Musulmanes tropicales, y el caos normal

Sumbawa, 30 abril 2016

Sin conocer mucho a los musulmanes sí puedo decir de ellos que les gusta levantar mezquitas. Hay muchas y cada poco veo una nueva en construcción. Cerca de ellas, en las carreteras, hay una señal que indica su presencia y prohíbe tocar el claxon.

muahahaha, no tocar el claxon

En todas ellas hay un sistema de megafonía que suena en las horas determinadas con las oraciones: deben rezar cinco veces al día, aunque creo que pocos lo hacen. Hay zonas con colchonetas incluso en los ferrys para arrodillarse y hacerlo, y he visto a un tripulante dar desafortunados cantos en un micrófono a la hora que tocaba.

Juraría que los cantos suenan más de cinco veces al día. Ayer me desperte a las 4.30 y sonaban ya como locos.

Pero es la magia de estas islas orientales de Indonesia, donde el 90% son musulmanes. Habiendo dejado atrás la excepción mayoritaria hindú de Bali, lo que la hace muy, muy especial, me he sumergido en un mundo islámico inesperado y fascinante. Tropical.

Al amanecer, al mediodía, al atardecer. Todas las mezquitas suenan de pronto, unas tras otras comienzan con unas palabras y continúan con los cantos que dejan claro el estado de ańimo del paisano al micro en varios kilómetros a la redonda. En una pequeña isla al oeste de Lombok (una gili) cantó una niña y después una mujer. Y en el norte de Lombok una noche mágica se multiplicaron con locura incontables mezquitas a la vez con el caos que, inconfundiblemente, identifica a Asia, y más aún a la cultura islámica.

* * *

Los cantos de las mezquitas se reinician de nuevo.
Deben ser las 6.

Sambori

Bima, Sumbawa, 28 abril 2016

Llego a Sambori en una moto con Zoe, mi ya amigo de Bima. Cuando me habló en la calle al llegar, le rechazé instantáneamente pensando que quería dinero o algo. Pero después confié, supongo que miré bien en sus ojos y le ví. Me ha ayudado de verdad. Me ha regalado sandalias cuando mis chanclas morían y me ha propuesto planes en Bima sin interés.

Al final, una compañía ideal, y hasta conversaciones interesantes sobre amor y religión.

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Hoy hemos pasado el día en las alturas. En una aldea tradicional llamada Sambori, el origen indígena de Bima, en las frescas montañas cercanas.

Se asoman curiosas a la puerta de su casa unas muchachas, las más bonitas que he visto en Indonesia. No se dejan fotografiar. Cuanto más se pierde uno en lo remoto, mejores joyas se encuentran. Eran muy niñas pero con esa madurez cautivante y contenciosa que despierta interrogación y curiosidad, confieso deseo, no tanto por tenerlas sino por la remota pero abierta posibilidad de madurar una relación desde el abismo cultural, con paciencia, y forjar un amor único y remoto, abandonando todo por descubrir si sería capaz de vivirlo y masticarlo lentamente, desde el respeto y la aceptación cultural, social y psicológica que significaría romper con tantos clichés y reglas. ¿Sería capaz? Con amor, supongo.

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Lombok

Abril 2016

La gente general en Indonesia puede escupir, carraspear sin fin o cagarse en cualquier momento -esto es Asia en general-; puede decirte que sí y que no a la misma cosa en el mismo minuto. Puedes hacer que te respondan lo que quieras según la manera en que les hablas: dicen que sí pero si tu les dices que no, no? ya dicen que no.
Y a la vez son gente encantadora y sonriente que me hace sentir bien acogido y confiado, viviendo bien el viaje. Tales son las contradicciones de los asiáticos para un occidental.

Pensando estas cosas llegué a la isla de Lombok, en concreto a las tres Gilis -islas pequeñas- que se alinean en el noroeste. Teniendo para elegir me fui a la más grande, Gili Trawagnan, por tener más que explorar. Es un destino turístico de jóvenes con ganas de fiesta, especialmente australianos con plata. Me recordó mucho a Key Caulker en Belize; isla pequeña sin vehículos a motor, muchos chiringuitos y comida/cerveza barata, espectaculares puestas de sol, bicicletas para alquilar y una camino de circunvalación ideal para dar una vuelta completa en un día, despacio, parando, buceando, leyendo, observando vistas en 360º al avanzar. Esto último es lo más interesante de las Gilis.

