Husos y telares

Una mujer de rasgos enamorantes y no menos de 85 años, pedalea en un huso de una madera chirriante y barnizada de manoseo, de vieja. Está en la única puerta de su casa de adobe, firme y con una expresión de calma. Con atuendo local de su poblado, me sonríe.

Estoy en Waiku, Lamas, poblado indígena tradicional donde se mantienen tradiciones y magias.

No sé como sacar una foto a tanta belleza sin ser brutito, y de pronto estoy hablando con ella sobre su labor, sorprendido de veras con su huso y un puñado de lana en su mano, del que sale un hilo retorcido perfecto. Su marido se presenta y al mirar dentro de la casa veo un auténtico telar, entendiendo al instante por qué usamos esta palabra para designar algo complicado.

Él lo usa para coser telas grandes y preciosas de hamaca, ella genera hilos, pero con mucha calma, siempre lo han hecho, no hay prisa. Si yo tuviese que hacer todos los hilos que usa él en el telar, estaría un tanto ansioso. Entre explicaciones de él en el telar y pedaleos varios, cuelo unas fotos.

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No acaba ahí el tinglao: una vecina sorprendentemente atractiva para su edad, con dientes de oro y dibujos de cruces en la paleta, llega y se sorprende con mi presencia. Me saluda y poco después, me regalan mi primera ducha de quechua.
Sonaba tan lindo que hube de grabar un video oculto, una vez más, para llevarme mi precioso sonido.

Mientras escucho, descubro, encima de una puerta que da a un patio trasero que grita 1900 en nuestro país, un cuadro de ambos, quizás del día de su boda. Es un dibujo. No hay mucha diferencia con la realidad actual.

3 días de camino

Final de abril 2014

Mi guía se había emborrachado la noche antes de nuestra salida prevista, que era a las 7am. Lo admitió como un hombre y le perdoné al instante, aún sabiendo que, en ése día al menos, iría el más por detrás de mí que yo de él.

Unas motos nos acercaron a Paraitepui, punto de salida donde acaban las carreteras. Allí conseguimos una cocina de gasolina, y repartimos la carga mientras esperábamos a que parase de llover. Recuerdo vegetales, arroz, alguna lata, huevos, pan, sandwiches, café, avena, azúcar y sal, dos pollos congelados y sobres de refresco instantáneo. Una tienda de campaña y ropa envuelta en plástico por si el desastre: sin ropa seca las noches allí serían imposibles. Sin más, empezamos a caminar en silencio. Nos esperaban tres días de caminar sin parar, el tercero el más abrupto, por la pared del tepuy: un ascenso total de unos 1800 metros en 25 kilómetros, hasta los 2723m del Roraima. El punto más alto de todo Canaima.

Como la ruta estaba bien definida, pude caminar a mi ritmo sin problemas, fue una jornada bastante plana y sencilla, motivada por espontáneos acercamientos o cambios de ángulo a Roraima y su tepuy hermano, el Kukenán. Roraima estaba cubierto de nubes que sólo dejaban ver sus faldas, con una caída de agua bien fuerte que hablaba de fuertes lluvias en la cima.

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Hoy mismo

Hoy es el primer día de mi vida que he visto una tela de araña diseñada en forma de nave, de bola, de balón ahuevado, hueca. Estaba suspendida por múltiples cables fuertes en todas las direcciones, sin duda como el acero para unas abejas extrañas que colocaban sus nidos en ellos.

No encontré a la araña, quería felicitarla: por el diseño y por la hospitalidad.

Después perdí la cuenta de las niñas de hasta 6 años que cargaban con sus hermanos (esta vez no eran sus hijos), de la mitad de su tamaño, por el poblado de Jutaí, donde por fin he visto caras completamente indígenas en el Amazonas. Tenían una increíble capacidad para arquear la cadera y dejar el peso de sus cargas en ella. Una estaba en la puerta de su casa viendo el chavo del ocho de reojo; otra caminaba a oscuras por la calle con una cara de mujer de 40 años que mejor ni recordarla. Otra, bajaba a un embarcadero con todos sus hermanos.

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Hoy es el primer día de mi vida que he oído un sapo que suena exactamente como Mario Bros saltando en SuperMarioWorld para Supernes. Que estuve un rato buscando al chavalillo de turno por la casa, para echarme unos vicios con él, hasta que me sacaron de mi equivocación.

