Serlo, hacerlo, tenerlo

Después del fiordo Quintupeu, teníamos intención de seguir bajando hacia Leptepu y conquistar totalmente el gran fiordo que conecta por agua Hornopirén con la carretera austral, pues no existe carretera posible en esta super-angosta y afilada parte de Chile. Pero Richard tenía malas noticias. Una gran tormenta se acercaba desde el norte, y el fiordo sur nos dejaba expuestos a ella sin resguardo. Así que partimos hacia la cala de Ayacara, orientada al sur y con protección suficiente, pero ya en aguas abiertas, con sólo Chiloé isla entre nosotros y el pacífico.

Fueron días de vientos sonoros en los aparejos del Issuma. Me gustan las vibraciones que los mástiles guitarrean con los vientos, con alguna driza a medio tensar que da un tono contínuo e indicador de la fuerza del viento. Atamos el molino de viento para que no molestase. Y pasamos mucho tiempo en el barco, intentando recibir pronósticos y escuchando la radio a las horas indicadas. Varios barcos llegaron buscando cobijo, incluyendo un gran ferry de la naviera austral, lo que nos hizo temer la tormenta especialmente.

Pero salimos a pasear por Ayacara, siempre algo especial en los pueblos chilotas, medio desiertos. Lo primero que me encontré fué, entre arbustos, fue el rumiante más grande que he visto en mi vida. Una raza especial, sin duda. Su cráneo debía de medir un metro de cuerno a hocico, bestial, aunque todavía se asustaba con mi presencia.

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Unos cuantos pollos se amontonaban en la puerta de la única casa que nos atendió, y compramos más vino chileno, quizás para preparar ‘navegado’, bebida que Olga nos mostró: el vino caliente con canela y naranjas. Y más allá vimos la iglesia del pueblo. Todas las iglesias chilotas son de madera y tienen un modelo precioso y clásico, algunas del siglo XVIII, y es un placer visitarlas. Después me detuve a mirar un barco varado amarillo que hacía contraste con el paisaje. Allí detrás se veía nuestra goleta roja, sola en la cala, esperando.

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Miré atrás y me dí cuenta de que me había adelantado en el paseo, suelo hacerlo, debo querer tirar inconscientemente de la ‘familia’ hacia adelante, a por más aventuras, como un niño que no quiere volver a casa pronto.

Entonces observé a Richard y a Olga, y allí estaban siguiéndome, intentando entenderse, y me sentí muy agradecido de estar allí, y todo fue perfecto, y experimenté de nuevo esa compasión por mis congéneres y los ví desde el punto de vista de la inocencia sobre sus vidas y su destino, haciendo lo que creen que tienen que hacer sin rechistar, y les quise.

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De hecho, decidí jugar a que Richard era mi padre y Olga mi hermana pequeña y a que éramos una familia aventurera navegando por el mundo. Y así es como cualquier persona que crea que no puede ser algo en la vida, o hacerlo, o tenerlo, puede serlo, y hacerlo.

Y aunque sea por un instante, tenerlo. Pero ojo con tener.

I origins

Cuando una persona que ha estudiado y leído mayormente ciencias sale de su cubo y se enfrenta a un mundo en el que mucha más gente de la que pensamos cree en cosas irracionales, invisibles o ultra-empíricas, su inexistente fé se ve amenazada por una necesidad de crecer. Por mimetismo puro. Especialmente en América, donde cada cultura muestra gran fé en sus doctrinas espirituales, sean ancestrales, coloniales o modernas.

Así, abriendo mi mente voluntariamente desde el primer día de este viaje, he llegado a tener en cuenta cosas que antes rechazaba con furia, como la religión. O el propósito de nuestra existencia, o el mismo concepto de reencarnación, completamente de locos, pensaba. Y sigue pensando gran parte de mí. Será un proceso.

Yo decía, basado en la observación y mis propias conclusiones, que la religión era el fruto de nuestro miedo a la muerte. Siempre estuvo ahí, siempre enterramos a nuestros muertos con respeto, así lo aprendí en historia en el instituto, cuando se nos dijo que civilizaciones antiquísimas metían a los muertos en grandes vasijas con joyas. Pero ese miedo a la muerte viene de la evolución, de tener un cerebro un pelín más grande que el de un macaco. Lo suficientemente más grande para pensar.
Pensar.
Pensar que yo no quiero que me pase a mi lo que le pasó a la abuela en la caverna, que ya no se mueve más y se pudre, y apesta.