Llegué con miedo por el turismo masivo y tal vez los precios que ese turismo ocasiona. Pero me alegró encontrar que los mismos locales son humildes y los jóvenes tienen una actitud relajada y honesta, sin fiebre por el dinero. A veces rastas, curiosa mezcla de estilos. Y lo mejor, me dejaron acampar siempre en huecos de las playas junto a restaurantes o hospedajes, sin el menor problema, con calidez y sinceridad. Y en la tranquilidad de estas islitas no entra el robo ni el hurto, así que fueron los días más relajados de la época.

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Mañana sonora de Ubud

Si hay algo delicioso de mis días en los campos de arroz que rodean los bungalows de la kupu kupu foundation de Ubud, son los caminares matutinos sin haber desayunado buscando un lugar donde meditar antes de que el sol empiece con su berrea diaria.

He aquí el «pixound» relativo a tal placer:

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Estas caminatas lentas también tienen lugar en los atardeceres tras la berrea y una ducha por encima que separa el sudor del frescor. Pero muchas veces la inercia me lleva al pueblo, donde encuentro otros paisajes sonoros más artificiales: unos espontáneos músicos tocando en el jardín de loto entre la multitud.

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La magia de Bali en moto

Ya con moto en otros rincones del noreste de Bali y alrededor del volcán tremendo de Agung conocí ese lado rural que tanto me interesa y fascina. La gente en los poblados es simplemente tierna e inocente. Siempre se deja notar la diferencia entre el abuso de la ciudad y las accionas desinteresadas de los paisanos que viven tranquilos cada uno de sus días. Muchos, dedicados al cultivo en zonas altas y con pendiente -todo esto son islas volcánicas- donde las nubes ya rozaban las cumbres. Entre maíz, cebollitas y los pimientitos picantes que hacen el sabor de todas las comidas en Indonesia, muy picantes, conduje muy despacio saboreando vistas y extrañas costumbres.

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Una noche me empeñé en pasarlo con estos interesantes locales de las montañas: es imposible que una noche en sus casas no sea repleta de sorpresas, y a los indonesios les sobra tiempo para invitar a un ‘bule‘ (extranjero) ó mister, como ellos nos llaman, a como mínimo un café y cigarro. El café en Bali es ‘balinese coffee’, en Lombok es ‘Lombok coffee’ y así en todas las islas, que producen el suyo, pero todos son una cucharada de café en polvo disuelta en agua caliente con azúcar, lo que deja un poso al final siempre de café puro que ha de descartarse. Todos están buenos!!

Una niña de la casa trabaja en turismo y es la única que habla inglés, con lo que puedo abrirme paso entre las numerosas mujeres, tías y hermanas y sobrinas, que me miran con recelo. No entienden por qué estoy ahí. Sentándome directamente a trabajar con ellas, me gano ya unas sonrisas. Limpian y separan las cebollitas que han recolectado en sus tierras para venderlas. Fácil! Otros muchachos llegan y muestran su intereś: les fascina que venga de ‘Barcelona’, leyenda de sus sueños futboleros, y me observan con distancia y serios.

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Cuando llega el patriarca de la casa, me invita a café y cigarro en una habitación y masculla alguna palabra inglesa pero noto que le gusta mi presencia. Especialmente cuando vé que aprendo rápido a tocar los instrumentos de percusión balineses que va mostrándome, como el tingklik o los kulingtan. Siempre alabando sus habilidades después, claro…

Está tan emocionado con nuestras improvisaciones que me lleva a una casa colina abajo donde todos los familiares y amigos, todos hombres y ni una mujer, se juntan para fumar e interpretar música balinesa, en lo que son bastante buenos. Mi preferido es un nota que está encerradito entre gongs, y los toca en escala de 3 golpes cada tanto: es el mejor sonido, el más hermoso de todos.

