Acerca de diesel

The world is sound

Mira tu Neruda

Confieso que he vivido según me fue saliendo. Según me surgió, según me lo fue pidiendo el corazón, la luna y los aguaceros.

Confieso que siempre intenté mantener en pie todo aquello en lo que sigo creyendo, que a veces lo conseguí y que en otros ratos esgrimí banderas que me distorsionaban por completo.

Confieso que amé y que fui amado, que canté y fui cantado, que soñé y fui soñado.

Confieso que pasé largas veladas a la deriva de mi mismo. Que encallé en los lodazales oscuros de la inexperiencia. Que planté banderas y árboles frutales en arenas movedizas. Que fallé, que caí, que mentí, que lloré, que sin quererlo o sin saber que lo quería hice daño, que me equivoqué con uñas afiladas unas veces y con la zarpa almohadillada, otras…

Confieso que busqué, busqué, busqué… confieso que nunca perdí la fe, y aunque alguna vez deambulé desorientado nunca me rendí hasta encontrar la ruta hacia el dorado.

Confieso que busqué, busqué, busqué… confieso que interpreté con tal fiereza mi lucha que al final acabé encontrando…

Confieso que concurrí con la alegría… confieso que he vivido… confieso que por ello y por como me dejaron vivir estaré siempre en deuda con los dioses, con el mundo y con el ser humano…

Confieso que he vivido… confieso que soy consciente del regalo.

Neftalí (nombre verdadero de Pablo Neruda)

–gracias a keka la yogui–

Valdés

13 Marzo 2015

Con el buen sabor de boca que Buenos Aires deja, a calor veraniego, milongas, buenos amigos, vino y fernet, viajaba yo en un viejo tren nocturno qe salió de Constitución hacia Bahía Blanca. Al amanecer, me apeé en un lindo pueblo veraniego llamado Sierra de la Ventana. Estuve cuatro días en un camping haciendo un delicioso verano argentino en el que, de nuevo, los otros jóvenes del camping eran mi pandilla de confianza desde la primera tarde. Visitas a diferentes lugares del río, baños, asados, familias enteras disfrutando, mate, sol. Largos paseos también en solitario a los cerros cercanos y a las puestas de sol, como en casa.

Tras mucho dedo y otros pueblitos y playas grandes en que caí por azar, llegué a la región de Chubut, en la Patagonia. Llana, vacía y seca, pero especial. Bajé hasta la península de Valdés, donde viví otro verano diferente, esta vez me sentía en una isla, en un lugar aislado, diferente, magnético, aunque ya algo frío. Como una Formentera austral y otoñal para explorar, o sea, de nuevo como en casa. Pero con una peculiaridad biológica.

La península es uno de esos lugares para biólogos y amantes de la fauna salvaje. En los días que estuve allí conté numerosas especies jamás vistas por mis ojos conviviendo en un hábitat único en el mundo; la península tiene algo especial si es escogida por tanta «gente» animal.

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Argentino Luna

09 Marzo 2015

Mi camionero había reventado un eje de ruedas. Era la tercera vez que me pasaba algo así con camiones, pero esta vez arrastramos el eje unos 200 metros sin neumáticos y estaba seriamente dañado. Transportaba una grúa inmensa, viajaba a 40 km/h y no cabíamos por los puentes, pero era tan majete que me quedé con él dos días. Tenía una cabina de esas americanas de lujo con dos literas atrás y pasamos una noche aterradora debajo de una tormenta eléctrica que pensé que acabaría con nosotros. Le prometí que mandaría ayuda desde la próxima estación de «camineros», y me subí en el único automóvil que pasó y se paró a socorrernos, a continuar mi aventura, dejándole a él con la suya, sin cobertura, en medio de la nada.

