En compañía de grandes aves negras

27 Marzo 2016, Tasmania, Australia

Al poncho le da igual todo, por eso me cae tan bien.

Nunca se ensucia, no se moja, es un buen compañero, lo llevaré hasta España. Mi colchoneta, mi abrigo, mi manta, mi mantel, mi recoge-leña.

El sol acaba de colarse por la ventana de este refugio de montaña en Tasmania, todo roto y con agujeros por donde entra frío. Frente al lago ‘Newdegate’.

He cantado y mejorado mi humor instantáneamente. Tal es la fuerza del sol, con su augurio de mejora del tiempo para caminar hoy.

Cinco minutos antes, nevaba. El tiempo de Tasmania es cruel, y va llegando el frío invernal. Era precioso, pero no se veía nada y me temía otro día de montaña caminando en solitario mojado, frío y sin ver los paisajes con las nubes pasando horizontalmente. El sol es la vida.
La nieve es bonita, thou.

El sonido a trompicones de la latita con la que cocino suena rítmicamente, con explosioncitas del alcohol, he encontrado una manera de reducir el consumo y la intensidad de la llama para largas cocciones de arroz o tostadas.
Huele a tostada con mantequilla!!

El dibujo del marco del sol en el suelo es idéntico al que se formó anoche cuando la luna, desde una posición similar, saltó de entre las nubes. Fue tanta luz que pensé que venía gente con linternas en mitad de la noche, y apagué la luz roja del frontal para cerciorarme.

Esperaba por el arroz, leía en voz alta francés y cada poco colocaba aparatosamente un pie, alternativamente, en la tapa del cazo para calentármelo.

Pongo la bufanda chilena, que me dijeron es de lana de alpaca, en el fondo del saco para ayudarles a calentarse. Hice muy bien en mantenerla hasta pasar el frío de Tasmania.

El refugio está fatal. No tiene casi ni suelo, pero tiene una mesa para cocinar y escribir, baja e incómoda pero es todo lo que necesito.

La tostada está lista.

En la puerta pone, pintado en negro, ‘In the company of great black birds’.

* * *

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El guiño de navidad

26 diciembre 2015

Decidí que las terceras navidades en ruta W de yomelargo serían en solitario. Estaba en NZ y las expediciones en solitario por sus montañas en la costa oeste de la isla sur llenaban de motivación una posible noche estrellada recortada por picos nevados el 24 diciembre.

El 22 me adentré en el ‘Routeburn track’, una magnífica expedición con todos los sabores del ‘Fiordland’ y los bosques neozelandeses.

El 23 salí de la ruta establecida para encontrar mi lugar en un valle majestuoso, coronado por Emily’s peak y otros picos nevados, y con el lago McKenzie a mis pies.

De nuevo saboreé el dulce-amargo sabor de la ilegalidad, que añade intensidad a la experiencia al estar escondido en los arbustos pero incómoda por la sensación de estar ‘perseguido’, y de que todo puede irse al garete en cualquier momento. NZ es estricta y cuadrada y obliga a los caminantes a estar en cabañas o áreas designadas, que no solo son caras sino que también están ya reservadas por las masas navideñas, lo que obliga a hacer planes, y esto no entra en mi viaje -o apenas-. Y qué coño, en navidades, no creo que me deporten precisamente por esto.

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Los mejores campañazos/hamacazos de NZ

Reconozco que los mejores momentos de yomelargo son aquellos en los que la independencia que ya he mencionado muchas veces, que se traduce en una brillante especie de libertad, surge en plena naturaleza cuando uno sabe que no le pueden encontrar y que tiene las dos reducidas y únicas cosas básicas que necesita:
refugio y comida.

Son momentos de convertir un lugar completamente virgen en mi casa de una -o varias- noches, colocando y colgando mis escasas cositas aquí y allá, como quien decora su casa, seleccionando un lugar como baño, otro como cocina donde encuentro un asientito donde estar cómodo mientras corto cebolla o remuevo un arroz.

