15 Diciembre 2013
Hallábame yo pues caminando bien contento con mis recientes andanzas en Ometepe, cuando divisé el océano de nuevo, después de largo camino por tierra; saludé al Pacífico.
Las playas se abrieron ante mí, y la de Gigantes mostró sus gentes, barcas de pescadores y alguna construcción terrible de la nueva era. Subí a los altos que cerraban la playa y el pueblo en una bahía. Desde allí pude ver más playas, y una familia me observaba curiosa desde su casa/bar, en el vértice de este cerro interplayil. Les hablé, y después de un rato de amistosa conversación y de hacerles ver que no buscaba hostal sino un cuarto cualquiera con locales, me enseñaron uno con su puerta a unos cinco metros del vacío al acantilado, desde donde veía toda la siguiente playa, y la otra, y todo el mar, y todo.
Una vez más, el cuarto era terrible, pero colocando las cositas por ahí, chiscando una vela, leyendo o escribiendo, y con un poco de imaginación, cualquier cuadra puede ser una habitación de lujo. Estaba tan contento con el negocio que había hecho (me darían desayunos incluídos en un super precio) que me olvidé del terrible hambre que tenía y me lancé a explorar la playa vírgen que tenía debajo, tan sólo con el bañador puesto.
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