¿Por qué -decía- sólo por tener unos cm cúbicos más de cerebro (sólo por disfrutar de un pequeño paso evolutivo más, de millones), vamos a recibir un trato especial tras la muerte? Un trato diferente al que recibirán macacos -hermanos, ojo- o nuestros perros y gatos. ¿Qué estupidez es ésta? ¿Como hemos llegado a inventarnos dioses, salvaciones y satanases, sólo por ser un poco más cabezones? ¿De tan atrás viene nuestro ego y nuestro egocentrismo? Para mí somos iguales en la naturaleza, ratones y humanos. Más o menos evolucionados, partes de una misma creación, pero iguales. Y tengo a Darwin y a Lamarck conmigo. Eso sí, quién puso aquí todo esto para que evolucionáramos dentro, es otra historia.

No. Cerraremos los ojos, todo será negro y dormiré para siempre, se acabó mi vida, como la de Laika y los macacos. ¿O es que nos encontraremos con la perra Laika en el más allá? Venga, no me jodas. Es muy bonito inventarse historias de reuniones y aplausos, pero seamos realistas. Triste, pero estoy seguro de que es así, estaba seguro. Estoy seguro.

* * *

El tener claras estas convicciones en las que no caben espíritus, fantasmas ni demonios, me ha ayudado a estar tranquilo con el planeta. La fé de mucha gente que he conocido, contradictoriamente, les hace tener miedos ridículos y sustos de saltar. Yo no conozco ese miedo.

Nunca me he asustado por un ruido sordo o extraño, o una puerta cerrándose, ni por una vela que se apaga sin viento, algo que se cae al suelo sin explicación o un crujido cercano en los arbustos. Me río con las películas de terror paranormal. La oscuridad total me gusta y la soledad en ella es un golpe de adrenalina si me pilla caminando en alguna noche, nada más.

Porque sé que todo tiene un explicación, cada coda que pasa está dentro de los límites de lo posible y de hecho le doy un carácter justificado, científico y super normal, inconscientemente, en milésimas de segundo, ni me da tiempo a mirar hacia la amenaza porque ya la he justificado como algo del mundo que conozco, de lo único que existe, de lo empírico, lo normal. Pero quizás así me pierdo también otras cosas basadas en la intuición, o en la fé por las señales, el camino de la vida y el destino, que siempre tuve pero que ahora, por cierto, son más fuertes.

¿Creemos lo que vemos, o vemos lo que creemos?
Una vez escribí que para cambiar lo que vemos, quizás debamos cambiar lo que creemos. Si cambio mi fé, ¿veré o sentiré mas cosas? ¿Estaré más conectado espiritualmente? Pero entonces, ¿también tendré más miedo? Sonrisas.

* * *

Todos estos procesos mentales ebullen en mi mente evolucionada y pensante cuando la película ‘I, origins’ llega a mis manos, boom, en las islas Marquesas, hijas predilectas de la creación y portadoras de la belleza divina celestial.

Un hombre de ciencias se choca con el amor y este amor le abre los ojos de la fé. El hombre se choca con sus principios y acaba buscando respuestas en India, donde yo quiero contestarme por largo tiempo hace largo tiempo.

Demasiado cerca de mi vida y en el mejor momento, la película.

Intuiciones y tiburones

¿Por qué no confiar más en la intuición? Suele funcionar:

En el último año me han pasado muchas cosas que había previsto minutos antes, como una pequeña visión o alarma. Pero no les doy importancia porque pienso que simplemente es la precaución, o un simple pensamiento; sólo se convierten en importantes cuando uno se da cuenta de que había pensado en ello poco antes de que ocurriese, cuando ya nada puede hacerse. Por ejemplo, he perdido la cámara de fotos tres veces en aguas del archipiélago de Touamotus, en 10 días. Las tres veces había pensado un minuto antes, ‘hostia, la cámara, ojo’. Otras veces visualizo una decisión claramente, pero tomo la más realista o fácil, la más mental, y acabo arrepintiéndome de no haber escogido la más intuitiva.

La me hizo recuperar la cámara las tres veces; la tercera, tras dos intentos en apnea casi de noche, renuncié y tuve que usar oxígeno al día siguiente. Con una probabilidad de 1/1000 en un atolón revuelto, nublado y sin sol, con viento de 20 nudos, habiendo girado 180º (en el otro lado del ancla y habiéndola arrastrado) con gran oleaje, tras pasar la pobre una noche en la oscuridad, entre pequeños tiburones, a 13.5 metros de profundidad, más de su límite.
O sea, un hallazgo absurdo y ridículo que me da qué pensar. Y funcionaba.