Hoy he visto cosas.

Ser paki (mola)

Son millones de veces las que, en Barcelona, los controladores principales del mercado de productos de consumo en pequeños negocios -desplazando a los mismísimos chinos-, pero sobre todo de cervezas en la calle, se acercan en cualquier lugar para ofrecerte una dichosa lata.

Son los pakistaníes. Nadie que haya pasado por Barcelona desconoce el fabuloso sonido con acento pakistaní que sueltan al pasar por tu lado con una leve sonrisa:

-Cerveza-beer, amigo?

Que por supuesto está en mi colección de sonidos:

No fueron pocas las veces que los quise matar cuando estando en la playa no me dejaban dormir, pues preguntaban cada minuto. Alguna vez les grité en el Borne porque insistían aún diciéndoles que no. Y sin embargo, todos queremos a los pakis. Tienen mil veces más carisma que los chinos, son simplemente salaos. Nunca se meten en líos, no se conocen apenas historias de tráfico o violencia con los pakis, y siempre traen una cerveza bien fría allí donde uno quiere tomarla en la calle, donde haya fiesta. 1 euro. 6pack x 5. «No paki, no party», solemos decir en barna.

Pues bien, hoy les quiero un poco más precisamente por su insistencia y les entiendo como nadie: Si quieres ganar dinero en Río, vende cervezas durante el mundial en Copacabana.

Cuando mi amigo argentino Edu llegó a Río, ví la luz: él tiene una «camio», que es lo que faltaba para la logística. Sólo necesitábamos una neverita, hielo, y cervezas. Bueno, y algo de ingenio, cachondeo y gracia.

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En un super, tenían oferta y conseguíamos super latãos (lata extra grande, de 550ml) por 2 reales y pico: las vendíamos por 6.

Lo malo fue que empezamos el día del 7-1 a Brasil, que ya es poca fiesta, hubo disturbios durante el juego y se fueron los gringos, y además cayó el diluvio después del partido. Morimos para al menos recuperar la inversión, en otro barrio con algo de ambiente, pero fue muy dura la pelea para captar clientes y conseguir vender, empapados.

En el siguiente partido habíamos vendido todo antes de acabar el primer tiempo. Brillaba el sol, los gringos estaban contentos, se vendían de cuatro en cuatro y la policía no nos molestó apenas. Bendición.

-«Cerveja! Latão geladão! Cold beer!», -gritaba entusiasmado, contando los billetes.

Pero de vez en cuando, con la boca más pequeña, gritaba un:
-«Cerveza beer, amigo?» y sonreía, recordando a mis pakis…

Volar

Abril 2014

Fue tan sólo hace unos 80 años.

Jimmie Ángel se puso en contacto con unos exploradores españoles para sobrevolar un hallazgo que se atribuye unas veces al siglo XVI, por parte de España, y otras al XX. Lo que está claro es que hasta hace dos días, sólo los indígenas disfrutaban del lugar más espectacular del mundo para muchos: la Gran Sabana de Venezuela, sus Tepuys y el famoso salto del Ángel.

Los Tepuys (monte en Pemón, lengua indígena local) son montañas inmensas y aisladas que terminan con abruptas paredes verticales que parecen haber sido empujadas desde abajo por alguna fuerza brutal. Son las formaciones expuestas más antiguas del planeta, su origen data del Precámbrico (violentos choques de placas), y a lo largo de la historia, la meseta entre la frontera norte del río Amazonas y el Orinoco se erosionó, formando estos tepuyes. El aislamiento y las condiciones únicas de sus cimas hacen que sean lugares literalmente ‘de otro mundo’.

El cabezón de Jimmie Ángel, estadounidense, puede estar contento: el salto de agua más grande del mundo, con casi un kilómetro de altura, cayendo al vacío desde el majestuoso Auyantepuy, lleva su nombre. El Salto del Ángel no se llama así por otra cosa, por decepcionante que parezca. Jimmie quería llegar al salto y aterrizar en lo alto del Auyantepuy, y lo consiguió, incrustándose con un aparatoso accidente en la cima, que no dejó víctimas pero necesitó un rescate y ocasionó que las noticias dieran el nombre de un pesao a una de las proezas mas brutitas de la pachamama, Natura.