Todo se tiene en cuenta, lados de barlovento o sotavento, orientación de la tienda, sombra y recorrido del sol, distancias a sociedad, ángulos de visión ajenos hacia un posible, y probablemente prohibido, fueguito nocturno.

Desde que aprendí hace años en sudamérica que puedo cocinarme rudimentariamente cosas con una lata de coca-cola y alcohol, he ganado más calidad de vida en los bosques. Mi mochila lleva una compra pesada de ingredientes que vale la pena transportar: sentarse a comer algo mundano en lo inmundo de lo salvaje es de los mejores momentos que un explorador puede sentir. Como el café o el té caliente cuando uno lo decide.

Nueva Zelanda fue fácil para estos menesteres. Países donde es caro dormir y comer, multiplican el escapismo a la independencia. Pero además Nueva Zelanda es bella y facilitaba mi placer, pueblos pequeños y buenos supermercados con muchas cosas de muy buena calidad donde reponer y autostop de lujo: única dependencia. La echo de menos!

Presento una lista con los mejores de los famosos campañazos y hamacazos de yomelargo, todos de Nueva Zelanda.

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Abel Tasman track
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Forgotten world highway
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Nelson lakes
Amanecer

Un río sonoro cerca de Nelson lakes
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Tras la Golden Bay
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Kaikoura
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Con los estadounidenses en una playa de Westport
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La ruta Angelus

23 Noviembre 2015

Una de las expediciones más bonitas que recuerdo en Zelandia, y quizás menos conocidas y más recomendables, es la que circula junto a los lagos Nelson y asciende hasta un lago helador y nevado llamado Angelus, en las nubes de una preciosa cordillera llena de refugios y posibilidades para el montañista.

A orillas del lago Nelson pasé mi primera tarde planeando el ascenso. Me regaló una pasada de puesta de sol, cerrada por las nubes pero pacífica y húmeda. Encontré un pequeño escondrijo entre arbustos donde cabía mi tienda sin ser vista desde los muelles, pues estaba cabezón con tener esa maravilla de visión desde mi mosquitero al despertar, sumando otro ‘campañazo’ a la lista. Sí, había un camping, pero estaba lejos de la orilla, había que pagar, y estaría rodeado de otros turistitas.

En las mañanas de los lagos, sólo unos minutos en el alba, pasaban rápidos unos pájaros pequeños cuyo sonido me alegraba el despertar. Y quise recordarlo mucho tiempo.

Puesta de sol

Puesta de sol


Anda, ponte los cascos

Amanecer

Amanecer

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Whangamomona a Taranaki

31 octubre 2015

Hay una carretera en el oeste de la isla norte que es digna de una historia. Tras rodear y observar Mordor por el este, sur y oeste, me la encontré tras pasar un pueblo de esos de calle principal para atravesarlo con todos los negocios en ella, banco, iglesia y panadería, en realidad son las versiones evolucionadas de aquellos pueblos ingleses del oeste, de pistoleros, con suelo de tierra y mesones con puertas simétricas de empujar. Y esas extrañas bolas de ramas rodando por el suelo con el viento.

La hice con unos franceses que hacían el tour clásico con dos furgonetas-casa. Tuvimos buena onda en un camping del primer pueblo de la rutita y como en Nueva Zelanda se nos contagia a todos el ser buena gente de los locales pues me acogieron en el grupo para recorrerla hasta su final, el monte Taranaki, otro protagonista del paisaje kiwi. Las estampas de la carretera nuestra primera mañana juntos, con la alegría de la furgoneta y la música, prados verdes y algunos esbozos primaverales y vacas perfectas, eran de cuento de hadas.

