleva una compra pesada de ingredientes que vale la pena transportar: sentarse a comer algo mundano en lo inmundo de lo salvaje es de los mejores momentos que un explorador puede sentir. Como el café o el té caliente cuando uno lo decide.

Nueva Zelanda fue fácil para estos menesteres. Países donde es caro dormir y comer, multiplican el escapismo a la independencia. Pero además Nueva Zelanda es bella y facilitaba mi placer, pueblos pequeños y buenos supermercados con muchas cosas de muy buena calidad donde reponer y autostop de lujo: única dependencia. La echo de menos!

Presento una lista con los mejores de los famosos campañazos y hamacazos de yomelargo, todos de Nueva Zelanda.

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Abel Tasman track
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Forgotten world highway
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Nelson lakes
Amanecer

Un río sonoro cerca de Nelson lakes
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Tras la Golden Bay
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Kaikoura
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Con los estadounidenses en una playa de Westport
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La ruta Angelus

23 Noviembre 2015

Una de las expediciones más bonitas que recuerdo en Zelandia, y quizás menos conocidas y más recomendables, es la que circula junto a los lagos Nelson y asciende hasta un lago helador y nevado llamado Angelus, en las nubes de una preciosa cordillera llena de refugios y posibilidades para el montañista.

A orillas del lago Nelson pasé mi primera tarde planeando el ascenso. Me regaló una pasada de puesta de sol, cerrada por las nubes pero pacífica y húmeda. Encontré un pequeño escondrijo entre arbustos donde cabía mi tienda sin ser vista desde los muelles, pues estaba cabezón con tener esa maravilla de visión desde mi mosquitero al despertar, sumando otro ‘campañazo’ a la lista. Sí, había un camping, pero estaba lejos de la orilla, había que pagar, y estaría rodeado de otros turistitas.

En las mañanas de los lagos, sólo unos minutos en el alba, pasaban rápidos unos pájaros pequeños cuyo sonido me alegraba el despertar. Y quise recordarlo mucho tiempo.

Puesta de sol

Puesta de sol


Anda, ponte los cascos

Amanecer

Amanecer

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El lago azul

En un rincón del anillo gigantesco de Rangiroa está el lago azul, poco profundo y rodeado de islas pequeñas, frescas y planas conectadas por pasajes de agua por donde caminar, cubre hasta la cintura máximo. Aguas azules cristal, arena blanca.

La primera noche nos quedamos pacientes dentro del anillo, era tarde, esperando que al día siguiente nos guiaran los ingleses por un acceso sin coral. Veíamos la puesta de sol al otro lado del anillo.

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Al llegar al día siguiente, las dos familias nos tiramos en la arena blanca sin saber por dónde empezar un día en un lugar tan exquisito. Edward y yo abrimos cocos, comimos de ellos; un grupo de polinesios que llevaba una grupo de visitantes nos hicieron amistad y nos regalaron toda su fruta fresca antes de irse. Un hombre asó pescado en una idílica parrilla sobre el agua y docenas de tiburones y gaviotas locales revolvieron cielo y agua cuando arrojó los restos alrededor, caminando entre las aletas nerviosas de los escualos.

1-P1110378 Sigue leyendo