¿Será posible entrenar este sentido de la intuición para desarrollarlo? ¿Podremos mejorar nuestra vida dándole más atención a estos déjà vu’s?

La combinación entre la fé (u optimismo) y las intuiciones me está resultando reveladora.

Richard y Olga

Bitácora chilota.

Los actores en este momento de mi vida, de este barco, la goleta Issuma.

En el último puerto nos despediremos y se acabó, no los volveré a ver en este teatro, la vida es así, los actores aparecen, luego salen del escenario: chao.

Son todos buenos actores en general, lo hacen muy bien, me creo sus papeles, en el teatro, en mi vida.

Abril 2015

Viajar para siempre, o no.

El desapego a cualquier cosa que se alcanza tras años sin pertenencias es interesante. Con una mochila cada vez más pequeña en la espalda como único haber, se levita más en el mundo de las posesiones materiales.

En ella, el ordenador o la cámara, únicas cosas de valor, me pesan cada vez más porque son valiosos y tecnológicos, y no cuadran. Y me obligan de alguna manera a escribir en el blog de los huevos, que también pertenece a algo que se queda atrás y no es tan compatible con mi rumbo hoy en día.

El esfuerzo, aparentemente inexistente, de haber conseguido semejante grado de abstinencia sobre las cosas, hace que uno se plantee quedarse en este nivel indefinidamente, no volver a ensuciarse con las dependencias. Es como la abstinencia de cualquier cosa, sea privándose de fumar, drogas, chocolate, coca-cola, emociones falsas, o hablar, como en aquel retiro espiritual de Vipassana o la vida en aquella comunidad rainbow de la jungla, tras los que me costó readaptarme a la vida «normal». Podría hacer esto por siempre, en cualquier dirección, ya no hay miedo a nada: creo que ya no necesito nada.

Tras el primer año de viajar recuerdo estar golpeado por un cansancio más moral que físico por la contínua lucha diaria con una vida de «desamparo» y de trabajo por conseguir cada día la mejor opción en comida o cama: es así, sin gastar, que se puede viajar años seguidos.

Tras el segundo, me golpeó la falta de cariño, el de amigos, el de familia, el de pareja, bendito. Se vive sin él, o con pequeñas imitaciones temporales, pero falta, falta.

Pero hoy me preocupa que las cosas cada vez se saborean menos porque se acostumbra uno a esa intensidad permanente del viajar, a la belleza de los paisajes, a la locura del viaje, a la aventura infinita. Recuerdo intensidad y asombro con lugares del primer año peores que otros que ahora me provocan tan sólo un ‘ah, mira’. ¿Hay un límite sensorial que se quema, como el aburrimiento de una vida común, también en el viaje, o es que estoy nublado por alguna preocupación o ansiedad?

Hoy, mi memoria y mi mente, como las de aquel que sufre alucinaciones por hambre o sed, me golpean con imágenes espontáneas de coca colas abriéndose o sándwiches con el queso derritiéndose, pero en la añoranza. Recuerdos y flashbacks muy repentinos y reales, visuales, sobre momentos que ni uno sabía que recordaba, que traen añoro intenso y doloroso, que hacen valorar y querer mucho lo que se dejó y ya no se tiene. Solo por eso ya vale la pena un viaje tan largo, largarse.

Porque llegarán años de disfrutar de ‘la otra’ vida a tope, intensamente, del cariño, uno lo sabe. O metafóricamente, de tomar coca colas, vino y chocolate sin límite.

Cada día en esa vida, ‘la otra’, traerá, quizás, recuerdos y flashbacks intensos y dolorosos de añoro del viaje, de largarse.

Así queda uno vivo intemporalmente, en una presencia constante, disfrutando de las cosas que no se tuvieron durante un tiempo y Ahora se tienen.

El Hombre siempre quiere lo que no tiene; se puede quizás complacer al Hombre en ciclos de 3, o X años; o se puede vivir felices siempre con lo que no se tiene, pero tampoco se quiere.

* * *

Y si no mira, te largas otra vez y fuera.

La mañana al llegar

(versión del diario del anterior post)

13 abril 2015

Estoy en una goleta de acero, en una cala inimaginable.

Sobre la cubierta, tumbado boca abajo para escribir y para recuperar mi espalda de la fatigosa noche de turnos navegando hacia los fiordos chilenos del sur. He ayudado al capitán en lo necesario y me permito mi gozo. Richard.

Olga es la chica de a bordo, es chilena y dice que este es el lugar más bonito de Chile.

