El llanero solitario

Finales de marzo, 2014

El compromiso que tengo con Venezuela y sus maravillas naturales es tan grande dentro de este viajecito mío que mi brújula ya apunta con fuerza al este.

El sur de Colombia, Putumayo, Amazonas, me chilla también en los oídos, pero necesitaría una vida entera para conectar de allí a Perú y Bolivia, bajo ningún concepto pasaría por esos lugares con prisas. Sé que van a necesitar paz y tiempo, y la Copa del Mundo de Fútbol está ya cerca, así que me acerco a Brasil por Venezuela. Decidido.

La manera de llegar a Venezuela desde el corazón de Colombia es atravesar los famosos llanos, hasta Puerto Ayacucho, en pleno Orinoco fronterizo. Los llanos orientales de Colombia (o la Orinoquía) son sólo parte de los llanos de Sudamérica, que se extienden por la cuenca del Orinoco en ambos países. Son evidentemente aptos para la ganadería y agricultura por su planicie, y aunque para algunos aburrido, el paisaje es especial para otros, único incluso. Como Castellano, volví a un lugar donde el calor se distribuye como en mi tierra, el olor de la lluvia puede disfrutarse mucho antes de su llegada y las puestas de sol rara vez son ocultadas por bosques o nubes pegajosas. Desde los pies de los Andes hasta el Orinoco, este inmenso departamento Colombiano del río Meta no tiene carretera, es sólo un camino polvoriento sin acabar, donde varios presupuestos del gobierno -me cuentan- se van siempre por ahí y no llegan a utilizarse en el asfaltado.

Estamos en temporada seca y la travesía me puede durar varios días. Si fuera de lluvias, serían semanas.

Un conocido colombiano, en Panamá, me recomendó pasar por su finca en Acacías, y conocer a su madre. Aunque al presentarme allí su familia no entendía nada y no me esperaba -lo que me hizo sentir algo raro-, después de ayudarles a pintar el aula de una escuela donde dan clase, aparentemente acabé mereciendo su hospitalidad y pasando dos días deliciosos en familia; a veces hay que lanzarse con esas pequeñas opciones de parada con paisanos, fue un primer contacto con los llanos muy, muy chulo.

El lugar era aún verde, sabana neotropical, con algunas montañas tímidas, fresco, especialmente tranquilo, con sus noches llenas de sapos. Jugué al mariokart 64 con los niños de la casa (sólo por eso ya mereció) y me perdí un día entero por caminos de arena muy fáciles de caminar.

La injusticia agraria y social del latifundio se hace presente. Enooooormes tierras que pertenecen a unos pocos terratenientes con casas de calidad en algún lugar aquí o allá, se extienden ante mí. Sin embargo, en este país no han ahorrado en la división de tierras, y unos perfectos postes muy delicadamente pintados de blanco y con sus cabezas de diferentes colores a cada lado (azul y naranja para mi deleite) hacen a veces, de los caminos, pintorescas rutas que ni en Francia. Creo que jamás dejé de ver estos postes hasta la frontera.

Exóticas aves llenaron los escasos ratos de árboles con sus cantos y el sudor me empapó la vida, una vez más, ya ni me entero. Otra de esas veces que, por cabezón, me empeño en dar una vuelta entera a un lugar enorme, a ojo, sin saber, calculando, y tardo horas y horas en regresar… pero siempre regreso. La familia ya estaba preocupada.

Cuando al día siguiente me despedí de ellos, todos guapos, limpios, con colonia, peinados, empezando otro ciclo que yo ya he olvidado (la semana), me dí cuenta de que era lunes, y de lo buenos que pueden ser los domingos de los niños. Me puse en marcha, pasé Puerto López y llegué a Puerto Gaitán, gratis, en autobús de línea, sólo a cambio de un «por favor». Muy contento.

Qué raro era Puerto Gaitán. Un pueblo perdido en los llanos que, de repente, estaba, un lunes, como cualquiera de nuestros pueblos en el día grande de las fiestas patronales. Corrí con toda mi mochila hacia el oeste, como siempre, a por la puesta de sol. Pero era tarde. Petardos, músicas paralelas a tope en todos los bares, gente despilfarrando, hombres con fajos de billetes, cochazos 4×4, borrachos, gente hortera de cojones, con pasta pa’ comprar ropa pero sin gusto pa’ llevarla, tequila, voces.