Salamat pagui!!!, se saludan los buenos días, o simplemente «pagui». La mañana amaneció sin nubes y las vistas de montañas cercanas y el mar abajo, siempre infinitamente calmo mientras viajé por Indonesia, fueron motivadoras para continuar. Los niños habían ido a la escuela, la abuela de la casa escupía y sufría de pecho contínuamente, pero no paraba de trabajar. Me miraba con recelo pero al irme me sonrió. El hombre no me dejaba irme sin desayunar, claro.

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Pasando por otras tierras más bajas, cerca del templo enorme de Besakih en faldas del Agung, ví un alboroto interesante y me paré: era una especie de festival con comida, bebida y otro tipo de actividades, como la de peleas de gallos. Era, por fin, mi primera vez, y no pude evitar la curiosidad. Cada diez minutos, como pulsos, muchos hombres se apelotonaban en un lugar y empezaban a gritar repetidamente una o dos palabras, y a los pocos minutos volvían a dispersarse.

Me colé disimuladamente entre ellos en una de esas, y me aseguré una posición. Poco a poco empezó a crecer la tensión de nuevo y dos hombres con gallos pequeños y asustados en las manos se movían en el centro del corro. Otros hombres iban de aquí para allá, cogiendo y entregando dinero en billetes doblados, no sé cómo llevan las cuentas pero todos entregan y reciben cada vez.

En un momento empezaron los gritos y los gallos fueron soltados, mucha tensión al menos para mí, por el miedo a la sangre y al sufrimiento terrible de aquellos inocentes. Hacían pequeñas embestidas el uno contra el otro y en pocos instantes uno estaba derrotado por el agotamiento y tal vez una rendición, pues no recuerdo verlo morir totalmente. Pero aquello estaba sentenciado y los billetes empezaron a correr por todas partes, contándose frente a mis ojos en cantidades sorprendentes para el valor local.

Ahuyentado de aquella violencia y de la falta de escrúpulos de mis hermanos y de mi raza continué ascendiendo hacia el templo. Había un evento especial con miles de devotos celebrando con sus interesantes ceremonias algo que no entendí porque no me dejaban entrar si no iba a rezar y practicar. Pero le dí una vuelta a los muros y pude experimentar, en un lugar especial, como los hindúes disfrutaban de lo que sería una misa para otros: unos hombres pasaban repartiendo agua sagrada y unos granitos de arroz húmedo que la gente, sentada en el suelo y preciosamente vestida de blanco, se pegaba en la frente en el tercer ojo, el espiritual. Tras cantos, campanitas y colas para otras bendiciones, me animé, desde la distancia y el respeto, a grabar sus suaves cantos.

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Después de aquello me quedaban las vistas desde este volcán, impresionantes, sobre gran parte de Bali, y sobre el océano infinito que reflejaba entre nubes su propia agua y los colores tardíos del sol en doradas e inmensas extensiones de agua.

* * *

En el sur de la isla, por cierto, gracias a mi buen Rodrigo, un verdadero ayudante de viajeros blogueros y un soplo de aire español en Asia, conocí playones como este. Aun siendo muy Mordor, una zona demasiado turística cerca del aeropuerto, tiene secretos que los buenos expatriados como Rodri conocen :)

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La magia de Bali

Abril 2016

El caos de Bali me chocaba tremendamente, incluso en Ubud. Tráfico y polución, ruido. El segundo día me adentré en el norte del poblado, donde felizmente ví las plantaciones de arroz y la paz de los lugareños. El destino me llevó por un sendero a encontrarme con un hombre local que me dijo, al decirle que era español, que su mujer también lo era. ‘Estás de coña’, le dije, me extrañó. Pero allí al lado encontré a Begoña, una interesante mujer, directiva de una ONG llamada ‘Kupu kupu’ que ayuda a personas discapacitadas de Bali. Toma ya! Sintiendo complicidad con ella, le pedí que me dejara quedarme en aquel lugar a dormir por su paz y separación del caos mundano, y aceptó. Recomendaría enormemente visitarla y colaborar con la asociación de las muchas maneras en que se puede, durmiendo allí en aquella paz, visitando lugares con ellos o simplemente asistiendo con ellos a las danzas balinesas que ocurren cada noche.

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Allí empecé a centrarme en meditar y paseé cada día un rato antes de desayunar con la paz, ya que me iba acercando a los territorios budistas del planeta y me esperaba un retiro intenso en Birmania de meditación. Entre esa paz y escribir pasaron días de calor y lluvias tropicales, y empecé a enamorarme de Bali y su cultura hindú.

