1 Diciembre 2014
La isla del Sol tiene un sol que pone a la gente la piel quemada. He visto a abuelas que son blancas y ahora son muy negras. Es fácil ver todo el recorrido del sol desde su salida hasta su entrada estés donde estés, y siempre se refleja alrededor, en aguas frías del Titikaka. Quizás por eso.
La luz de la isla es única como la isla misma. Hay tantas cosas únicas en la isla que no se cómo ordenarlas.
Cuando llegué me sorprendió un silencio que resonaba en mis entrañas, resultante de la ausencia del motor de explosión. El viento volvía a imponer su hegemonía como en la puna, la paja silbaba. Ascendí desde la orilla cientos de escalones incas hasta la primera población y entendí que en esta isla las principales intervenciones humanas siguen siendo incas, como todos los caminos que la cruzan o las terrazas de cultivo que ahora siguen dando robustas plantas verdes que contrastan con la palidez de la roca. Me imaginé a los incas surcando estas aguas heladas y haciendo de la isla el lugar tan espléndido que aún ahora es, y volví a admirarles una vez más.
Me faltó el oxígeno al subir con mi cargada mochila y superar los 4000 msnm a los que me encontraba. Todo este espectáculo está aquí arriba, pensé, en las montañas: es el lago navegable más alto del mundo; el mar, abajo en algún lugar remoto. Aquí arriba, ese sol ya baja, ese reflejo ya quema.
La isla está poblada por indígenas de origen Quechua y Aymara, que se dedican a la agricultura y pastoreo principalmente. Es bonito callar y escucharles hablar en sus lenguas.
Silencio. Mi primera parada visual continuada se estableció en la cordillera Real, al este: una fila de enormes picos nevados que representan a los magníficos Andes bolivianos y que hacen del lugar, instantáneamente, un rincón frío en el mundo. Se siente su brisa venir con golpes heladores en esta cara de la isla. Quise ver más, y no tardé en remontar el cerro más alto que tuve a mano, como es costumbre, para conseguir 360º de Titicaqueces.