He aquí el suceso de que, apartándose de la mundanal vida que le arrastraba y traíale más de un quebradero de cabeza, un jóven muchacho se encuentra con el momento de conocer, y no poco, al señor de Cervantes, y dedicarle así, de su tiempo, no menos de una quinta parte, pues a gran regocijo se encomienda el muchacho y cualquier persona que así decida leer las escrituras que relatan las tan bien conocidas como disparatadas aventuras de Don Quijote.
Es tal el regocijo del que disfrutan aquellos que leyeren tales escritos, que a bien tiene uno a la persona de Cervantes, y no sólo tal, que si uno tuviese la improbable ocasión de empinar unas jarras de cerveza junto al escritor, si fuese menester, con gran soltura podría decirse que las conversaciones de allí salientes no tendrían desperdicio alguno, pues aquel que dude del sentido del humor de este imborrable e imaginario narrador, después de acometer con cualquier historia del hidalgo, y más aún de las desventuras de su escudero, bien cegados tiene los ojos y mejor aún el espíritu.
Diome la visión, en leyendo, del tamaño gusto que me daba de ser hispanohablante, pues el incomparable castellano antiguo del que hizo uso con gran maestría don Miguel, le pone más artes a la historia pero más risa al que leyere, quedando toda traducción un tanto lejana del original. Si bien, la historia no cesará jamás de provocar la risa en el mundo entero y en lenguas lejanas, así como provoca más de una carcajada en mi persona, allá donde me hallare, al alba y también en la tranquila noche estrellada.
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