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El día transcurrió con vacas y sin planes, parando en varios lugares, viendo alguna catarata, un túnel antiquísimo, compartiendo comida en una de las miles de mesas con bancos de madera que están por el país ubicadas estratégicamente en ‘scenic lookouts’ para alegrarnos los mediodías, y dándonos cuenta de que cuando llegamos al extraño pueblo de Whangamomona -pronunciado fangamómona, que como todos los nombres del país, es maorí- era la hora de hacer una birra rápida y seguir, o parar a dormir por allí.

No nos esperábamos, claro, la que se nos vino encima. Yo me sentí toda la noche como si acabase de llegar a un pueblo fantasma en la furgoneta de Scooby Doo y tuviésemos que resolver un misterio entre todos. Lo primero que este pueblo es una república independiente de Nueva Zelanda, concedida por no sé qué historias del pasado. De hecho, si vas al mesón principal de la esquina te sellan el pasaporte. Entramos y había un ambiente extraño, entre celebración y serio. Salimos fuera con nuestra jarra y empezamos a hacer sociales con los locales. Ninguno tenía desperdicio, al principio pensé que estaban de coña. No es que estuviesen borrachos o tuviesen aspectos curiosos o hablasen de una manera completamente cómica, es que simplemente eran demasiado auténticos. Ninguno fingía, ninguno actuaba, eran cada uno totalmente interesantes de escuchar aún con unas jarras de más.

Resulta que el mismísimo presidente de la república había fallecido el día anterior y estaban de funeral. Pero un funeral de los suyos, según ellos, allí pasan tal día como el difunto hubiera querido ver a sus paisanitos, es decir, de fiestón. Era como estar en un hobbiton, pero de verdad.

Empezaba a hacer frío, me moría de hambre y temía el precio de la cerveza. Así que me fui a dar una vuelta a mi bola, haciendo amistad con los personajes más inéditos que habré visto en mucho tiempo. Por ejemplo, con un tipo que iba con una bandeja de carne de cochinillo recién asada y crujiente y caliente, repartiéndola, que me costaba disimular la ferocidad al comerla. Otro repartía birras frías sin cesar y cada vez ue nos veía comprobaba nuestra botella, y si tenía menos de la mitad, nos obligaba a coger otra. Y todos estaban borrachos, pero con clase. Sumergidos en conversaciones que quizás no recordarían jamás.

El pueblo eran unas pocas casas amontonadas entre esas montañas de un verde exquisito, junto a una curva en la que estaba la mejor casa, la del presidente difunto. Un idílico ‘post-office’, una mini-iglesia y el mesón eran las únicas casas públicas.

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Una vez dentro de la casa de presidente, de cuento, con cocina llena de gente y chimenea con buen fuego, s amontonaban decenas de personas con la misma actitud; uno interesantísimo era idéntico a sherlock holmes, otros tenían pinta de mafiosos, y el hijo del presidente, típico local grande y fuerte con melenas rubias y barba, había llegado con su moto clásica -que estaba en el salón- desde no sé donde y ponía música con un ordenador. Me propuso viajar juntos al oir mi historia pero nunca supe de él. Olvidaría nuestra conversación.

A las tantas y borrachos como cubas nos fuimos, los chicos a sus furgonetas y yo junto a ellos en un parquecito a dormir en mi hamaca junto a los columpios, muy abrigado en el saco que me salvó la vida de nuevo. Iba a dormir en la iglesia junto a la casa del presi, pero me dio no sé qué.

* * *

Tempranito nos fuimos hacia Taranaki y en una curva cualquiera me pareció ver algo entre las nubes. El ver el resurgir tempranero del monte desde allí fue ya motivante para exlorarlo de cerca.

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Nos quedamos dos noches más juntos, en sus faldas, pues el monte tiene miga y muchos kilómetros de hike a su alrededor. De cerca, en la mañana siguiente, estaba despejado y perfecto para adentrarse en él.

