Cometas

6 JUL 14

De todas las favelas de Río salen, incondicionalmente, montones de cometas (pipas) que vuelan en el cielo, a unas alturas incomprensiblemente altas. Son cometas de las clásicas, romboidales, con una cola, hechas a mano. En alguna película he visto que, cuando una cometa baja, es una señal de alerta en la favela. Se mueven al son de los tirones que los niños les pegan al hilo. Están en el medio del paisaje cuando miro la puesta de sol desde casa, o desde mi barrio.
Ésta es una de las cosas más especiales que he visto en Río.

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es ésto, ya.

La vida es ése momento en que te das cuenta de que todo eso que no tienes y que estás buscando, lo tienes y te está pasando. Y que aunque no concuerde en género y número con lo que buscabas, es éso.

Son momentos muy breves, son iluminaciones, quizás. Ya ni recuerdo ninguno con claridad, pero sé que me ha ocurrido hace poco y había mucha luz iluminando unas hojas. No recuerdo más, pero creo que no fue la única vez.

Es como un sueño que has de remembrar al despertar, para volcarlo al disco duro del día a día, que es el que sí se puede recordar fácilmente; no como la otra, la jodía, la RAM del sueño que en seguida es sobreescrita por memeces, no vuelve.

Es muy efímera la impresión, hay que estar atento y, cuando llega, quedarse inmóvil, dejar de respirar, como si se nos hubiera posado un morfo costarricense iluminado en un brazo, observarlo con toda la atención, pues somos conscientes de que se va a ir,
y no vuelve.

Así que lo que queda en ése instante es felicidad, pues pocas conclusiones pueden sacarse más allá de que ‘está todo bien‘, ‘lo estoy haciendo bien‘, ‘todo va a ir bien‘ ó ‘es ésto. ya.‘.

Es un momento espiritual, al final no hay nada más espiritual que una hoja iluminada. Un día soleado en el que la batalla por ser y tener es despejada a golpe de trompeta victoriosa por la presencia consciente, los cuerpos muertos de los guerreros por el suelo han muerto por algo y no en vano; la gloria futura y la perfección inalcanzable y frustrante se acallan ante la simplicidad, ante un microscópico presente que sopla diciendo ‘ésto es real, estás viviendo’, y que no se puede romper.

Al final es, todo, un momento, un instante en primera persona a través de tus ojos, los inocentes, los de tu niño: los sabios. Los que no esperan más que ésto,

los que saben que no hay más que ésto.

ENTRE LOS ÁRBOLES

Las hienas

Una noche que decidí quedarme hasta tarde en un cine social de Salvador de Bahía, volvía a coger mi autobús a la estación de Lapa, serían las 23.30. Me quedaba una hora de bus hasta casa de mi host de Couchsurfing, donde duermo.

Paso por calles un tanto oscuras. Nunca llevo más de unas perras pero tengo mi cámara conmigo, abulta en mi bolsillo y lo sé. Gente sentada en unos bancos, me hablan.

-Gringo, um cigarro.
-Tenho não. Gringo não.

No me gusta que me llamen gringo y contesté un poco serio, no les gustó. Tampoco vigilé bien mis espaldas. Errores estúpidos.
Un mozo aparece por detrás y de repente está apuntándome con un arma debajo de algo, no se ve bien, no sé si lleva algo, lo dudo, si tuviera la enseñaría… Pero grita que le dé todo. Con la confusión, otro me coge del cuello y me dobla palante, y un tercero me coge las manos y se concentran en mis bolsillos. Normalmente todo el mundo habla de reaccionar suave y entregar rápido, uno no quiere jugarse la vida por una cámara y blablabla. Pero sorprendentemente mi reacción fue la resistencia, instintivamente. Otra vez no, son mis cosas, cojones, no.

Después de 30 segundos de forcejeo, desisten. No pueden meter sus manos en mis bolsillos, no lo permito al menos en el derecho, de la cámara. Me rasgan los pantalones por un roto que tenían. Estamos en medio de la calle y creo que más que mi resistencia, les intimidó la presencia de gente, vehículos y quizás alguna patrulla lejana.

Rasguños y dolores de cara, el único perjuicio. Todo en mis bolsillos, y lo que llevaba en la mano, sin valor, por el suelo. Una gorra de Brasil se les ha caído, y una cajita de vitaminas, me dejaron de regalo… o disculpa.

Llega una patrulla por coincidencia, y los paro. Les digo que me atacaron, y prácticamente sin palabras, se van. Ésa fue su ayuda. Sin sacarme de allí, me pareció que se iban a perseguirles, pero se fueron despacio. Me dejaron en el lugar con el mismo peligro, no volvieron. Dos transexuales que han observado todo me contestan, me indican la estación, pero es por donde estaban ellos, y hay más. Vuelven a llegar mozos de las esquinas, creo que son los mismos, pero no lo sé, no les ví. Sólo puedo mirarles y mantener distancias. Un transexual me dice que pase, que no me vuelven a atacar, porque ya se llevaron mis cosas. Le digo que no se las llevaron, y me dice, ‘AH’.
Me acompaña el otro transexual, que está bastante buena, por cierto, a la estación de Lapa.

En el momento de la despedida me dice tímid@, -Y a tí no te gusta montártelo?
Con risas le digo que me encantaría satisfacerl@ por ayudarme, pero que no va a poder ser, que no me va.

Y me voy feliz a Lapa, con mis cosas, con gente normal que espera buses como yo.

Mirada de vaca

En algún momento de los recorridos por el corazón de Colombia, me sorprendió ver una vaca muy comodona.

