Nuku Hiva

Me desperté intranquilo ante la amenaza de un día en Nuku Hiva sin planes. Tenía que hacer algo, no soporto los días banales.

Decidí que me iría temprano con una mini mochila, agua y poca comida a un lugar remoto de la isla a pie, en el oeste, donde había una supuesta catarata al fondo de un valle, atravesando las montañas que rodean la bahía principal, verdes y vírgenes.

No sabía si podría volver en el mismo día, y así lo advertí a la tripulación. Caminé, se acabó la bahía, ascendí firme la primera colina, continué, olí aromas nuevos y me encontré con guayabos, comí varios, sudé, consumí peligrosamente la poca agua que llevaba, surqué crestas y ví un caballo con montura atado junto a un saco lleno de carne fresca y huesos enormes, escondido en un arbusto. Será un cadáver? Matarán por aquí a gente?

Caminé indeciso sin encontrar el camino, cubierto por la vegetación, pero volví curioso al caballo, sin camino. Un hombre salió armado de la nada y nos miramos indecisos, pues no debe haber muchos como yo en aquel lugar. Pero era noble y acababa de cazar una cabra enorme para las fiestas y su familia. Me dio la botella de agua helada más rica del mundo y me indicó el camino, nos despedimos con risas.

* * *

Perdí la cuenta de las bahías y calas que dejé atrás, desde las alturas.

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Días 48 – 52

Bitácora pacífico ::: Día 48

Julio 2015

Debo confesar que la falta de la Independencia desarrollada en el continente americano me está matando. No tengo paciencia, me es pesado depender de los barcos o capitanes y de sus decisiones. En el barco en el que estoy, el Dreamtime Wanderer, pensaba estar unos días y llevo más de dos semanas. Todavía en Nuku Hiva. Cuando por fin zarpamos para continuar hace dos días, tras unas horas el capitán decidió volver porque el barco se movía mucho y había olas ‘grandes’, para mí un mar movido pero normal. Hubo tensión por su indecisión y por la insinuación a continuar de Edward y mía. Son conservadores y navegamos con un crío de 7 años, así que finalmente reconocimos la decisión del capitán y nos echamos a las velas, facilitando su momento. Si algo hubiera pasado habría sido por nuestra culpa y eso no tiene sentido, estas cosas se aprenden en el mar.

Pero volver de noche significó casi chocar con dos barcos en la bahía buscando un lugar sin luz y con un temporalillo en el que de pronto se rompió el freno del ancla y perdimos el control. Esas cosas también enseñan. Tenemos días hasta que el tiempo mejore, de nuevo en espera.

Sin embargo, aunque quisiera estar ya en Tahití buscando -la temporada se va lentamente- y a veces me pongo de mal humor por la espera o por la actitud de la familia, lo tomo como un nuevo trabajo de paciencia y una nueva lección de la vida. Y más aún, estoy en un lugar super apartado del mundo, privilegiado y difícil de llegar, las Marquesas. ¿Qué puta prisa?

[Mientras traspaso estas palabras escritas del diario hoy, me llamo idiota 3 veces y me arrepiento de no haber tenido más paciencia o haber disfrutado más de aquello entonces. De nuevo, en aquel presente, estaba en el futuro, y la ansiedad no me dejaba desparramarme en el lugar. Idiota.] Sigue leyendo

Marie

Bitácora Día 29, Julio 2015

Espero en la bahía de veleros de Hiva Oa largas horas, leyendo la Bíblia, sin quitar ojo a los movimientos de barcos, preguntando a todos para asegurarme continuidad en el viaje. No hay otra manera de viajar en el pacífico profundo. Hace un calor insoportable. Unos hombres cantan en la distancia, son sonidos y un canto nuevos para mí, me hipnotizan.

Escuchar hombres de la Polinesia


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Una mujer grande, local, habla a gestos con los del mástil roto. Hablo con ella, y sin entendernos con mi francés, en pocos segundos aclaramos que puedo quedarme en su casa. Marie, mi salvadora. Al rato aparece con su camioneta y su hija, la niña más bonita de la isla, y medio en broma medio en serio me dice que no puedo mirarla o desearla. Sigue leyendo

Yelcho y la austral

7 de Mayo de 2015

No podía dejar de asistir al espectáculo de Yelcho, en plena carretera austral: allí me esperaban, como mis amigos, los amigos de un familiar que frecuenta el lugar. Yelcho era, cuando nos conocimos, un lago solitario, tímido, sombrío, cubierto por tinieblas y rayos de sol impotentes, como hechizado en algún cuento de hadas. Los bosques en sus orillas no tienen desperdicio, solo árboles gigantes y viejos, y sus generosas aguas hacen de él uno de los mejores destinos de pesca del mundo. Pasaba la luna llena 26 de mi viaje, el viento rizaba las olas y el otoño ya mordía los picos cercanos con nieves jóvenes que se amontonaban sobre curiosas laderas rojizas, abajo verdes.

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Al lugar se añadía el buen trato que me dieron en aquel magnífico hospedaje de sus orillas. Y no recuerdo el nombre de aquel perro-guía que tenían, pero se entregaba a los visitantes como si trabajase en el lugar, y nos acompañó a nuestras excursiones a kilómetros de distancia, enseñándonos el camino y esperándonos. Sigue leyendo

El lago último

La última cruzada de los Andes: Capítulo octavo

8 Abril 2015

Dejé la carretera asfaltada que me llevó hasta el Mapuche y continué por caminos de tierra que las voces locales me recomendaban, lejos de motores, cerca de cencerros.