Hay árboles de aquí -ya no recuerdo sus nombres- y se asoman hasta un metro por encima del agua, junto a otros arbustos y helechos. En ese metro hay rocas de un gris redondo que dan ganas de conocer personalmente, una por una, a la sombra de las ramas más atrevidas que se ciernen sobre ellas hacia aguas limpias que no son otras que las del pacífico.

Una suave brisa soleada mueve el molino de viento del barco; junto a su sonido, el de las olitas en las amuras del barco y del dinghy. Y el de leones marinos en alguna orilla.

Me despertó Richard al amanecer y me puse al timón boquiabierto viendo unas montañas nevadas desde las islas a las que entrábamos. Volcanes. Nieblas nocturnas huyendo del día como vampiros, luces luchadoras entre ellas, y un pescador.

Quizás el pescador nos odie como yo odio a los veleros que llegan a lugares recónditos donde me encuentro a veces, míos; veleros consumidores de placeres fáciles, de gasolina y de dinero.

Los pueblos de paso

La última cruzada de los Andes: Capítulo quinto

3 Abril 2015

Existen personas en el mundo que confían en otras, tras solo un par de días o cafés compartidos en una cocina, tanto como para ofrecerle las llaves de su casa. Así me dijo Mara en el Bolsón, ‘Vas a Bariloche? Yo tengo un apartamento vacío, puedes quedarte allí’. Cuando estas cosas pasan a un viajero como yo, no se sabe cómo agradecerlo. Mara era extrovertida, culta, lectora, activista y consciente, una mafalda que me regaló, sin esperar nada a cambio, unos días acogedores en una casita yo solo, en el frío de San Carlos de Bariloche. Y me mostró un lugar donde hacían cerveza de frambuesa, que quedó para siempre en mi paladar y en mi lista de cosas que probar a hacer en la vida.

Los días en Bariloche fueron de sosiego y cuidado propio. Comer bien, dormir bien, estar bien, ser bien. La ciudad tiene rincones preciosos y está en la orilla del lago Nahuel Huapi, uno de tantísimos lagos que hay a su alrededor. Tantos, que el mejor día de aquellos fue el que dediqué a recorrer los alrededores de la ciudad y sus lagos y montañas.

Un recorrido por una península cercana, la de Llao LLao, me dejó bordear el lago Perito Moreno frente a la isla de los Conejos, con orillas preciosas y montañas inmensas encerrándolo. Caminaba tranquilo por bosques y orillas, con agua y un gran bocadillo en la mochila, con mi cámara de fotos, con poco más: el equipo mínimo de aventura y estampado de recuerdos.

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Si hay una cosa que recordaré gracias a la siguiente foto, que como muchas otras, no tiene un objetivo estético sino el de simplemente registrar algo que no quiero olvidar, es los empaches a moras que me dí por los Andes argentinos. Allá y acá, junto a caminos, entre rocas y en orillas, salen las zarzas junto a las mosquetas, y nunca se acaban, y la mora sabe, y salen a un mes pero al siguiente siguen saliendo otras más jóvenes, y las viejas se pudren junto a las niñas. Era fácil ver mis dedos morados en aquellos días, y no sufrí ninguna indigestión ni por los bichos, que los había diminutos, pero lo que no mata engorda, dice alguien siempre.

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Mira tu Neruda

Confieso que he vivido según me fue saliendo. Según me surgió, según me lo fue pidiendo el corazón, la luna y los aguaceros.

Confieso que siempre intenté mantener en pie todo aquello en lo que sigo creyendo, que a veces lo conseguí y que en otros ratos esgrimí banderas que me distorsionaban por completo.

Confieso que amé y que fui amado, que canté y fui cantado, que soñé y fui soñado.

Confieso que pasé largas veladas a la deriva de mi mismo. Que encallé en los lodazales oscuros de la inexperiencia. Que planté banderas y árboles frutales en arenas movedizas. Que fallé, que caí, que mentí, que lloré, que sin quererlo o sin saber que lo quería hice daño, que me equivoqué con uñas afiladas unas veces y con la zarpa almohadillada, otras…

Confieso que busqué, busqué, busqué… confieso que nunca perdí la fe, y aunque alguna vez deambulé desorientado nunca me rendí hasta encontrar la ruta hacia el dorado.

Confieso que busqué, busqué, busqué… confieso que interpreté con tal fiereza mi lucha que al final acabé encontrando…

Confieso que concurrí con la alegría… confieso que he vivido… confieso que por ello y por como me dejaron vivir estaré siempre en deuda con los dioses, con el mundo y con el ser humano…

Confieso que he vivido… confieso que soy consciente del regalo.

Neftalí (nombre verdadero de Pablo Neruda)

–gracias a keka la yogui–