Uno de esos geniales coches viejísimos que corren fatigosamente por las rutas argentinas intentando competir con los nuevos diseños. En concreto una camioneta cerrada y cargada atrás, con un mozo durmiendo una resaca de boda entre mil cajas. Adelante, en un asiento de aquellos contínuos de lado a lado que facilitan el transporte de tres personas, yo iba entre dos gauchos bien apretadito, escuchando en silencio historias que el pasajero contaba al conductor a través de mis oídos, en voz alta, sin darme partido.

De pronto, el conductor se cansó y empezó a rebuscar entre varios de esos cedés que se compran piratas en ruta, con todos los éxitos y baladas y bachatas del momento, a lo cual yo sin dudarlo me cagué en la puta de oros. Pero me preguntó si conocía a Argentino Luna, y lo puso. Y así fue como conocí a un hombre de fama en el país, oyendo sus increíbles relatos acompañados suavemente de guitarra, que queda pasiva ante la fuerza que él pone en su voz al cantarle a su perro, a su guitarra, a un mozo pobre. Tras algunos relatos a todo volumen, mis ojos brillaban en lágrimas, y avergonzado mantenía la mirada al frente, como ellos, pero aplaudía y elogiaba al autor.

Fue el arte, el arte de aquel hombre el que nos unió a los tres y a nuestros mundos lejanísimos, en un silencio que nos conectaba, con cada frase del autor, esperando a la siguiente expectantes, reconociendo la belleza universal que amansa a las fieras. Los tres, desconocidos, mirando al frente, a la línea blanca de la carretera, tal vez a los postes, al horizonte seco patagónico.

Quién sabe. Quizás sus ojos también se humedecían con el arte compartido en una camioneta vieja. Parece más intenso y emocionante cuando se sabe que otros lo sienten a la vez.

Dedíquenle unos minutos a Argentino Luna.

Un par de botas, preciosa

El Malevo, un fiel perro que enfermó

Y mil otras poesías a su guitarra.

Junto al río Uruguay

13 Febrero 2015

Recuerdo un lugar en la provincia de Entre Ríos especialmente por unas grabaciones salvajes de mis excursiones de puesta de sol y adentramiento en la noche. Se llamaba el Palmar, una reserva junto al anchísimo río Uruguay, llena de animales extraños que se metían entre las tiendas de campaña por las noches y por debajo de las mesas. Era un lugar precioso, con inmensos árboles, extraños bosques y vastas extensiones de palmeras con campos verdes y poblados de animales. Un pequeño río daba vida a la reserva antes de desembocar en el gran río Uruguay. En este último veía la luna salir reflejada en sus aguas, que bajaban a Buenos Aires, como yo. Del otro lado, Uruguay, pero muy lejos, mucha agua fronteriza en medio.

Una tarde que me creía perdido, un zorro me siguió o acompañó durante un rato hasta el pequeño río, donde grabé el entorno y sus sonidos. Se ponía el sol y los carpinchos, protagonistas del parque entre muchísimas especies protegidas, se llamaban unos a otros para bañarse.

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Ya en la cálida noche veraniega, las estrellas eran muy resultonas antes de la llegada de la luna, y me tumbé en medio del camino boca arriba para observar satélites que parecían pasar todos a la vez, mientras escuchaba la oscuridad palmarense…

El silencio entre los coches

22 Enero 2015

Son tantas horas las que determinaría la suma de mis esperas a dedo en las rutas que se merecen su momento de gloria.

Son momentos dulces si brilla el sol y hay tiempo. Son momentos agrios si se lleva muchas horas y se va el sol. Son momentos feos si se queda uno atascado en un sitio imposible, donde todos pasan a gran velocidad. Pero en común tienen la paz entre coche y coche, ese silencio que a veces dura mucho, y que trae momentos de pensar o no pensar, de evaluar el viaje, de pausa, de escuchar solo las pisadas propias y una patada a alguna piedra bien dispuesta en los alrededores. Si hay calma, se puede leer, esto atrae a los conductores. Queda muy prolijo. Si se tiene música, el tiempo pasa alegremente canturreando. Pero se pierde uno ese silencio entre los coches.

de cómo despedirse de América

Antes de volver a Valdívia para embarcarme definitivamente en el Zanzíbar hacia el pacífico profundo, y después de varios días en ciudades chilenas, necesitaba sentir de nuevo la libertad de la montaña, la mochila en la espalda, lo salvaje. Me fui a la montaña más alta de América.