Estaba muerta, y no pude evitar acercarme a observarla. El silencio se hizo mientras la miraba a los ojos, había algo de expresión en ellos… y sentí como un torrente de pensamientos me inundaba la mente. Me dí cuenta de que mi cara era de dolor, y de que sentía algo raro.

Sentí la presencia de la muerte, y como yo estaba tan vivo, escapé.

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Es que está el Rey

Entrar al único bar del pueblo donde televisan un clásico en final de Copa del Rey completamente sudado después de buscarlo por callejones ardiendo, tiene su aquel.

Se hace el silencio momentáneamente, y después de escuchar la palabra Jesucristo unas 80 veces en todos los rincones del bar, la gente consigue volver a concentrarse en el partido.

Me entrego a mi cerveza y al aire acondicionado y me sumerjo en España. Las caras de los jugadores, las de los asistentes… la del Rey. Poco a poco me voy olvidando de donde estoy, hasta que entre vociferios, una mujer le grita a su marido RELÁHATEEE más alto que nadie, con su acento venezolano, tan fuerte que me hace pensar en cómo es posible que toda esta gente hable nuestra misma lengua -me pasa a menudo-. Un gracioso con unas birras de más quiere hacer reír a los demás preguntándome a quién le voy. Me pilla por sorpresa, y por resorte digo del Madrid -aunque por dentro ya estoy cuestionando por qué, cuando es lo último que me importa en el mundo, y en el fondo me gusta más el Barsa-, a lo que el suelta su chiste: -«Pues como te pareces a Jesucristo, no os salva ni Dios».

Vuelvo a España. Observo detenidamente la importancia del partido, la mierda que conlleva. Noto el enorme mal rollo del estadio, el desprecio de los perdedores al recoger su medalla del Rey, el mal rato que pasa, la imagen que se da, el odio, el mal perder, lo ridículo. A lo que hemos llegado. Que el estado de ánimo de tantísima gente dependa de si el árbitro pita o no un fuera de juego, o de si el Madrid hubiera fichado o no al mismísimo hijo del viento.

El paisano de al lado le dice al otro, -«Mira, ése es el Rey, es que está el Rey, por eso se llama la Copa del Rey», muy satisfecho, ignorando cualquier cosa más allá de esa presencia.

El paripé, la espera, las caras largas, Casillas.

Estoy tan sumido en esa realidad que me quedo casi solo en el lugar, mirando abobado la pantalla, pensando en un miércoles santo.

Salgo, y mi realidad me golpea con 35 grados, multitud de músicas reaggeton y bachatas con acordeón, vendedores de calle y coches americanos destartalados de los 80, de los del equipo A, fords, chevrolets, dodges cuyas puertas han de ser sujetadas porque ya no enganchan.

Me gusta ver que hay mucha gente que ni sabe que ese partido está pasando, y que en lugar de preocuparse por quién gana, lo hacen por la cola de horas que han de hacer para el único supermercado, y por si les quedará carne o mantequilla cuando consigan entrar.

Me alegro muchísimo de estar aquí, de volver a lo mío. Me voy a orillas del Orinoco, que es inmenso como cualquier embalse de los nuestros, a digerir los sucesos, donde las últimas camisetas del Barsa desaparecen entre los millones de túnicas de la única procesión que se ve por aquí al año, imitando las nuestras. Y que son, por cierto, del mismo color.

Mi bici, por favor

29 Enero 2014

Pedaleando una calurosa mañana en bici prestada entre los rascacielos de la ciudad de Panamá, decido pararme en uno de los hotelitos más jartos que han decidido crear por aquí, el Hard Rock Hotel.

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Como no llevo candado, le pido a uno de los 200 botones que me rodean si me la puede guardar un momentín.

Me da un papelito como de guardaequipaje y me meto en el hotel con la sensación de estar observado y en cualquier momento interrogado. Pregunto disimuladamente por la planta de la piscina, cuando consigo darme cuenta de que paso bastante desapercibido, pues en estos hoteles hay gente, gentica y gentuza a aburrir, y de que tengo más clase que la mayoría de los ricos horteras que tengo alrededor, que no saben ni escribir pero van de catedráticos.

Cuando consigo llegar a la piscina se me escapa una carcajadita de placer al ver sus condiciones, y rápidamente me quedo en bañador y en barba como únicas prendas para ser un trozo más de carne entre tantos. Que la barba la puede llevar cualquier actor famoso y estar divino, y quién sabe si no seré yo alguien, o algo.

Baño, hamaca, baño, hamaca, ya está bien, tampoco es abusar, me pensaba tomar un café o birra para agradecer pero es que ni ní ni.

Pantalón corto sin nada debajo, camisetilla de tirantes y bañador húmedo al hombro, me bajo en el ascensor aceptando toda la cortesía de los empleados como cliente-quizás-famoso-guitarrista y en la puerta, contento con los resultados, le entrego el papelito a uno de los botones, que me mira y me dice -Sí, señor, por favor, espere en esa acera que alguien le traerá su auto-.

Yo, confuso por su confusión, me quedo a medio camino entre la acera y el muchacho, para aclararle que no, que…

…y después de 3 Mercedes, 2 BMW’s de la virgen y 5 de esos ‘todoterrenos’ de mentira de pijos, oliendo fragancias caras y viendo bolsos de Vuitton y eso, aparece al final de la cola un chavalillo con mi bici y una sonrisa de oreja a oreja, vieja y reventada ella, pero gloriosa y brillante por eso mismo.

Me subí a ella como quien monta un caballo después de matar a dos forasteros, y con una corta mirada atrás y un saludo que sustituyó al levantamiento de un sombrero que no llevaba, salí del lugar con una curiosa gloria.