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Casi sin haber meado me iba a caminar por los arrozales poco después del amanecer, pues dormía al aire libre y despertaba con la luz. Por diferentes senderos cada vez, las divisorias de los campos son laberintos de paz y caminar descalzo y libre. Hacia el este, solo un ratito temprano, podía ver el volcán gigante de Bali, el Agung. De las cosas más impresionantes que existen en Indonesia, es la presencia contínua de volcanes gigantes en todas direcciones, quizás en lejanas islas, pero siempre visibles por su tamaño.

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Wayan, el chico local encargado de los bungalows, un risueño e inocente jóven, venía a mi lugar a tocar un tingklik de bambú cada mañana, así que a la vuelta tocábamos juntos.

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Por las tardes, solía perderme en el pueblo de Ubud, que, una vez aceptado su caos, tiene mil y un rincones deliciosos. La cultura es la de vida sana y equilibrada, rollito yoga, meditación, masajes, hidroterapias y comida vegetariana, juguitos vegetales, etc. -«eat, pray, love» ha tenido su influencia, recuerdo bastantes solteronas cachondas-. Los precios eran asequibles hasta para mi bolsillo, con lo cual estaba feliz. Las puestas de sol las intentaba hacer hacia el norte, por algún arrozal extenso, donde aprendía, cada día más, cómo es la vida del arroz en todas sus fases: algo que se absorbe sin que nadie te lo explique, pues el arroz aquí tiene una gran importancia y un cultivo contínuo. Mi compañía eran luciérnagas voladoras y libélulas.

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Las decoraciones de las casas y las tradiciones hindúes de Bali me tenían muy entretenido. La gente, en las mañanas, prepara ofrendas lindas con una bandejita de hoja de banano que contiene varias flores, incienso, etc y se las van a colocar a sus deidades por cada templito junto a sus casas. Los templitos pueden ser diminutos, cajitas en árboles remotos por los arrozales con sus tejaditos, o en medio de la calle, normalmente con alguna tela amarilla decorativa y a veces paraguas protectores del sol y lluvia.

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En Bali existe un estilo integrado en las construcciones; por alguna razón de influencia, las casas y restaurantes, alojamientos, etc. se hacen manteniendo un mínimo de gusto en la línea de calma y paz interior y vida sana que mencionaba. Hay estanques y piscinas a menudo y siempre suelen añadir, aun con falta de espacio, estatuas de piedra-cemento bonitas y algún invento en el que discurre el agua contínuamente generando paz con su sonido: el agua es protagonista en Bali. No sé como describirlo, pero tienen la capacidad de hacer que paredes o construcciones de ladrillo y cemento sean lindas. El gris de aquel cemento tiene arte, no sé por qué.


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Los templos, bastante presentes, eran edificaciones en muchos casos piramidales y con ese mismo componente de cemento viejo que tiene tanta estética. En este jardín de loto donde posan tres muchachos, escenario ideal, pude ver una noche una demostración de baile balinés, adornado con música instrumental única en la isla. Aquellos instrumentos eran todos nuevos para mí, flautas y percusión, resultando en un rato de hipnotismo total, viendo aquellos músicos golpeando tantos objetos con ritmos que parecen descuadrados para un visitante remoto como yo pero que son el ritmo de este lugar. Las diferentes escenas representadas eran geniales y los caracteres muy extraños, desconcertándome, lo que más, la extraña manera de mover el cuello y la mirada hacia los lados contínuamente de los actores, cuyas caras a veces ya eran de los más exótico!


Escuchar un tema de la danza balinesa

(continúa)

Twilight tarn hut

Tasmania, finales marzo 2016

Fue en aquellas mismas montañas de Tasmania donde pasé la noche en el refugio de las grandes aves negras donde me encontré otro refugio que llenó una mañana de magia.

Descendía de laderas donde la vegetación era bastante desconocida para mí, delgados árboles como arbustos estirados, rocas musgosas y millones de charcas y lagunas preciosas cuya agua era cristalina pero demasiado fría para admitir vida visible. Nubes densas corrían, también aquel día, transversalmente, helando mis manos. De pronto, aparecí, por debajo de la altura de nube, a un lugar más seco donde por fin llegaba el sol y podía ver un gran valle frente a mí, me sentí reconfortado.