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Llegué hasta una altura considerable mientras veía a mis franceses perderse como puntos negros arriba, en una cresta nevada, frustrado por no tener crampones y piquetas, necesarios para el summit. Pero hice una ruta alternativa tremenda entre altitudes frías y rocosas sin vegetación, medias con alfombras pajizas, y bajas con los bosques más encantados de la zona. La vista desde las alturas me hacía entender que todo lo que abarcaba mi vista, una distancia infinita, había salido del cráter que tenía tras la espalda.

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Los chicos se fueron la segunda noche y yo decidí quedarme solo con el Taranaki, pues estaba precioso y sin nubes en la puesta de sol, en mi tienda de campaña -por cierto ilegalmente-, con el frío, el silencio, y una espectacular estampa de mi pequeña sombra y la del volcán, monstruosa, juntas, sobre la isla norte del país.

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Mordor

26 Octubre 2015

Es curioso ese momento en Nueva Zelanda en que los lugares en mi ruta corresponden a cierta escena de los hobbits. Acababa de pasar por el río en que los enanos escapan de los orcos en barriles, corriente abajo, y de pronto me dicen que la montaña que voy a subir más adelante es nada más y nada menos que Mordor, o el terrible lugar donde Sam tenía que dejar caer el anillo que un colega se había encontrado. Porque para carga, la de Sam con Frodo, y con el Smeagol.

Como yo no quería tener dinero para pagar el caro transporte matutino hasta allí, hice dedo de nuevo, antes de que el sol se dejara ver, arriesgándome a no llegar a tiempo. Pero un hombre que iba a pescar no solo paró sino que se salió de su plan mucho para dejarme en el comienzo de la ruta del Tongariro, viva el dedo en este país.

Empezaba así un día perfecto de caminar entre nubes, nieves, paisajes, cráteres y lagunas de colores, y géiseres. Y hobbits. Llegar a Nueva Zelanda en primavera fue la mejor de las ideas, por vivir semejante maravilla de la naturaleza cuando aún se pueden disfrutar los paisajes nevados de este frío país pero puede acamparse sin congelarse, esperando hasta el calor del verano, cuando se puso muy demasiado caluroso y turístico… y me fui.

Mordor se mostraba posible mientras me acercaba en la distancia por una estepa volcánica de paja amarilla y roca rojiza.

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Pero empezó a cubrirse con un velo de nubes y cuando estaba encaramado a sus faldas se puso caprichoso y una extraña violencia en su territorio me empezó a hacer dudar.

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Cuando llegué a la cota de nube, que bajaba lentamente según transcurría el día, se puso congelado y dejé de tener las vistas que me motivaban. A partir de allí no veía más que a unos 20 metros, casi no veía la siguiente pica de ruta y me paré. Dos jóvenes muchachos no preparados me pasaron y dijeron que subirían por cabezones y los ví perderse en la niebla, indeciso. Otros dos jóvenes bien preparados bajaron después y me dijeron que habían subido por cabezones pero que no vieron nada más que su frío, y así me decidí a volver. A estas alturas del viaje ya no hago cosas por cabezón, lo tengo muy aprendido, lo siento. Bajé hasta que ví las vistas de nuevo, y sin frustración, me comí una naranja, bendita la fruta neozelandesa, cuya piel naranja resaltaba en el frío magma marrón, entre mis pies.

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Después estaba decidido a subir al otro pico cercano, Tongariro, donde no me esperaban menos nubes o nieves. Pero esta vez estaba motivado y dejé pasar los impresionantes paisajes con lagunas semicongeladas a mi alrededor mientras mis botas, ya casi muertas, dejaban pasar la nieve y mis pies se mojaban y congelaban.

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La coronación llegó trás unos cuantos firmes pasos en la empinada nieve final. Me recalenté las manos allí, solo, entre ventiscas y nubes, esperando y confiando en el momento en que las nieblas se abrirían para dejarme ver dónde estaba, y la recompensa llegó.

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Desde allí casi todo era descender hacia la cara norte del circuito. Pasé por un cráter rojo con formas extrañas, y descendí por arenas calientes y vaporosas hasta unas lagunas verdes que vertían sus aguas descongeladas hacia el abismo de Mordor.