Cuando preguntaba por lagos pequeños e inhabitados a las gentes, tenía una idea en la cabeza para completar mi cruzada; un lago que reflejase bien las montañas, que estuviese limpio, que me diese leña, felicidad e intimidad en mi última noche en los bosques. Me hablaron de uno o dos que estaban a varios kilómetros, y caminé tranquilo surcando tierras de gentes humildes, ganado, casas de madera coloreadas, grandes árboles, manzanas y voilá!: castaños como los de mi tierra, que en este otoño ya dejan las castañas limpias y brillantes en los caminos, listas para llenarme los bolsillos y recordar los domingos en casa o las señoras que las venden a docenas en las calles del Raval.

Siguiendo indicaciones encontré el laguito y al hombre que me dijeron que vería cerca construyendo su casa. Hube de pedirle permiso para acampar por sus tierras, con miedo, pero esta gente siempre se sorprende de que un extranjero quiera acampar en un lugar que o bien no tiene atractivo para él, o bien le halaga por que vengan a su propiedad. Hombre humilde es generoso, y aún tratándome por loco, a lo que ya estoy acostumbrado, buscó el chiste, me convidó amistosamente a carne, me ofreció leña y como gol, conseguí su permiso para utilizar su barquita, lo que me daba esa satisfacción del caminante: la de sentir que estaba en el lugar correcto o de que no había caminado en vano, pues obviamente se venía un regalo de día.

Con el tiempo justo escogí el lugar -no es fácil-, instalé mis cosas y me calenté una cena. Hasta monté la hamaca, todo el despliegue para despedirme del sol de hoy y de los Andes de este viaje. Orienté la tienda pensando en mi despertar, en el despertar que tenía en la cabeza sin concretar pero que fue tan bonito al concretarse como lo que había imaginado.

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El Mapuche

La última cruzada de los Andes: Capítulo séptimo

6 Abril 2015

Un pesado paso de aduanas en el que intenté colar mis almuerzos orgánicos y casi me arrestan bajo multa de 200 dólares. La negativa a tirar mi valiosa comida, unos huevos y unos tomates y papas sin declarar, casi un disgusto. Así volvía yo a Chile, con modernas carreteras y modernas leyes; en el siglo XXI no se puede viajar con comida porque podrías contagiar a un país «limpito».

Mi labia me volvió a salvar el pellejo y continué: quería cruzar a pie los Andes, entrar a pie en Chile, llegar a pie hasta los valles más bajos. Porque si te descuidas, un pequeño tirón a dedo podría moverte kilómetros y perderte cosas como el Mapuche.

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Caminaba por la linda y húmeda ruta que había elegido para cambiar de país, sabiendo que me esperaban los verdes valles de Chile, no lejos de Curarrehue, el primer poblado chileno tras la frontera. Las cargadas nubes del pacífico se estrellan literalmente con los Andes, y descargan allí donde llegan, en las alturas. Las montañas se encargan de devolver el agua al océano a través de ríos y lagos infinitos, paisajes ultra verdes que dejan las praderas patagónicas más orientales de Argentina en un color pajizo y envidioso. Sigue leyendo

Valdés

13 Marzo 2015

Con el buen sabor de boca que Buenos Aires deja, a calor veraniego, milongas, buenos amigos, vino y fernet, viajaba yo en un viejo tren nocturno qe salió de Constitución hacia Bahía Blanca. Al amanecer, me apeé en un lindo pueblo veraniego llamado Sierra de la Ventana. Estuve cuatro días en un camping haciendo un delicioso verano argentino en el que, de nuevo, los otros jóvenes del camping eran mi pandilla de confianza desde la primera tarde. Visitas a diferentes lugares del río, baños, asados, familias enteras disfrutando, mate, sol. Largos paseos también en solitario a los cerros cercanos y a las puestas de sol, como en casa.

Tras mucho dedo y otros pueblitos y playas grandes en que caí por azar, llegué a la región de Chubut, en la Patagonia. Llana, vacía y seca, pero especial. Bajé hasta la península de Valdés, donde viví otro verano diferente, esta vez me sentía en una isla, en un lugar aislado, diferente, magnético, aunque ya algo frío. Como una Formentera austral y otoñal para explorar, o sea, de nuevo como en casa. Pero con una peculiaridad biológica.

La península es uno de esos lugares para biólogos y amantes de la fauna salvaje. En los días que estuve allí conté numerosas especies jamás vistas por mis ojos conviviendo en un hábitat único en el mundo; la península tiene algo especial si es escogida por tanta «gente» animal.

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Junto al río Uruguay

13 Febrero 2015

Recuerdo un lugar en la provincia de Entre Ríos especialmente por unas grabaciones salvajes de mis excursiones de puesta de sol y adentramiento en la noche. Se llamaba el Palmar, una reserva junto al anchísimo río Uruguay, llena de animales extraños que se metían entre las tiendas de campaña por las noches y por debajo de las mesas. Era un lugar precioso, con inmensos árboles, extraños bosques y vastas extensiones de palmeras con campos verdes y poblados de animales. Un pequeño río daba vida a la reserva antes de desembocar en el gran río Uruguay. En este último veía la luna salir reflejada en sus aguas, que bajaban a Buenos Aires, como yo. Del otro lado, Uruguay, pero muy lejos, mucha agua fronteriza en medio.

Una tarde que me creía perdido, un zorro me siguió o acompañó durante un rato hasta el pequeño río, donde grabé el entorno y sus sonidos. Se ponía el sol y los carpinchos, protagonistas del parque entre muchísimas especies protegidas, se llamaban unos a otros para bañarse.

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Ya en la cálida noche veraniega, las estrellas eran muy resultonas antes de la llegada de la luna, y me tumbé en medio del camino boca arriba para observar satélites que parecían pasar todos a la vez, mientras escuchaba la oscuridad palmarense…