26 Agosto 2016
He de decir que me he sentido como en casa tras estar en los primeros monasterios budistas de práctica tibetana. No tengo miedo de hacer cosas mal y ofender a alguien por ello; nadie me mira inquisitivamente, mi presencia es desapercibida y así encuentro más fácilmente la paz, y mi propia práctica.
Estoy en Sikkim. Un reino budista que sobrevive sin apenas influencia exterior encerrado entre el Tíbet, Nepal y Bután, y cuyas leyendas sobre la dinastía monárquica de los Chogyal o el paso del mismísimo Gurú Rinpoche estableciendo el budismo en el siglo IX hacían del lugar obligada visita.
Sus increíbles paisajes que van desde la jungla tropical hasta la tundra elevada en sus territorios cercanos al Tíbet, sus vistas espontáneas hacia ochomiles eternamente blancos como el Kanchanjunga, el protagonista del cielo con sus 8600 metros y tercero más alto del mundo, y sus poblados y monasterios envueltos en nieblas y lluvias místicas me generan recuerdos de haber entrado en un sueño. Ya la interesantísima ciudad de Darjeeling, la puerta de acceso a Sikkim y en lo alto de una montaña, me sirvió de eslabón para unir lo vivido hasta entonces y el mundo al que entraba.
Amanecer en Darjeeling
El Kanchenjunga
Atardecer en Darjeeling
Se abría así una fase visionada previamente en este viaje en la que podría conocer monjes de esta rama emancipada del budismo, peregrinando entre montañas y paisajes remotos de los Himalayas. Un joven monje me atendió bien en el primer monasterio -Phodong- y no tuve que convencer a nadie para quedarme a dormir, se me permitió meditar en la noche tras ver un atardecer en las montañas y el muchacho me dio una cena que ellos no toman.
Por la mañana temprano, cielos abiertos y limpios, un té con sal difícil de tragar que es bien conocido en el Tíbet y una larga meditación por mi cuenta, esta vez en el templo. Mi primera sorpresa junto a aquellos hombres fue que mis meditaciones eran ignoradas y pronto aprendería que la meditación, en el budismo Vajrayana, no es la práctica central como en el Theravada. Aquí la mente se distrae de lo banal y lo mundano mediante prácticas en el sentido estricto de la palabra, como pujas o ceremonias musicales, el mantenimiento de habitaciones con miles de velas y su consiguiente trabajo de la cera, la decoración mural, los mandalas, o unas impresionantes hileras de figuras hechas en cera de colores que enfilan en torno a los ídolos que adoran en los templos.
Cuatro veces al mes celebran tibetanamente un ‘Gnargá’, una puja especial, con oraciones en ese estilo de voces superpuestas con tono de dejadez y apuración de aliento, leyendo textos de libros sagrados en formato ‘tarjetas’ (páginas sueltas y rectangulares y alargadas entre dos tapas de madera que pasan hacia arriba al leer) y tocando cada tanto unos instrumentos hipnóticos como campanillas y tamborcillos con hilos y bolas que rebotan al girarlos a los lados. Paran de vez en cuando a tomar té, y se ríen jovialmente a pesar de sus avanzadas edades para sobrellevar tal jornada, que dura varias horas.
Las escrituras sagradas en ‘tarjeta’
Los sorbos en sus tés calientes llegaban a mis oídos mientras meditaba cerca de ellos, mi presencia ignoraban, para mi comodidad. La 16ª encarnación del Karmapa, una línea sucesoria tan estimada entre ellos como la del Dalai Lama, estaba en el altar central de este templo rodeado de figuras de cera de colores, como plastilina, y de bombillas de colores. En las paredes hay murales minuciosos, pinturas de colores que han sido aplanados por los años, banderas y otros trapos caen del techo, tambores, madera vieja, polvo. La última vez que cerré los ojos despidiéndome antes de meditar, la luz blanca entraba solo por la gran puerta abierta y ví sus 4 cabezas peladas al trasluz, una taza evaporaba vertical y lentamente su contenido.
Leyendo pasé otro rato en unos bancos junto a un árbol que protegen mucho y sostienen con bambú; de nuevo nadie me molesta, el silencio solo se rompe por las trompetillas desde el templo que mis 4 compañeros matutinos tocan al principio de sus interpretaciones, que caen de vez en cuando como en toda puja que se precie. Los jóvenes monjes se ponen de pronto en fila de más pequeño a más alto, escala perfecta, y girándose de pronto hacia el templo entonan cantos brevemente: es el rito anterior a sus clases en el aula. Aprenden tibetano, ahora. La hermandad en sus acciones, como se tocan, abrazan, juegan y respetan desde el mas pequeño (unos 7 años) hasta el de más grave voz (unos 15) es simplemente emocionante.
El árbol amado
Al segundo templo -Lhabrung-, algo más arriba en la montaña, llego con un conocido que me presenta, abriendo así todas las puertas para quedarme, comer, charlar y dormir… muy fácil! Me acordé de aquel hombre que me dijo aquello de ‘Don’t worry, the Almighty will help’…
Las vistas son incluso mejores y camineteo libremente entre caras de monjes, muchachos y perros. Un tanto más arriba en la colina está el centro de retirados: cada monasterio tiene el suyo, separado por una buena distancia.
De cerca de mí, sale una voz joven, de entre las interpretaciones de los hombres del Gnargá de hoy aquí, que dice algo como ‘Sosoloooooo’, y en seguida contestan desde el retiro en la colina, en la distancia, voz madura y grave,
‘Sosoooloooooooo’.
Así intercambian ofrendas a voces: tal vez la única interacción de los hombres que hay en el centro de retiro con el mundo exterior durante los tres años y medio que pasan allí hasta convertirse en lamas, sin salir del lugar para nada: ahí sí, entiendo, que ha de haber meditación!
Mi mente devanea con este pensamiento, especialmente sobre la absoluta capacidad, aparentemente, de la que me siento provisto ahora para hacer frente a semejante reto. Los preceptos morales del budismo son extrañamente fáciles de cumplir ahora para mí; de hecho los cumplo inconscientemente el 90% del tiempo.
Y esa vida, la relación de un hombre con los árboles que le rodean y las impresionantes montañas que mirarán cada día al atardecer, a veces blancas y heladas, a veces rocosas y cálidas, como ahora. Cuánto echarán de menos esa visión, esos árboles y esa paz y bienestar espiritual, el resto de sus vidas… Cómo recordarán esos años el resto de sus vidas!! Tal vez los mejores.
Pareciera que tales hombres no tuvieran padres, hermanas y amigos: a decir verdad, lo único que me aleja ahora mismo de lanzarme a tal abismo en los Himalayas. Una increíble atracción a esta vida monástica y al retiro me hace creer que en otra vida pasada fui monje, puedo sentir la paz en mis entrañas. Pero uno ha nacido con otra sangre, sangre occidental; sangre que hierve siempre ante la inactividad, sugiriendo que uno se está perdiendo cosas, molestando, sin dejar descansar, sugiriendo que uno debería estar haciendo algo que no sea observar árboles, montañas, o Paz.