Después de las montañas me fui a Port Antonio porque no sé quién dijo: Port Antonio.
Allí, descubrí la verdadera esencia de no hacer nada y no sentirte mal por ello, es muy tranquilo y estaba lleno de casas viejas pero de madera íntegramente, con porchecito y balancines como las de las películas. Era sentarse a observar la vida pasar, o ver cómo no pasa nada.
Me quedaba en un hostal de la colina central y no había nadie más… era muy cutre pero muy barato y a mi me encantaba. La madera crujía a cada paso y estaba pintado en rojo y colores vivos, se podía uno sentar y dormir en cualquier lugar, el porche lo mejor. Por las noches veia un poco la tele con los cuidadores y dueños, y observaba cómo ellos doblaban mientras yo intentaba entender el patois televisivo.
Lo único que hice fue acercarme un día a una playa, y mereció la pena.
LLegué tarde pero disfruté de la puesta de sol y de que sólo había locales y me parecía muy exótica y especial. Había un río emergente del suelo de agua dulce (si, como un cenote) y allí podías refrescarte después del baño salado. La gente se lavaba allí y el río desembocaba lindamente en el mar, en el lugar donde yo coloqué mis cosas para comer un poco de cenar y prepararme para la noche.
Me dieron las tantas hasta que conseguí sentirme cómodo después de explorar la zona y controlarla, la noche cayó pronto y no me dio tiempo a explorar con antelación y saber lo que me rodeaba. La parte de atrás era desconocida y me sentía observado por alguna razón.
Después de un rato apareció un cuidador algo nervioso que no entendía por qué estaba allí tan tarde, que era peligroso para mí. Al ver que yo no reaccionaba temerariamente sino con dulzura y alegría de encontrarle, se relajó (eso dijo) y luego empezó a hablar de cosas más importantes que el echarme de allí o el pagar una tasa.
Media hora más tarde yacíamos los dos relajados, en su guarida de cuidador, charlando sobre cosas muy importantes en la vida, como el saber disfrutar de la naturaleza sin miedos y ser capaz de comunicarse con ella, confiar en ella y respetarla todo lo posible. Cosas que los dos compartíamos con fuerza, pues el hacía lo que yo hice esa noche todos los días: observarla, limpiarla, y sentirse cobijado por ella… Se atrevió a decir que los dos éramos especiales por ser capaces de ver ciertas cosas, y quisimos ser amigos por largo tiempo.
Al despedirnos, me pidió dinero. Le dí 100 dólares jamaicanos y no volvimos a vernos.