La mañana siguiente cruzaríamos el enorme y ancho glaciar de Ngozumpa a pie para ganar su otra margen, la derecha, aproximándonos a la bella aldea alpina de Gokyo y sus seis elegantes lagunas mágicas, dispuestas a ese lado del río de hielo.
Cruzarlo fue una experiencia subrayable, pues las condiciones en el Everest Base Camp, que estaba sobre el glaciar Khumbu, no me parecieron invitar a caminar, días atrás. Todos los glaciares de Sagarmatha tienen la característica de desplazarse, una vez descendidos a superficies más planas tras bajar de las alturas verticales, bajo tierra. Por ello, a primera vista parece haberse secado y dejado roca y arena gris en su lugar, pero no; está moviéndose lentamente por debajo, a uno o varios metros de profundidad, dejando esa capa inestable de arena arriba que se mueve y cae por alguna parte hacia las rendijas heladas en descongelación de ese mundo subterráneo. Ví espectáculos inolvidables como cortes transversales donde comprobar este fenómeno, lagunas de colores, cavernas inmensas con aguas perfectas que no saben si congelarse o fluir, continuas avalanchas reducidas por todas partes, enormes rocas de hielo elevarse mientras buscan, muy lentamente, un hueco donde acomodarse.
Y sin embargo, lo más impresionante no era visible, sino audible. El silencio de un valle glaciar, que ya conocí junto al EBC, es tan intenso que duele y obliga a abrir los ojos para cerciorarse de que uno no sueña: las ondas de sonido son todas absorbidas por nieves y hielo y apenas rebotan, creando el efecto de una cámara anecoica o ecos que solo había oído artificialmente, hasta entonces, en un estudio de sonido. El pitido de mi oídos parecía sonar cinco veces más alto de lo normal, y cuando conseguía separarme de orcos y humanos lo suficiente, lo único que rompía esa vieja y sabia paz eran los crujidos y cracks del lento evolucionar de semejante glaciar, bajo mis pies.
La impermanencia del universo, sutilmente, me hablaba de nuevo. Sigue leyendo →