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Llegué a un ‘plateau’ inmenso donde ya no ví a ningún caminante más y me dí cuenta de que debía ir tarde para descender, perdiendo todas las opciones de dedo para volver. Tras hacerme un café caliente protegido del viento en una roca frente a la laguna más grande, que rozaba el horizonte infinito, salté a la ladera norte y comencé a bajar, sintiendo el aumento de la temperatura y la vuelta del sol. En la distancia, numerosas fumarolas de géiseres se elevaban blancas y, aun estando prohibido salirse del camino, me aventuré entre aquellos arbustos amarillos hasta una quebrada donde el vapor tóxico me calentó rápidamente, mientras escuchaba el extraño sonido de un géiser de Mordor.

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Audio geiser


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Mucho más abajo entraba de nuevo en la cota de un bosque alto espectacular y musgoso, digno de Elfos. Estaba solo hasta que la vida volvió a sonreírme. Solo había un coche en el parking, el de un hombre coreano que esperaba a su mujer, lesionada en las rocas y muuy lenta al caminar. Volvimos a buscarla y tardamos dos horas en ayudarla hasta el coche. Pero me devolvieron a mi base, donde me esperaban ya preocupados y pude cocinarme una merecida cena como la que debió pegarse Sam tras volver a Hobbiton.

Quintupeu

16 Abril 2015

Las noches anteriores a días de navegación, el capitán solía acostarse despidiéndose con un ‘mañana zarpamos a las 7’, como para que Olga y yo estuviésemos listos. Aquella mañana zarpamos dejando la isla de Llancahué nublada, y nos alineamos con rumbo al fiordo de Quintupeu, el más especial que he conocido. Aguas calmas y picos nevados en los horizontes de la décima región chilena, la de los Lagos, mientras nos aproximábamos en silencio.

Cuando ví la estrechísima entrada al fiordo imaginé que entrábamos en un lugar muy recóndito y privado. Aquí se refugió el Dresden, histórico buque alemán, en tiempos de guerra, 1914.

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Hacia los fiordos

13 Abril 2015

Dicen entre grumetes que hasta que no has tocado fondo accidentalmente alguna vez en aguas poco profundas con tu barco, no eres capitán. El primer día en el Issuma, saliendo por un canal natural de Puerto Montt, Richard me puso al timón confiando en mi experiencia, y a la media hora al barco varó sobre arena suavemente. Los nervios me invadieron y no supe como reaccionar, pero minutos más tarde elevamos la quilla -oportunamente retractil- del barco y continuamos sin problemas. Richard no estaba enfadado, puesto que la baliza del lugar era pésima y en las Américas, tremenda estupidez, el color de las boyas de circulación es al revés que en Europa. Curiosamente, días mas tarde le pasó lo mismo al capitán Richard, y el último día, a Olga. Con esto nos reímos y me deshice definitivamente de mi culpabilidad.

Pasado el mal rato y comienzo, estábamos los tres relajados ya y disfrutando nuestro primer té en el cockpit (bañera) observando las feas nubes que se avecinaban con lluvias pero que podrían traer algo de viento, pues aún necesitábamos el motor. Se nos acercó un agresivo barco policial controlando a dónde íbamos, y tuvimos que explicarles a grito nuestro simple plan. Creo que una de nuestras aportaciones y razones de estar a bordo era que el español de Richard era casi nulo, lo que nos obligaba a encargarnos de las conversaciones con locales y los reportes por radio.

Chile es serio en el control de navíos en aguas nacionales, y obliga mediante contrato, al firmar cualquier zarpe o control de llegada, a reportar posición dos veces al día. Esta exagerada medida nos trajo problemas cuando la floja VHF de Richard no salía por encima de las inmensas montañas que nos rodeaban y teníamos que usar teléfono móvil o conexión satelital, pues Richard insistía en cumplir pese a mis disuasiones. Sigue leyendo