Montañas de Bolivia: anécdotas

(Contínúa)

Desperté con ruidos de cerdos y perros, y unos pollos me pasaron por encima indecisos para llegar a la calle, junto a la que yo dormía, después de su encierro nocturno.

En la casa me servían desayuno gracias a los mozos, a los que caí bien la noche anterior en un breve intercambio de historias. Tenían tiendita donde reponer mis tomatitos, papas, cebollas y arroz con los que sobrevivía cada día caminando. Y galletas. Hablaban quechua y a cada tanto decían la palabra ‘gringo’ entre risas. Estaba claro que yo era el entretenimiento. Salí y pasé el día con los mozos, acompañándoles a cargar costales de abono en un asno hasta su tierrita, que sembraron toda de maíz y papa. Descubrí la hierba de anís, que comía a muerdos y me tiré a la bartola mientras ellos removían la tierra.

Por el pueblo de adobe me entretuve con cosas como la iglesia, que si digo que estaba que se caía no es por vieja, es que se caía. La plaza era un hervidero de calor y aburrimiento, y había dos personas cotilleando lo que pasaba en cada esquina, con ese silencio en el que el paso de un perro ya es un evento. Una singular señora viejita muy agachadita que va espantando gallinas con piedras se paró, y mirando un poco a los lados se agachó un poco y meó allí donde le apretó. El cementerio era de traca. Lleno de plásticos, unos montones de tierra indicando dónde había alguien y algunos mausoleitos viejos de adobe marcaban, como todos los cementerios, quién tenía y quién no.



Y sin embargo, todos los pueblitos que pasé en mi ruta, como éste, hasta los más insignificantes, tenían, por lo menos, una escuelita nueva, o en construcción, quizás unas duchas solares, y a veces una nueva posta de salud o campo de fútbol. Y en los caminos se encontraban muros que indicaban obras de servicio de aguas, aquí y allá. Quiero decir que Evo Morales funciona y es querido por el pueblo como el que menos ha robado en Bolivia y el que más hace, con pintadas de soporte en todas partes. Pero Evo está con los indígenas y su gobierno está formado por ellos, lo que hace menor su éxito en las ciudades y mayores sus críticas, pues, según me cuentan, consideran incompetentes a sus funcionarios.

Al día siguiente antes del amanecer estaba listo, pero paseé para despedirme de las vistas antes de bajar al fondo del valle, con la siguiente ruta bien explicada por mis amigos. El sol naciente estaba como japonés, dando luz dorada sobre el adobe, auguraba un buen día, aún estaba fresco y los cerdos buscaban cosas nuevas con los hocicos. Un hombre local me ignoró totalmente al pasar, y me vengué sacándole una foto.

Los ríos por allí eran algo novedoso: enormes y anchísimos lechos blanquecinos que me costaba creer se cubrieran alguna vez. Empezaba a comprender la riqueza mineral de Bolivia.

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Después de cruzar el río y hacerme un cafetito rápido para encaramarme a la larga subida que me esperaba, descubrí que el camino en este tramo era horrible, estaba dañado por lluvias y jamás ví un vehículo hasta el pueblo de Tolapampa. No podían pasar, había precipicios en las curvas con desprendimientos. Las pocas personas que ví me hicieron sentir algo extraño en esta parte de las montañas. Quizás debido al aislamiento, los paisanos realmente se asustaban conmigo. Pero mucho. Lo único que ví fue pastores y pastoras que sacan sus pocas cabezas a dar una vuelta. Estaba claro que no me esperaban por allí.

