En un rincón del anillo gigantesco de Rangiroa está el lago azul, poco profundo y rodeado de islas pequeñas, frescas y planas conectadas por pasajes de agua por donde caminar, cubre hasta la cintura máximo. Aguas azules cristal, arena blanca.
La primera noche nos quedamos pacientes dentro del anillo, era tarde, esperando que al día siguiente nos guiaran los ingleses por un acceso sin coral. Veíamos la puesta de sol al otro lado del anillo.
Al llegar al día siguiente, las dos familias nos tiramos en la arena blanca sin saber por dónde empezar un día en un lugar tan exquisito. Edward y yo abrimos cocos, comimos de ellos; un grupo de polinesios que llevaba una grupo de visitantes nos hicieron amistad y nos regalaron toda su fruta fresca antes de irse. Un hombre asó pescado en una idílica parrilla sobre el agua y docenas de tiburones y gaviotas locales revolvieron cielo y agua cuando arrojó los restos alrededor, caminando entre las aletas nerviosas de los escualos.