Cuando esa noche me paré a hablar con la vendedora de pinchos que más sonreía, entre trozo y trozo de carne averigüé que se trataba del petróleo. Muchos camiones cisterna y todos esos 4×4 blancos iban allí cerca a trabajar, en ese negocio. La plaza del pueblo tenía una biblioteca de unos 5 pisos acristalada, exageradamente moderna y enorme que no pegaba ni con cola, y otros edificios de oficinas que no, no, y no. Hoteles caros y feos. No. Instalaciones antojosas en las riberas del río… Todo muy raro, muy fantasma, muy falso.

Aun así, una tarde encontré mi hueco para cruzar el río, leer del otro lado, bañarme, con las polvaredas y estruendos de camiones pasando cerca. Tenía, aún así, su aquel. Quizás porque la gente estaba contenta, todo el mundo era agradable. Todo el mundo tenía dinero.

Petróleo.

***

Era temprano y tenía buen feeling con hacer dedo hacia esa llanura infinita, aunque a partir de Gaitán no hay nunca más asfalto, y el tráfico es casi nulo: algún camionero por ahí. Un hombre me levanta pero va a unos pocos kilómetros: siempre vale. Mi primer camión de los llanos.

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Ya en desierto, y sin verde, una estepa terrosa seca y muy calurosa se extiende a mi alrededor, y el sol abrasa todo lo que alcanza mi vista, a partir de la sombra de mi pequeño refugio. Las chicharras chillan y no cantan, y lo demás es ése silencio mosqueante que me hace dudar de si lograré cruzar ésto vivo. Llevo horas y no pasa nadie, estoy tumbado boca-arriba en un banquito y las hormigas tienen dificultades para caminar sobre mi sudor.

Ya no recuerdo cómo ni con quién, pero llegué a otro lugar igual, aún con el mismo calor, y muchos niños con pocas bicis muy rotas vinieron a mi novedad, y hasta que no les escuché, no me dí cuenta de que me hablaban en indígena, de que eran indígenas. Donde estará mi grabadora.

Alguien les llama desde el poblado diminuto de en frente, no les gusta que se junten mucho conmigo. Me miran la mochila, me preguntan en español si tengo cámara, u ordenador. «No, yo no uso eso», sonrío, mentiroso.

***

Culturalmente, los llanos están habitados por los llaneros, que son hombres de a caballo. Son los vaqueros de por aquí. Cuanto más me adentré en los llanos, más distanciadas estaban las pocas casas que encontrábamos en el camino. En estas casas, familiares, han decidido que les conviene cocinar en grande porque nunca se sabe cuando va a caer gente con necesidades desérticas, y son muchas las veces. Cobraban cara la comida, con la excusa de que hasta allí llevar productos es jodido, y tenían razón.

Fue una tarde cálida esa en que uno de mis camionero paró en un pueblucho de 4 casas para almorzar. Me ofrecía continuar un poco más con él, pero me negué: era el peor ride de mi vida: unos 60 km en unas 4 horas, en un camión de unos 100 años. Lento, ruidoso, machacador.

Estaba por tirarme en algún lugar cerca hasta el día siguiente, y cerciorándome de que el pueblo era (medio) seguro, caminé a las afueras intentando no ser visto. Pero un toyota pasó con ganas y ya por desesperado levanté el dedo y los paré. Fueron negativos en principio, pues llevaban todo el remolque cargado, pero dije que no me importaba ir en una esquinita junto a una transmisión de camión reparada, enorme, que llevaban al lugar de la avería. Me coloqué en el remolque y por momentos pensé que era una locura montarme con dos tipos sospechosos en noche oscura sin tener ni idea de la ruta. Pero pronto me dí cuenta de que incluso olvidaron que iba yo detrás al coger una velocidad demasiado alta, a la que me acostumbré viendo las estrellas y pensando que estaba recuperando mucho tiempo perdido…

Estos dos hombres, una vez llegados al lugar, resultaron ser jefe y mozo, y divertidísimos. El jefe era un hombre y padre ejemplar, educado y atento, pero muy bromista, no dejando nunca que las bromas se salieran del respeto y muy interesado por mi historia: me llamaba danielín el españolete con mucho retintín y cachondeo, y me encantaba. Tenía muchos camiones y se dedicaba al transporte, contratando camioneros como el mozo. El mozo era más jóven y vulgar pero muy servicial y técnico.

