26 Octubre 2015
Es curioso ese momento en Nueva Zelanda en que los lugares en mi ruta corresponden a cierta escena de los hobbits. Acababa de pasar por el río en que los enanos escapan de los orcos en barriles, corriente abajo, y de pronto me dicen que la montaña que voy a subir más adelante es nada más y nada menos que Mordor, o el terrible lugar donde Sam tenía que dejar caer el anillo que un colega se había encontrado. Porque para carga, la de Sam con Frodo, y con el Smeagol.
Como yo no quería tener dinero para pagar el caro transporte matutino hasta allí, hice dedo de nuevo, antes de que el sol se dejara ver, arriesgándome a no llegar a tiempo. Pero un hombre que iba a pescar no solo paró sino que se salió de su plan mucho para dejarme en el comienzo de la ruta del Tongariro, viva el dedo en este país.
Empezaba así un día perfecto de caminar entre nubes, nieves, paisajes, cráteres y lagunas de colores, y géiseres. Y hobbits. Llegar a Nueva Zelanda en primavera fue la mejor de las ideas, por vivir semejante maravilla de la naturaleza cuando aún se pueden disfrutar los paisajes nevados de este frío país pero puede acamparse sin congelarse, esperando hasta el calor del verano, cuando se puso muy demasiado caluroso y turístico… y me fui.
Mordor se mostraba posible mientras me acercaba en la distancia por una estepa volcánica de paja amarilla y roca rojiza.
Pero empezó a cubrirse con un velo de nubes y cuando estaba encaramado a sus faldas se puso caprichoso y una extraña violencia en su territorio me empezó a hacer dudar.
Cuando llegué a la cota de nube, que bajaba lentamente según transcurría el día, se puso congelado y dejé de tener las vistas que me motivaban. A partir de allí no veía más que a unos 20 metros, casi no veía la siguiente pica de ruta y me paré. Dos jóvenes muchachos no preparados me pasaron y dijeron que subirían por cabezones y los ví perderse en la niebla, indeciso. Otros dos jóvenes bien preparados bajaron después y me dijeron que habían subido por cabezones pero que no vieron nada más que su frío, y así me decidí a volver. A estas alturas del viaje ya no hago cosas por cabezón, lo tengo muy aprendido, lo siento. Bajé hasta que ví las vistas de nuevo, y sin frustración, me comí una naranja, bendita la fruta neozelandesa, cuya piel naranja resaltaba en el frío magma marrón, entre mis pies.
Después estaba decidido a subir al otro pico cercano, Tongariro, donde no me esperaban menos nubes o nieves. Pero esta vez estaba motivado y dejé pasar los impresionantes paisajes con lagunas semicongeladas a mi alrededor mientras mis botas, ya casi muertas, dejaban pasar la nieve y mis pies se mojaban y congelaban.
La coronación llegó trás unos cuantos firmes pasos en la empinada nieve final. Me recalenté las manos allí, solo, entre ventiscas y nubes, esperando y confiando en el momento en que las nieblas se abrirían para dejarme ver dónde estaba, y la recompensa llegó.
Desde allí casi todo era descender hacia la cara norte del circuito. Pasé por un cráter rojo con formas extrañas, y descendí por arenas calientes y vaporosas hasta unas lagunas verdes que vertían sus aguas descongeladas hacia el abismo de Mordor.
Llegué a un ‘plateau’ inmenso donde ya no ví a ningún caminante más y me dí cuenta de que debía ir tarde para descender, perdiendo todas las opciones de dedo para volver. Tras hacerme un café caliente protegido del viento en una roca frente a la laguna más grande, que rozaba el horizonte infinito, salté a la ladera norte y comencé a bajar, sintiendo el aumento de la temperatura y la vuelta del sol. En la distancia, numerosas fumarolas de géiseres se elevaban blancas y, aun estando prohibido salirse del camino, me aventuré entre aquellos arbustos amarillos hasta una quebrada donde el vapor tóxico me calentó rápidamente, mientras escuchaba el extraño sonido de un géiser de Mordor.
Mucho más abajo entraba de nuevo en la cota de un bosque alto espectacular y musgoso, digno de Elfos. Estaba solo hasta que la vida volvió a sonreírme. Solo había un coche en el parking, el de un hombre coreano que esperaba a su mujer, lesionada en las rocas y muuy lenta al caminar. Volvimos a buscarla y tardamos dos horas en ayudarla hasta el coche. Pero me devolvieron a mi base, donde me esperaban ya preocupados y pude cocinarme una merecida cena como la que debió pegarse Sam tras volver a Hobbiton.