Una vez estaba descansando bajo un árbol y cuando iba a seguir me encontré dos niños anonadados, con una vaca, mirándome a 50 metros sin atreverse a seguir. Tuve que hablar un ratito para hacerles pasar, diciendo que yo era bueno (esto se hace en Bolivia, decir que uno es bueno y la gente ha de creerlo) y así pasaron bien separaditos. Otra vez, en un cerro, justo al girar una esquina ví una mujer corriendo con un bebé colgando de un brazo aparatosamente, pero no le dí atención pensando que corría detrás de algo. Cuando llegué a lo alto, me asomé y la ví ridículamente tirada en el suelo con el bebé debajo tras un arbusto que no le cubría ni medio cuerpo. Le volví a asegurar con sonrisas que no era malo, y ella super asustada me hizo gestos con la mano de que siguiera. No mucho más tarde, me fui acercando a una pastora despistada que estaba sentada en el camino, y cuando estaba a 15 metros ya me advirtió, y super despacito la cabrona se fue levantando, y cuando estaba pasando al lado se agachó y cogió una piedra del suelo delante de mis narices. Tenía una honda, como todos los pastores, para dirigir ganado lejano que se desorienta, y pasé mirando de reojo por si me abría la crisma. Poco después oí la piedra caer al suelo y pensé que vaya tela.

En una parte elevada me encontré un rebaño grande dirigido por tres muchachas que hicieron un revuelo al verme y sacaron todo del camino como si de un lobo se tratase. Al cruzarnos conseguí que su miedo se transformara en sonrisas, sin soltar su honda.

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Aquella misma noche llegué a Tolapampa con tiempo para la puesta de sol. Pude verla junto a una vieja iglesia diminuta de adobe y descansé feliz.

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Pero dormir no era tan fácil: sus condiciones eran precarias y no iban a entender a un jóven extraño durmiendo en su casa. Así que me mandaron a la posta de salud, donde la doctora del pueblo podría ofrecerme un lugar. Resultó que había una mujer de parto ocupando aquel cuarto, y tuve que ir a una caseta que fue antigua posta de salud y donde vivía la enfermera precariamente. Con la enfermera había una viejita enferma y no pudieron dejarme ni mantas. Finalmente decidieron ofrecerme la colchoneta de la camilla de una pequeña ambulancia que velaba por la inminente madre. Había extraños carteles de los que muestran cómo lavarse las manos y parecía un hospital abandonado. La ventana estaba rota y llovía. Media hora después de dormirme, el chófer entró y me dijo que había ‘emergencia’. Pensé en la viejita, pues la otra mujer había dado a luz, pero me dijeron que había complicaciones con el bebé y se iban a Poroma, así que dormí en el suelo, ya con el sueño cogido. A la mañana siguiente, una impresionante pero diminuta mujer, enana de verdad, con una enorme cara super masculina que me había perseguido con una linterna por la noche, desayunaba con la enfermera y me dejaron hacerme un café en su dormitorio, que era cocina y consulta, y donde el quechua no bastaba para entendernos.

Más adelante las gentes volvieron a acercarse y pude charlar con un pastor con los dientes verdes de coca y probar su honda mientras caminábamos por el lecho de uno de esos ríos. De los testimonios que he sacado de estos lares, desde Torotoro, me han sorprendido los de justicieros. Aquí el ladrón es perseguido, odiado y apaleado, para mi tranquilidad. Muchas personas me han asegurado que aquí, la justicia se toma por sus manos, no hay otra. Tanto un hombre que había violado a una mujer, como uno que hacía brujería y predecía muertes reales de gente, fueron enterrados vivos.

Los paisajes no dejaban de sorprenderme, a veces contrastados por los colores de las telas de los paisanos. Mujeres descansaban con sus hijos junto a las tierras que trabajaban, inconscientes de mi paso. Otras imágenes idílicas me hacían parar y sacar la cámara mientras recuperaba el aliento.

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Así pasaron los días. Caminando junto a ríos pasé Poroma, a mitad de camino, donde el paisaje se volvió más acogedor y verde, y descansé dos noches. Desde allí conseguí alcanzar San Juan de Orca, pero la historia interminable de subir y bajar me agotó, algunas ampollas estaban pesaditas y pasaban camiones contínuamente, con lo que ya no era tan especial. Así que salté sobre uno de ellos, y surqué los últimos kilómetros en una cabina de camión con una familia, apretando el culo en cada curva porque los precipicios y las curvas, sin ir a pie, parecían el final de yomelargo, pues sólo veía vacío por el cristal. Pero no.

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Entre curva y curva, sonreía satisfecho por la hazaña que dejaba atrás:
mi propio camino de Santiago boliviano.

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