Navidades de Uyuni

Varios días transcurrieron en Uyuni mientras preparaba mis navidades. Hay ciertas fechas en el viaje que uno no quiere que pasen inadvertidas o indiferentemente, como nochebuena, nochevieja, un cumpleaños o los cabos de año desde que partí. Han de recordarse siempre.

Quizás sea por la gran extensión blanca y aparentemente navideña que puede ser un desierto de la categoría del de Uyuni; quizás inconscientemente escogí este lugar para estas navidades por eso. A veces no distinguía entre el pisar crujiente del hielo europeo y el de aquella dura sal.

En un lugar tan inverosímil como este desierto, cualquiera quiere acabar año o empezar vida nueva. Con el sabor a menudo distante de la sociedad boliviana como base, la soledad se engrandece y desde ella, se abre hacia el infinito un espacio salado y demasiado brillante en las retinas que reitera silencio, soledad y hasta locura. En mi primera entrada a él, camino por una vía con raíles de dudoso paralelismo hasta un cementerio de trenes que copa esa sensación de incertidumbre entre lo agradable y desagradable. En tal lugar no sólo mueren trenes sino perros de vida cruel.

Sin embargo, es la luz del momento del día escogido -la puesta de sol- y su dorado haz la que dispara un sinfín de matices óxidos y ferruginosos en locomotoras de vapor sobre la arena infinita que harían las delicias de cualquier fotógrafo. Uyuni es único y tiene equipo para demostrarlo.


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Montañas de Bolivia: anécdotas

(Contínúa)

Desperté con ruidos de cerdos y perros, y unos pollos me pasaron por encima indecisos para llegar a la calle, junto a la que yo dormía, después de su encierro nocturno.

En la casa me servían desayuno gracias a los mozos, a los que caí bien la noche anterior en un breve intercambio de historias. Tenían tiendita donde reponer mis tomatitos, papas, cebollas y arroz con los que sobrevivía cada día caminando. Y galletas. Hablaban quechua y a cada tanto decían la palabra ‘gringo’ entre risas. Estaba claro que yo era el entretenimiento. Salí y pasé el día con los mozos, acompañándoles a cargar costales de abono en un asno hasta su tierrita, que sembraron toda de maíz y papa. Descubrí la hierba de anís, que comía a muerdos y me tiré a la bartola mientras ellos removían la tierra.

Por el pueblo de adobe me entretuve con cosas como la iglesia, que si digo que estaba que se caía no es por vieja, es que se caía. La plaza era un hervidero de calor y aburrimiento, y había dos personas cotilleando lo que pasaba en cada esquina, con ese silencio en el que el paso de un perro ya es un evento. Una singular señora viejita muy agachadita que va espantando gallinas con piedras se paró, y mirando un poco a los lados se agachó un poco y meó allí donde le apretó. El cementerio era de traca. Lleno de plásticos, unos montones de tierra indicando dónde había alguien y algunos mausoleitos viejos de adobe marcaban, como todos los cementerios, quién tenía y quién no.


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El paraíso de Rebeca

31 julio 2014, Amazonas Brasil

Serían las 7am cuando, en una nueva mañana en este paraíso en la que precisamente deseaba despertar bien temprano, un macaco aullador hizo las delicias de sus cantos a pocos metros de nuestra tienda, colocada en un balcón de una casa abandonada y semi-inundada por las altas aguas del lago Miuá, uno de los miles de enormes lagos que acompañan al Amazonas de Brasil. Sus aguas son oscuras pero limpias, antes de mezclarse con las marrones del río más impresionante del mundo.

Estábamos, en realidad, en el medio de la nada; por una vez más el destino o la pachamama o los dioses en los que quiera creer cada uno, nos regalaban otro nidito para soñar con altas felicidades y dar rienda suelta a todos nuestros objetivos, aventureros, pasionales; a nuestros sueños. Lua, mi compañera brasileira, escucha atentamente al mono mientras un manto nocturno de niebla sobre el lago se va evaporando.

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Después de Machu Picchu

11 Noviembre 2014

(Continúa de…)

* * *

Pasaron horas hasta que dejé de oír a turistas y radios. En el entretiempo, reptaba por el suelo entre ramas sin querer hacer ni un crujido, buscando dos tronquitos que podrían sostener mi peso en la red-hamaca y donde pudiera despejar la maleza intermedia sin tanto problema. Encontré el lugar. Esperé a que pasase la hora de un supuesto control básico de alrededores, reptando a otro lugar más alto donde pudiera ver la puesta de sol sin ser sorprendido, no hubo suerte. Cuando se acercaba la noche, saqué las cosas comprimidas en el fondo de la mochila, y con sigilo, fui montando mi red y un plástico para una lluvia casi segura. Desde mi red podía ver, entre ramas, algo inédito para el público. El sol se despedía en el horizonte, y poco a poco Huayna Picchu se vestía de negro, de abajo a arriba, hasta que solo la ciudadela vió el sol.

