12 marzo 2014
Ah, Sudamérica. Me tiemblan los pies ante tanta inmensidad. Sin embargo, camino fuerte a Medellín, sin dudarlo. Las cosas han pasado desde que llegué de una manera inapelable, me gusta. Las cosas cuadran y uno no tiene que pensar en si sí o si tal vez, las disfruta y punto, es así como da gusto moverse.
Me esperan en Medellín. ¿Quiénes? No sé, pero cuentan conmigo. Apenas llevo una semana en el país y debo encontrarme con un grupo de gente en las impresionantes montañas que rodean a esta ciudad del departamento de Antioquía, ya en la famosa región paisa de Colombia. Es un feliz día de febrero y es mi primer contacto con los Andes. Miro curioso por la ventana del autobús, saludo en silencio: hola Andes. Qué importante momento, cuántas veces he oído vuestro nombre mientras los ojos de mi interlocutor se abrían con sus cejas para acompañar vuestra grandiosidad.
Llevo dos días respirando hondo, concentrado en mí mismo, preparándome mentalmente para lo que viene; Aurora me habló hace años en Barcelona de una técnica de meditación budista en la que estaba interesada, y de unos retiros que se organizaban de vez en cuando en lugares del mundo para su práctica. Pues bien, llevo persiguiendo un retiro de Vipassana desde que partí, y ahora, en las montañas de Santa Elena, no muy lejos de Medellín, comienza el mío; es un lugar apartado de todo, entre montañas verdes, vacas blancas y negras, caballos y árboles grandes y desconocidos para mí. Sí, un lugar apropiado.
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