Habían dejado el camión en una de esas casas escasas de los llanos, para evitar robos, y la dueña, que supuestamente se lo vigilaba, no estaba. Al acercarnos lentamente y llamando, nos entró un miedo de risa. Era un tanto dantesco: una mecedora que cruje en el porche, juguetes tirados por el suelo, una cocina con bichos, y todo a la luz de las linternas. Una habitación estaba cerrada con llave y salían ruidos de dentro, y hasta que no me asomé por encima de la puerta para ver que no había nada, no me quedé tranquilo. La grama del terreno había sido quemada y estaba negra, lo que lo hacía más Freddy Krugger. Nos reímos mucho haciendo bromas y sustos de fantasmas, rompiendo todo el hielo con el ridículo de nuestra pinta en calzoncillos con linternas y nos lanzamos a hablar de nuestras vidas. El hombre amaba a su hija y me enseñaba fotos, aunque también de su amante jóven (aquí todos los hombres tienen hijos con varias mujeres y cada vez más jóvenes).

Colgamos las hamacas en el porche: el mozo la de su jefe, que no dormía en hamaca «desde hacía 30 años». Hicimos un tinto (el café por excelencia, suave y dulce) y nos dormimos hablando fraternalmente, yo contándoles la situación en España, que les interesaba; mi ignorante manera de contarla era para ellos muy intelectual. Nos imaginamos a la mujer de la casa como la madre de Psicosis y persiguiéndonos a tiros por la que le estábamos liando.

Al día siguiente amaneciendo enganché el primer camión que pasó y dejé a mis amigos cambiando la transmisión. Me adelantaría un trozo decente. Pero era incómodo: lleno de birras. Iba arriba yo sólo y me entraba polvo de cojones. El meneo del camión y mi suelo de cerveza duuuura no fueron suficientes para evitar que hasta me echara un sueñecito. Es curioso a veces lo que uno baja su nivel de… estar. Hay veces que se acumulan días y días sin dormir apenas, o durmiendo mal, llenándose mucho de mierda, comiendo fatal… y hay algo dentro que tira y tira y no deja al mal venir, a la enfermedad entrar, porque psicológicamente se mantiene fuerte y sabe que no es momento, no, por favor, ahora no. Y siempre se puede aguantar más, y todo puede ser peor, y hasta todo es disfrutable. Es como que ya todo da igual, a la mierda todo, hasta es bueno ver hasta qué punto de puede llegar, o cuántos días, batir records, prepararse más. Tomárselo todo bien, Anicha. Con la técnica de respiración de Vipassana he dormido en verdaderos infiernos.

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Incluso en temporada seca y segura para el tránsito, a veces sentía que nos íbamos a los lados derrapando en el fango y revolucionando de más. Una vez me pidieron un cable para remolcar y m dijeron que me bajara porque había riesgo de volcar, como si fuera lo más normal. Me encontré esto:

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-«Pssst, pssst», -le hice al conductor del camión que remolcaba (bastante nuevecito).
-Hasta dónde va usted?
-A Carreño.

Era mi destino: frontera con Venezuela. Sigilosamente bajé las cosas del otro camión y me encaramé con este hombre, que también llevó a mi antiguo conductor hasta un taller, por una pieza: Me impresionó el terrible olor que tenía, lo trozo que era, lo que apestaba a alcohol y sudor, su piel fuerte como ninguna, sus manos destrozadas, de esas personas que tienen 0 amor propio y su físico es lo último que les importa. Lo cual también admiraría infinitamente, si no fuese porque tampoco tenía ningún valor espiritual. Le faltaba un pulgar y estaba rebozado por el barro. Me gustaba que no fuese consciente de lo apestoso que era, de lo que molestaba a los demás en esa pequeña cabina. Y una vez más, lo ví como una víctima de su vida.

Muy inocente. Sentí lástima.

***

Qué buena suerte mi nuevo chófer. No tan diferente del anterior al fin y al cabo, pero al menos limpio, con muchos más valores, en definitiva, más conversación. Odio no recordar su nombre -la lluvia se ha llevado esa lágrima-. Hasta le camelé para poner mi música a ratos, después de horas de música llanera, que es tipo mejicana, baladas y lloros de amor, y tiros, y alcohol.

Me ofrecía de sus galletas, comida, y disfrutábamos del silencio a menudo. Yo le ayudaba a descargar y cargar cosas, y evitaba dormirme por respeto. Había respeto. -El llanero solitario-, me dijo de pronto una vez, en lo que creo que fue la única vez que apartó la vista de la carretera para mirarme, con una tosca sonrisa descuidada. Mantenía su mirada al frente más por timidez que por seguridad.

