22 Mayo 2016
*Acabo de volver de Flores. Como no me gusta repetir vistas, encontré un barco tirado por temporada baja que vuelve al oeste parando por lugares geniales en el norte de las islas, islotes donde hacer expediciones cortas o los mejores esnórkeles que recuerdo desde Filipìnas (insuperada aún). Han sido días de paz y escribir sentimientos cruzados que fluyen como resultado de estos años. La cámara de fotos murió. Le entró agua sin razón aparente en un buceo en las azules aguas de esta foto. He pensado que no voy a reemplazarla. Tal vez sea el principio del final, o el final de las fotos: en cualquier caso, las tres últimas fotos de la genial compañera que viene desde Panamá y ya era de segunda mano:
Todavía está vivo el sentimiento de realización y compulsiva fé de Flores. Esto es lo último del diario:
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No recuerdo una aglomeración tan grande de suerte, revelaciones, señales y misterios desde hace mucho tiempo. Parece que el Mismísimo quisiese hablarme o me sonríe todo el tiempo. Han aparecido personas clave en mi camino de unas maneras demasiado oportunas o ingeniosas. Cada día es una bendición, no me importa nada, tengo una confianza total en lo que ocurre, me siento seguro y guiado. La experiencia de la moto por Flores está siendo reveladora.
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Quería compañía y no me ha faltado. En Lombok, el niño de aquella noche extraña en Praya. También Ripaí y Nachel. En Sumbawa, Zoe, hombre de 37 años solitario y con una extraña facilidad para ayudarme o pasearme sin ánimo de lucro y hablar profundo, lo cual necesitaba mucho. Buen inglés y buen tipo gracias al que conocí Sambori.
En Flores, Imam el primero. Un niño de 19 años que me ha hecho sentir como un padre paciente y aprender otras cosas de la cultura musulmana. Gracias a él he visto lo que ya sé y la voz de la experiencia en mí, tras estos años. A veces insoportable, a veces un mejor amigo, a veces un hijo -podría serlo-. Y también dispuesto a ayudarme en Labuanbajo con su cuarto donde puedo dormir y con un alquiler de motos tirado de precio. Hemos recorrido cómicamente el oeste de Flores, un lago volcánico, cataratas y una playa gris y vacía llamada Nangalili donde aprendí algo especial.
Le he hecho ver cómo se puede dormir con gente local por placer y caridad, lo que al principio le avergonzaba terriblemente por su cultura pero finalmente le gustó. En general ha sido una nueva experiencia de compartir que he manejado bien desde la paciencia y calma, conectado, aceptando y disfrutando cada día lo bueno y lo malo, tenga lo que busco o no, y observando su sufrimiento cuando las cosas no salían como esperaba.
He visto su justificada ignorancia y la he entendido, he visto la mía y pensado que ya no es tan grande: aunque sin mérito por compararme con un muchacho, es un sentimiento de éxito en el viaje.
No olvidaré fácilmente las noches en el «long-break» o muelle largo, con Imam, los fritos de banana y las estrellas y el silencio escapado de Labuanbajo. Mis consejos, mis promesas dudosas sobre un reencuentro y un largo viaje juntos, con lo que él sueña. El primer frescor tras el día en el aire y el relax. Su cuartito azul pequeño, cutrín, de aquel extraño hospedaje donde se quedaba.
Con todas las cosas buenas y malas que estoy viviendo, así es el mundo y espero poder seguir viéndolo así, con aceptación y alegría, con la ecuanimidad que me ha enseñado el budismo.
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Y las espectaculares apariciones isla adentro de Flores de Gusti o Jephrey, llenos de bondad y amor y generosidad exageradamente infinita para mí, que soy un desconocido cualquiera.
¿Por qué?
Es a veces tan ridícula y sospechosa esta presencia que creo ver a Dios a través de sus ojos, manejándolos y sonriéndome en momentos perfectos o justo cuando lo necesitaba, con precisión exacta (al final del día, justo para dormir) ofreciéndome directamente sus casas pocos segundos después de aparecer: Gusti en aquella desoladora gasolinera de Ruteng, en la lluvia, y Jephrey suavemente, como un fantasma, en la oscuridad, tocándome el hombro en las termas de Soa, Bajawa.
¿Por qué?