El Mapuche

La última cruzada de los Andes: Capítulo séptimo

6 Abril 2015

Un pesado paso de aduanas en el que intenté colar mis almuerzos orgánicos y casi me arrestan bajo multa de 200 dólares. La negativa a tirar mi valiosa comida, unos huevos y unos tomates y papas sin declarar, casi un disgusto. Así volvía yo a Chile, con modernas carreteras y modernas leyes; en el siglo XXI no se puede viajar con comida porque podrías contagiar a un país «limpito».

Mi labia me volvió a salvar el pellejo y continué: quería cruzar a pie los Andes, entrar a pie en Chile, llegar a pie hasta los valles más bajos. Porque si te descuidas, un pequeño tirón a dedo podría moverte kilómetros y perderte cosas como el Mapuche.

1-P1090524

Caminaba por la linda y húmeda ruta que había elegido para cambiar de país, sabiendo que me esperaban los verdes valles de Chile, no lejos de Curarrehue, el primer poblado chileno tras la frontera. Las cargadas nubes del pacífico se estrellan literalmente con los Andes, y descargan allí donde llegan, en las alturas. Las montañas se encargan de devolver el agua al océano a través de ríos y lagos infinitos, paisajes ultra verdes que dejan las praderas patagónicas más orientales de Argentina en un color pajizo y envidioso.

Me sentía extraño y fuera de casa al dejar Argentina, no tenía moneda local, olvidé cuánto se paga por las cosas en Chile y me costó recuperar mis huevos, papas y tomates en el primer pueblo chileno, cambiando dólares del fondo de mi mochila, pues el peso argentino se descarta tristemente. Pero estábamos en las montañas y la gente fue agradable, así que empecé a buscar lugares para acampar otra noche andina.

La ruta sufría entre un río y la escarpada montaña por la que iba, por lo que solo me quedaba la otra ribera. De pronto, un puente colgante de cuento lo cruzaba y al otro lado había todo lo que yo necesitaba en la vida. Me lancé y exploré un territorio cerrado con llave y sin gente. Había mesas, campo, un curioso «quincho» recién hecho a mano con todo madera del lugar, el río para lavarme, un paraíso. Cuando comencé a instalar mi tienda en el sitio más agradable, el mapuche apareció con sonrisas y me abrió su lugar del mundo con gran hospitalidad.


1-P1090545

Este hombre es de la Tierra, pensaba yo. Sus rasgos eran los de un indio verdadero, tenía largas melenas negras, rasgos ancestrales y un comportamiento diferente, un modo de hablar curioso. Era risueño y bromista, le gustaba hablar de cosas íntimas y mujeres, y su casa era un desastre. Vivía con lo mínimo pero no necesitaba absolutamente nada más. Era solitario como yo, pero no estaba solo. Un extraño hombrecillo alcohólico rondaba por allí y tenía en el mapuche a su único amigo, lo que adulzaba más mi imagen del indio. Los padres, dueños de las tierras, pasaron por allí de paseo masticando fruta de sus árboles, y abrieron la boca en varias ocasiones aunque no pude entender nada. Me señalaron con un bastón una columna de humo en la colina, y entendí qe allí vivían. Su hijo tenía derecho a explotar aquellas tierras al turismo, y como buen trabajador de la madera, le ví futuro.

Mientras él entretenía a unos visitantes inoportunos que rompieron la paz, yo aproveché su hoguera para cocinarme mi arroz clásico y entrar en paz con mi estómago. Con los deberes hechos, pude contemplar el lugar en el que estaba, y sobre todo los matices otoñales del atardecer en los Andes.

1-P1090547

Mi mapuche regresó pidiéndome una moneda para comprar algo de cenar, y desapareció con el borrachín después de unas horas en las que me quedé con su chucho ahuyentando a turistas en la oscuridad. No quería que estropearan aquella paz, y conseguía que el chucho les ladrara y les desanimara desde la oscuridad. Después, volvieron mis dos amigos con muchas costillas de ternera y dos cartones de vino, buenísimo, todo el vino chileno incluyendo el de cartón es bueno, y más aquella noche. El borrachín troceó la carne con mi machete y avivamos el fuego. El mapuche comenzó a tocar un cuerno y escuchamos en silencio. Los conocí, escuché el pasado del borracho y el futuro del mapuche en un presente espontáneo y bienvenido: la luna estaba grande y se veía con aura a través de la niebla, y podía ver las praderas andinas con su luz cuando iba a por más madera; el frío no atravesaba mi poncho, que estaba caliente de mantener el fuego.

1-P10905511-P1090554

El cuerno

El chucho nos robó carne ante mi disgusto, pero la reacción de aquellos hombres fue escasa, lo que me dio a entender lo accesible que es la carne en las montañas que atravesaba. Cuando estábamos empezando a doblar con el vino, el borrachín se fue directo a la piltra sin casi comer nada, y al mapuche y a mí nos quedó una larga noche de charlas, vino, cuerno y tabaquito en mi pipita artesanal del Bolsón argentino.

1-P1090560

Desperté con los balidos de unas ovejas en mi tienda, dispuesto a irme pronto por la ruta hacia nuevas aventuras. Pero me costó despedirme del mapuche, y cuando lo hacía con la mochila en la espalda, de pronto vimos que el volcán villarrica estallaba no muy lejos con gran nube negra frente a las nubes blancas. Me convenció rápidamente para quedarme otro día e ir con el y su amigo a pescar a un río, y ver el volcán desde algún sitio si se ponía bruto. Era un planazo, y queríamos que reventara!

Los dejé irse a pescar y me bañé desnudo en una tarde fría de las montañas. Cuando volvieron, remontamos una colina en el toyota de aquel chileno y contemplamos la fumarola del volcán entre risas verdes e infantiles a través de un ocaso oscuro, con el sabor de unas truchas ahumadas en la boca. Chile me sorprendería más tarde con una interminable actividad volcánica.

1-P1090569

La noche me dejó ver la sombra de mi mapuche en la pared de su choza, que parecía la de un sabio indio queriendo resucitar. Me dormí en mi hamaca colgada entre dos árboles por pereza de volver a montar mi tienda, y la noche no me mojó ni me dio excesivo frío.

1-P1090571

Al día siguiente ayudé al mapuche a izar la bandera mapuche en su terreno, y le dejé allí, reivindicando con ella sus costumbres y las de su pueblo, invadido y en peligro de extinción, como tantos otros de América.

1-P1090582

* * *

Escribo en la proa del Dreamtime wanderer, en una bahía de las Marquesas. Qué fuerte me ha dado con escribir en este momento de mi vida.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *