La última cruzada de los Andes: Capítulo sexto
04 Abril 2015
Las chapitas y marcas de la famosa «huella andina» a veces desaparecen en un tramo, haciendo que los caminantes ciegos como yo se queden frustrados sin saber qué hacer. Reconozco que esto me llevaba al mal humor por el tiempo y esfuerzo perdidos, por la salida del plan y timing originales. Pero la distancia hasta la laguna rosales no era grande, y las pérdidas de referencias me hicieron desviarme sólo a lugares tan bonitos como los que esaban en la ruta correcta. En el mejor de los casos acababa compartiendo manzanas ácidas del suelo con caballos, en otros atravesaba una comunidad mapuche de la que me mantenía semi-alejado, pues oí que son territoriales y a veces poco inhóspitos.
Cuando llegué a la laguna la encontré perfecta para el almuerzo, estaba nublado y las nubes se movían rápido sobre los montes. No veía gente.
El camino era fácil y no me importaba el tiempo, podía parar en cualquier lugar si la noche se precipitaba. Una vez ví un gran árbol situado en el borde de un alto rocoso y pensé que era un lugar afortunado para vivir una vida o una noche. Los lugares mágicos siempre me hacen preguntarme cómo sería vivir en ellos aunque sea unas horas. La compañía de un árbol puede ser más que suficiente para parar.
Las orillas del siguiente lago en el camino, el Lolog, eran las más inhóspitas que conocí hasta el momento. Los lugareños me indicaron que el viento es atroz constantemente y hace que no pueda relajarme ni hacer fuego tranquilo. Las orillas eran de canto rodao y dificultaban mi caminar mientras comprobaba que el agua se rizaba con el viento en un oleaje escandaloso.
Pero el agua es fundamental en el campamento, para higiene y lavado de cacharrería, así que busqué un afluente del lago protegido naturalmente. Los pescadores de la Patagonia escogen la mosca para sus pescas y allí tenía su compañía y una ribera perfecta para instalarme rodeado de agua, para fuegos y para una noche más de oscuridad teñida de llamas y humo, donde la luz de mi tienda y la de una casa en la otra orilla eran las únicas debajo del cielo nublado.
Al día siguiente, llegado a Junín de los Andes, me preparaba para salir de Argentina agotando mis últimos pesos en una estupenda parrillada, muchos sugus y dulce de leche ‘Serenísima’; charlaba con la dueña del hostal sobre la vida y paseaba algo melancólico por abandonar tan tremendo país.
Una familia mapuche me acercó a mi frontera elegida para el cruce en un destartalado renault lleno de comidas para pasar las fiestas de semana santa en su tierra, cercana al volcán Lanín. El volcán y el lago Tromen son la razón de escoger este paso fronterizo, buscando un entorno natural impactante, como siempre, para una noche final en Argentina.
El enorme volcán Lanín tiene una forma espectacular, unas lomas que bajan kilómetros y kilómetros a la redonda y que hacen de sus alrededores un lugar gris, extraño e inhóspito. Cuando comencé a caminar hacia él, un denso bosque de ramas secas creció alrededor queriendo desorientarme, aunque la presencia del volcán siempre tras ellas lo impedía.
Lo que parece cerca está bien lejos en las lomas de un volcán, y los colores del paisaje eran tenues y como queriendo resucitar de un gran incendio. Dos árboles con vida resaltaban entre cientos de árboles muertos, y el gris del cielo se aliaba con el de la lava petrificada bajo mis pies.
En un rato llegué al río de lava principal del Lanín, y me sentí como en el medio de una autopista de camiones. Algo dice que no es el lugar correcto para estar, teniendo en cuenta la actividad sísmica en este lugar del planeta. Aunque dormido, el volcán acongoja por su tamaño y porque se pierde entre las nubes, teniendo que figurarse uno la altura real o la forma de su pico.
La inclinación bajo mis pies hace obvia a la imaginación la imagen de la lava bajando lentamente y secándose por fin en el frío atmosférico después de quién sabe cuánto tiempo ardiendo en las profundidades de la Tierra, qué cosas extrañas, ¿se estará quedando hueca?
La aparto con mis botas al caminar en grupos negros y naranjas, así se queda el material, en estos dos colores que me gustan juntos y vienen de allí, del volcán, del embudo invertido del centro de la Tierra. Me gustan los volcanes, hay más de los que pensamos, mucho de lo que vemos viene de ahí dentro, como las enormes islas del pacífico donde escribo esto.
No sé si son los sugus ó qué pero es una tarde genial, me divierto con el suelo volcánico, son arenas naranjas y negras en las que se quedan mis últimas huellas argentinas, tengo repartidos sugus por todos los bolsillos de las chaquetas para ir encontrándolos cada tanto, quizás me quede alguno dentro de un mes si no los devoro ahora.
Antes de irme me quedo embobado con las nubes, tienen una densidad extraña y se acumulan como no había visto. Es una tarde de esas que mantienen entretenido con fenómenos naturales. El volcán finalmente me regala su estampa completa, sonriéndome, y me voy satisfecho, aún con tiempo de visitar el lago Tromen.
Hay ciertas aves rapaces que vuelan siempre sobre mí y sus graznidos me hacen recordar a cada momento donde estoy.
En el lago el suelo sigue siendo propiedad del volcán, una increíble estampa me deja ver en 360º todo el lago y el volcán atrás, es un entorno único.
Las nubes siguen jugando a los colores y las capas, el día se hace extrañamente largo y me da para caminar toda la orilla y observar rincones profundos del otro lado, antes de perderme en la noche de vuelta, con jabalíes y un frontal casi sin pilas.
Mañana, Chile.