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El jóven y el bosque

(continúa)

Al cabo de una hora de tener aquella revelación, estaba perdido. Acababa de leer un libro de Hemingway, ‘El viejo y el mar’, que habla de la superación y la paciencia de una persona noble en el mar. Es de esas coincidencias que no pueden ser casualidades y parecen haber requerido una intervención. Tardé 3 días en salir -sin agua ni comida- y las montañas me hicieron ver la desesperación provocada por el cansancio, la sed y el hambre. Como el viejo.

Yo no tuve su paciencia y perdí el norte varias veces, me destrocé el cuerpo y la piel, me arriesgué mucho y aprendí más. Me topé con precipicios que me hacían volver sobre mis pasos de las últimas ocho horas, avanzando pocos pasos en horas por la dificultad del terreno. A veces estaba en pendientes tan empinadas y rocosas que todo lo que agarraba, por la humedad de la selva, se desmoronaba y caía de nuevo perdiendo las fuerzas y una hora de tiempo. Volvía a encontrarme con un barranco, y casi lloraba de la desesperación. Estaba empapado en lluvia y sudor, me rompí dos uñas tratando de asirme, mis espinillas estaban sangrando por chocar con rocas, las nubes tapaban cualquier orientación solar o estrellada para mantener un rumbo. Cuando bajaba durante horas a zonas de quebrada buscando agua, no había ni rastro. Atravesé zonas de pinchos que me desgarraron, perdí partes de la mochila que se enganchaba contínuamente en las lianas sobre mi cabeza y que no me dejaban ni espacio para cortarlas con el machete pequeño que siempre llevo. Mis nudillos sangraban por chocar con ellas sin espacio. Cuando la noche llegaba, intentaba montar mi toldo de plástico sobre mi hamaca-red entre las ramas para no mojarme, pero me despertaba en la noche empapado en mi saco y me rendía una y otra vez, implorando y soñando con el último momento feliz que tenía en la cabeza: aquella catarata y su revelación. Llené mi cantimplora con el flujo del toldo y al menos bebí unos tragos seguidos.

Una vez ví las estrellas entre las ramas y pude llenarme de esperanza. Como el viejo en el mar. Sigue leyendo

34

22 Octubre 2014

El día que ponía fin a mis 33 llegó. Se acababan así los increíbles tiempos en que contestaba con un 33 cuando preguntaban mi edad.

Sin embargo la intensidad de mi vida sigue intacta, si bien reconozco que después del día que me regalaron, muy emocionado, sentí algo diferente en mi interior, un punto de inflexión, una cumbre, un cambio, un empezar a bajar de una cumbre culminada por su otro lado. Hoy es noviembre, aún me sale un 33 resorteado cuando he de hablar de mi cuenta «temporal» en este planeta. El 34 suena raro pero sabe rico.

Nací a las 05.35 am (un evidente error en el reloj del paritorio que se adelantaba dos minutos), en el Ahora de aquel momento, y cuando desperté en la puna esa hora ya estaba lejos en el pasado, pero era un miércoles soleado con mi familia punera en que Iván, sin realmente hablar de ello, me regalaba y nos regalaba a todos un día libre por mi cumpleaños. Sabía que estaría en este lugar para tan importante día. Escogí la puna. Pedí sol, sabía que era mucho pedir, todos los días por la tarde llueve en la puna. Lo que más me abrumaba era la celebración que habíamos escogido para pasar tal día: una verdadera pachamanca. Una técnica ancestral indígena para grandes banquetes y celebraciones, que consiste en hacer un verdadero horno de piedras sne el suelo y hacer fuego dentro durante horas hasta que las piedras enrojecen y pueden cocinar variados alimentos.

Desayunamos rico y con tiempo en mantas sobre la paja amarilla. Había llovido bastante y las cordilleras blancas se habían ensanchado con nuevos picos nevados. Colocamos ingredientes de pachamanca al sol sobre una manta más: papa, camote, choclo, yuca, banana, maduro, frijoles, papa dulce… Nos sentamos, tomamos té y frutas, sentí el placer de no hacer nada sobre aquella manta mientras la gente hacía cosas por mí, lo dejé pasar hasta que mi conciencia me nombró el abuso, quise ayudar, la niña Wayra me contó en secreto que alguien hacía un pastel en la cocina, no pude entrar, volví a mi manta, sentí el sol, sonó la flauta de Iván, los niños se tiraron sobre mí, se nubló.

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El mundo sin carreteras

0X Septiembre 2014

Estoy en el último barco, presumiblemente, que me transporta durante varios días por este mundo sin carreteras. Voy a llegar a Yurimaguas, en el Perú. Han sido, en total, meses de agua y selva. Un mundo en el que todo, absolutamente todo, es agua: el Amazonas no es sólo el río; es su cuenca. Lo he visto crecido y sus aguas inundan mucho más allá de las orillas que vemos, kilómetros y kilómetros de llanuras, lagos y bosque inundado. Mágicos bosques con vida por encima y por debajo del agua.

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