Cuando llegué a Argentina me compré 9 sugus, daban tres por un peso, pagué 3 pesos, 3×3, 9.
Canturreaba otro día al sol, viajando a dedo en una camioneta que me llevaba a Humahuaca, la canción para niños que en España pensábamos era de Rosa León pero resulta ser de Maria Elena Walsh,
había una vez una vaca, en la quebrada de Humahuaca…
Ví cómo le pitaban a todos los gauchito gil (venerada figura popular del campo) que hay junto a las rutas en pequeños santuarios rojos, y cómo le veneran con bebidas y dinero.
Por la noche me tiré en la calle con los jóvenes que veranean y viajan vendiendo empanadas, tocando música, o con artesanía, y nos embriagamos en vino argentino. Me hinché a empanadas horneadas de carne, pollo y cantimpalo en un horno de piedra, y después ví una peli de cine argentino por la tele.
En un camping, observé a las familias junto a sus viejos autos ford, caravanas y grandes tiendas de campaña disfrutando del verano en familia, con la abuela, el toldito, las sillas plegables, los niños y hasta televisión, y por supuesto el gran asado, humeando a unos pocos pasos, con un hombre barrigudo abanicando carbón y una gota de sudor en la frente. El lugar se llenaba de humo sabroso al atardecer y tuve que asarme un increíble vacío que se cortaba como mantequilla y un chori junto a mi tienda.
Al llegar a Buenos Aires ví una mujer cantar tango junto a un guitarrista en un bar nocturno, bajo la tranquila pero atenta mirada del camarero y de todos nosotros, que callábamos el silencio escuchando.
Comenzaba a paladear, así, los innumerables e intensos sabores de la gran Argentina, cuya gente saluda y tira buena onda en cualquier lugar, y con la que uno puede hablar siempre como si conociera de hace tiempo.