En el aeropuerto de Ciudad Bolívar, peleando con gente para buscar la manera más barata y afortunada de llegar a semejante lugar, me encuentro la avioneta de Jimmie, como homenaje, lo que me motiva aun más.


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Futebol em Rio

Ésto es lo que piensa muchísima gente del mundial en Brasil, no sé lo que llegará fuera. Primer día.

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Con esta algarabía:

Yo, en el medio, apoyo la moción, pero para mí no pasan desapercibidos detalles como éste:

Lo bueno de Río es poder levantar la vista y mirar a cualquier parte, un lujo al alcance de todos. Después, sale mi primera luna llena en Copacabana, la gente camina, bebe, y grita. Yo, sólo, con ella.

Así, a mí un 5-1 me resbala.

El llanero solitario

Finales de marzo, 2014

El compromiso que tengo con Venezuela y sus maravillas naturales es tan grande dentro de este viajecito mío que mi brújula ya apunta con fuerza al este.

El sur de Colombia, Putumayo, Amazonas, me chilla también en los oídos, pero necesitaría una vida entera para conectar de allí a Perú y Bolivia, bajo ningún concepto pasaría por esos lugares con prisas. Sé que van a necesitar paz y tiempo, y la Copa del Mundo de Fútbol está ya cerca, así que me acerco a Brasil por Venezuela. Decidido.

La manera de llegar a Venezuela desde el corazón de Colombia es atravesar los famosos llanos, hasta Puerto Ayacucho, en pleno Orinoco fronterizo. Los llanos orientales de Colombia (o la Orinoquía) son sólo parte de los llanos de Sudamérica, que se extienden por la cuenca del Orinoco en ambos países. Son evidentemente aptos para la ganadería y agricultura por su planicie, y aunque para algunos aburrido, el paisaje es especial para otros, único incluso. Como Castellano, volví a un lugar donde el calor se distribuye como en mi tierra, el olor de la lluvia puede disfrutarse mucho antes de su llegada y las puestas de sol rara vez son ocultadas por bosques o nubes pegajosas. Desde los pies de los Andes hasta el Orinoco, este inmenso departamento Colombiano del río Meta no tiene carretera, es sólo un camino polvoriento sin acabar, donde varios presupuestos del gobierno -me cuentan- se van siempre por ahí y no llegan a utilizarse en el asfaltado.
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En el corazón de Colombia

13 Marzo 2014

Me sumerjo en Colombia, en su corazón.

Ya en el eje cafetero colombiano, me encuentro en Salento con Will, al que conocí en Méjico y los dos sabíamos que nos reencontraríamos en algún momento. Estamos exactamente en el mismo momento de nuestras vidas, en el momento de encontrar respuestas y decidir quienes somos. Hemos dejado atrás buenísimos trabajos, personas hermosas y vidas aparentemente dulces para volver a empezar, esta vez sin dudas. Hemos ahorrado para que nuestras vidas no se nos escapen, y los dos bajamos por el continente desde Méjico, escuchando atentamente y mirando el fuego reflexivos, mientras cada experiencia nos marca y observamos cómo cambiamos con menos pena y más júbilo, con más tiempo para observarnos y entender qué es lo que verdaderamente nos falta en esta vida, lo que necesitamos y lo que somos. Dos españoles que han escapado de muuuchos años en grandes ciudades europeas y sus rutinas, y que creen que debe haber algo más. Así fue el encuentro con Will, un espejo en el que ver que hay más gente en el mundo con el mismo devenir de ideales, y con los mismos conflictos internos.

Salento es el marco perfecto para nuestras interminables charlas. Un pueblo antiguo en el Quindío, con lugareños humildes y con caballos. Campesinos y trabajadores, gente simple. Una plaza con iglesia, tiendas monas, caballos y jeeps ‘willy’, el clásico y viejísimo jeep que puede verse en todos los cafetales del país. Calles con casas alegremente coloreadas y balcones, cafeterías con buen café y pastas. En el medio de valles de un verde único, haciendas cafeteras, picos nevados todo el año, como el de Ruiz, y rodeado del árbol nacional de Colombia, la uniquísima palma de cera, que alcanza unos exagerados 70 metros en el tronco y vive alejada de la costa.

La calle real de Salento y la escalinata al mirador

La calle real de Salento y la escalinata al mirador


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