Las horas pasaban y los tramos siempre llevaban más de lo calculado. Era pesado. Una noche fue tremenda. Llegamos a un lugar donde se suponía que descargaba, y era tarde, queríamos dormir. Directamente, fuimos a colgar las hamacas en una más de esas casas en el camino, ya muy escasas. Un perro en el suelo ni se movió ante nuestra presencia, y yo, curioso, acabé encontrando a dos hombres en la casa, debajo de un mosquitero, durmiendo. Saludé y dije que sólo quería hacerles saber que estábamos allí para que no se asustasen. Jaja, asustarse.

Otra vez, mi ridícula hamaca, una simple pero ligera red, me sirvió para tumbarme mientras mi compañero colocaba una mucho más completa y cómoda que la mía, como siempre, y con mosquitero. Al borde de mi sueño, comenzó a llover suave. No me imaginaba lo que es una tormenta en los llanos.

Dormir con lluvia es lindo, pero esta lluvia tardó poco en empezar a empapar mis ropas incluso debajo del porche. Comprobé cómo los rayos se acercaban y cuando quise cambiar mi hamaca de sitio la tormenta estaba encima. Los rayos iluminaban tanto, tanto, tanto el espacio que me dejaban atontado, y no quería pisar el suelo ya mojado descalzo porque sentía mucha inminencia eléctrica. Cambié, rápidamente, una cuerda tan sólo, dejando la hamaca más protegida y me puse mi saco, y contento con el cambio comencé a respirar, abrigadito, atento. La intensidad siguió aumentando, mi saco también se empapaba. En el suelo, debajo del tejadillo, y de mi hamaca, tenía unos 6 centímetros de agua… Es una de las lluvias más intensas que he visto.

Los tejadillos de zinc metálicos que utilizan por aquí meten ruido con la lluvia, pero ésto era otra cosa. Mi amigo podría haber estado chillando con todas sus fuerzas a dos metros de mí y yo ni haberle sentido.

Tenía que volver a cambiar la hamaca, el viento traía agua horizontalmente a mi saco. Me moría de sueño y no quería mojarme los pies.

Comencé la operación.
Me desvelé tanto que hasta intentaba ver el mundo bajo la luz de los relámpagos. Todo blanco, nítido, vacío. Los llanos.

En un momento de ruido infinito, lluvia infinita y desasosiego infinito, mi mente, una cachonda, me tiró una imagen de un hombre encapuchado de negro caminando hacia nuestra guarida bajo la lluvia. Con un machete o algún arma asín. No sabía si reirme o llorar, miraba a mi alrededor la negrura de la casa y la blancura de los rayos, con las manos juntas bajo el cuello sujetando el saco, sin tumbarme en el nuevo sitio de la hamaca por no saber ya qué broma era aquella.

Pues decidí que me acercaría al vértice del tejadillo y, mojándome bastante, dejaría mi pobre cámara abierta 30 segundos, a ver qué se agarraba. Por lo menos me llevaría un recuerdo del blanco nuclear de la luz eléctrica natural; Así es el blanco, sin hombre encapuchado, claro. No es de día. Es un rayo de los llanos.

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***

La descarga mayor de nuestro camión era un campamento para hombres que iban a trabajar -jaja, ja- en la dichosa carretera. Mi chófer resultó trabajar para el gobierno y hasta pasamos por la casa del gobernador del departamento, que volaba en avioneta por la zona. Nos dieron una comida, descargamos heno para su caballería, y listo.

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Otro día más con mi amigo sin nombre, viendo plantaciones de coca por aquí y allá, tantos kilómetros más, quién sabe cuántos. Sólo paraba a veces el camión, que conducía cada vez más rápido, patinando sobre el fango con maestría, para decir -‘Voy a orinar’.

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Me acostumbré al olor a nuevo del camión y a mi culo aplastado tanto tiempo con la misma postura. Me aburría, leía, intentaba dormir, poníamos canciones llaneras, callábamos.

Durante la última puesta de sol en los llanos, invité a varias cervezas a mi chófer en un ridículo puesto en unos arbustos. Sabía que no me quedaba mucho y se me mezclaba la alegría de acabar con aquello y la pena de dejar Colombia.

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Nos despedimos al amanecer siguiente, le invité a desayunar, llenamos el depósito en una operación extraña con un talibán afónico (traficante de gasolina barata) y, ahora sí, antes de irse a cargar su camión con 6 caballos para volver a hacer la misma ruta de vuelta, el muy valiente, nos dimos uno de esos incómodos abrazos que se da uno a veces con una persona que no está acostumbrada a abrazar, donde los ángulos no encajan y la cabeza queda del lado incorrecto, se evitan las miradas y se sonríe de más,

aunque se sienta lo mismo.

Los llanos.

1 comentario en “El llanero solitario

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