Una noche cálida que me permitió de nuevo dormir colgado en mi red y una mañana helada en cuanto algún camión me dejó a dedo ya en las alturas de los Andes, después de una subida serpenteante de mil curvas, cerca de la frontera Argentina hacia Mendoza, donde el sol no aparece tanto porque las montañas no lo dejan.

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Caminaba subiendo por una carretera empinada helada donde me dolía la garganta de respirar frío. Y esta parte de los Andes podría estar bajo metros de nieve ya en esta época, pero el invierno no quiere llegar aún a Chile. El tiempo está raro en todo el mundo. Un zorro con cara triste se me acercó descaradamente, ya son varios los zorros que he conocido en este viaje.

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La misión de Iguazú

Febrero 2015

Seguía yo subiendo por la provincia argentina de Misiones, un apéndice de entrada a la jungla entre Paraguay y Brasil, cuando decidí que quería averiguar algo acerca de las famosas misiones jesuíticas que dan nombre a la región.

No me arrepentí, pasé un día histórico e interesante paseando por unas ruinas que emergen de la jungla, o viceversa, y que estaban muy bien conservadas: San Ignacio.

Lo bonito del día en realidad fue descubrir de cerca un modo de conexión entre la colonia española y los indios del lugar diferente, un contacto más simbiótico y fraternal, amistoso. Un toque de cordura y pacifismo para limpiar al menos un pelo la abusiva imagen que dejamos en la historia. Detalladamente, un guía nos explicaba cómo, en las misiones, la vida entre ambos pueblos era apacible y ejemplar, y me pareció que en su apogeo habría sido un soplo de esperanza para muchas almas compasivas/insumisas en el avance ultramarino del imperio español.

Los jesuítas llegaban a esta parte escapando de ataques de bandeirantes paulistas y mamelucos, que asediaban y destruían las misiones y querían indígenas para venderlos como esclavos. Se movilizaron unos 12000 indígenas hasta esta área, ofreciéndoles protección y evangelización. Los locales adoptaban los hábitos de trabajo y organización social -a parte de los religiosos-, y en el apogeo contaría con unos 4500 guaraníes que, según me contaron, cambiaban sumisamente hasta su tradición poligámica por una única mujer e hijos con los que vivían en una gran pieza de las viviendas alineadas de piedra que se construían. Supongo y espero que con el visto bueno del mismísimo Dios todopoderoso ese del que hablaban todo el tiempo.

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Huesos del desierto, montañas de colores y calor

Enero 2015

Una de las primeras cosas que me pasaron en Argentina fue un malentendido haciendo dedo con un feliz conductor de su camioneta que decía sí a todo y me sacó unos 300 km de mi ruta hacia desiertos impresionantes en el noroeste de Salta. Pero para cuando mi orientación reveló el error, el auto ya no se cruzó nunca más con otros, para darme la vuelta con alguno, y uno no puede quedarse, obviamente, esperando en el medio del desierto. La camioneta corría velozmente y mi impotencia de estar yendo a donde no quería sin poder parar era pesada. Un polaco con el que caminaba esos días corría la misma suerte que yo y no podíamos más que someternos a la suerte.

Tan escaso era el tráfico en el lugar al que llegamos, Tolar Grande, que cuando pregunté cómo volver, me contestaron que aquel día habían salido dos vehículos hacia San Antonio de los Cobres, los dos que nos habíamos cruzado antes del percate. Si una furgoneta va de aquí a allá, todos lo saben, todos me hablaban de aquellos dos coches, era el evento del día. De hecho, nuestra única probabilidad de salida, era volver con el mismo tipo feliz que nos había llevado, dos días más tarde.

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