Antes de volver a Valdívia para embarcarme definitivamente en el Zanzíbar hacia el pacífico profundo, y después de varios días en ciudades chilenas, necesitaba sentir de nuevo la libertad de la montaña, la mochila en la espalda, lo salvaje. Me fui a la montaña más alta de América.
Una noche cálida que me permitió de nuevo dormir colgado en mi red y una mañana helada en cuanto algún camión me dejó a dedo ya en las alturas de los Andes, después de una subida serpenteante de mil curvas, cerca de la frontera Argentina hacia Mendoza, donde el sol no aparece tanto porque las montañas no lo dejan.
Caminaba subiendo por una carretera empinada helada donde me dolía la garganta de respirar frío. Y esta parte de los Andes podría estar bajo metros de nieve ya en esta época, pero el invierno no quiere llegar aún a Chile. El tiempo está raro en todo el mundo. Un zorro con cara triste se me acercó descaradamente, ya son varios los zorros que he conocido en este viaje.
Conseguí ascender hasta un mirador impresionante con un cristo redentor en el límite entre los dos países, para ver las montañas de la zona, y me sorprendía ver que, sin su manto de nieve habitual, los colores eran variadísimos y divertidos. Roca pura, rocas como edificios, que han caído por laderas hasta amontonarse en un valle, y procesos gelógicos de impacto que levantaron estas montañas andinas brutalmente, dejando lo que alguna vez fue horizontal en vertical, como muchas vetas sedimentarias mostraban.
Seguí ascendiendo por la ruta ya en Argentina, sin llegar a pasar aduanas, hasta que pude desviarme hacia el Aconcagua. El monte más alto de América, y el más alto del mundo después de los Himalayas. Pasé por lagunas heladas y caminé hacia ella, sorprendido con el paisaje, que era marrón y seco, muy desierto y solitario, con pendientes increíbles que hablaban de avalanchas. No me lo imaginaba así.
Son 7000 metros de altura. Cerrado por invierno a escaladores, no podía ni pensar en ascenderlo para ver alrededor el continente que dejaba atrás después de dos años y dos meses de aventuras infinitas. Pero caminé hasta que me sentí a solas con él, y me senté a dormir un rato, agotado, esperando a que el sol bajase e hiciese con su luz un momento último de belleza.
Cuando desperté, la belleza estaba y empecé a despedirme del Aconcagua y con su altura, de América. Se levantaba viento con las sombras y empezaba a helar. Pasé por mis casi 800 días de viaje en el continente mentalmente, por cada país, por cada sensación asociada a cada país, y me puse a andar de vuelta, volviéndome cada tanto.
Así quedaba atrás este continente y su centinela de piedra, significado de su nombre en quechua, con sus glaciares permanentes y su soledad impenetrable.
Más tarde estaba en la ruta haciendo dedo para volver hacia Chile. No pasaban muchos y no me levantaban, y empecé a buscar un sitio para acampar y sobre todo madera para un fuego. Empezó a gustarme la idea de dormir con la montaña más alta de mi viaje aunque me preocupase el frío, pero un auto pasó y dije, o este o nada. Se paró.
Anochecía en el valle, las tinieblas llenaban mi última aventura en las Américas. Mi última persecución, aquí, de libertad e independencia.
* * *
La Libertad, la Independencia, tan sinónimos a veces. Las infinitas necesidades falsas del hombre se fueron, y se me han reducido a dos. Comida y refugio. Cuando camino con mi mochila y sé que en ella están mi saco y mi carpa. Pero cuando sé que en ella también hay agua y comida para un par de días. Mi sartén y mi taza de metal. Es la sensación más bonita que me llevo del continente, tal vez. Cuando nada puede pararme y no necesito nada de nadie. Cuando sé que pase lo que pase, puedo parar, acampar y comer donde quiera.
La libertad, la independencia, la felicidad de estos años, quizás la verdadera libertad del siglo XXI: Gracias por ello, América!
Adeus guapo.
Principito, domestica a uno de esos zorros para que te acompañe en tu camino. Se hará más difícil lo de hacer dedo, pero te protegerá en las noches al raso.