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Poco más tarde llegaba al refugio, solo y aún frío. Buscaba ese cobijo que dependiendo del tiempo y de los planes puede durar 10 minutos de calentarse las manos y tomar un snack o dos horas de cocinar, comer, leer y hasta dormir. Pero allí fue como un sueño, una inesperada dosis de silencio y observación cautelosa, un viaje en el tiempo.

El tarn hut fue usado en tiempos de colonos que se divierten con los nuevos territorios como base de ski. Ahora pobladas las laderas de árboles altos y maduros, en algún punto han debido de estar planas y verdes admitiendo la nieve como forma de entretenimiento. El refugio está también en mal estado, pero inconcebiblemente, mantenido exactamente como hace casi 100 años.

No sé si me chocó más esto o la forma en la que esquiaban en esa época. Qué paciencia! Qué ropas, qué botas, qué skies. La sala principal mantenía la chimenea, cerrada por el desgaste de las piedras y arenas, una mesa, un asiento y la misma forma que en muchas fotos que estaban en una pared de un cuarto, de 1928. Había gente divirtiéndose en iglús, comiendo en el refugio o esquiando: subían la colina a pie y se dejaban caer por unos segundos de gloria, pues era más bien pequeña.

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En aquel cuarto pasé al menos una hora, sintiendo en el silencio de la mañana las presencias de aquellas personas en el mismo lugar, imaginando su paso de fin de semana por aquellos cuartos y sillas. Frascos y latas de comida enlatada, reservas de azúcar, café y otras comidas tal y como habían quedado. Medicinas, galletas, pastillas, aspirinas, utensilios de cocina. Material de esquí: botas de cuero de mujer y hombre, esquies de madera con unas fijaciones que me daba la risa: no podían sujetar una bota con aquellas tirillas, no me lo creo!

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Beekeeping

08 Diciembre 2015

De la familia de la granja de Kaikoura, de la que me voy despidiendo con pena, por ser todos perfectos incluyendo a la perrita, con la que me despertaba por las mañanas aullando los dos en la cama como locos, saqué el contacto de un veterano ‘beekeeper’.

Adios a Liane, Rick y Jimmy. Maestros.

Adios a Liane, Rick y Jimmy. Maestros.

Y es que otra de las intensas experiencias cognitivas que pueden desprenderse del mundillo del wwoofing es la de la apicultura. Este hombre, uno de los grandes apicultores de la isla sur, se dedica a producir miel de manuka, esa flor diminuta blanca autóctona que pobla con su arbusto/árbol gran parte de Nueva Zelanda. Su sabor y sus propiedades la han hecho famosa en todo el mundo. Hay una variedad, kanuka, que se aplica directamente en heridas y las cierra que da gusto. Ambas son hiper caras.

Acordamos que ayudaría a este hombre -no recuerdo el nombre, y me jode mucho- en su labor un día de Diciembre, y a cambio, él contestaría mis muchas pero bien administradas preguntas y me enseñaría los pormayores de su profesión.

La denominación la da un control si la miel tiene un elevadísimo porcentaje de manuka -nunca sabemos dónde van nuestras abejas, se mueven en un radio de pocos kilómetros y pueden pasearse por otras flores- y hasta hace unos años la producía orgánica. Desgraciadamente, hubo una plaga hace poco y han tenido que recurrir a unos repelentes químicos en todo el país, lo que le quita esa maravillosa cualidad. Pero la miel está igual de exquisita.

Es primavera y hay trabajo. Nos movemos durante horas por valles cerrados y privados con los que Jansel, llamémosle, tiene permiso de colmena. Evidentemente, son zonas donde reina la manuka. Las colmenas están separadas por distancias calculadas y paramos largo rato en aquellas que necesitan cambio de cajones. Cada colmena es una serie de cajas apiladas verticalmente, y hay muchas en cada lugar. Las cajas tienen unos marcos extraíbles dentro donde por ambos lados las abejas forman su perfecta estructura de cera y almacenan la miel, entre otras cosas.

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