La última cruzada de los Andes: Capítulo segundo
19 marzo 2015
A mis alrededores, montañas grises y frías, por encima de la cota de vegetación; algo más arriba, nubes densas y listas para descargar; A lo lejos, un valle que ya se moja y casi no puede verse, en cuyo seno se encuentra el próximo refugio al que he de llegar hoy.
Así empezaba un nuevo día andino. Las intensas nevadas aún no han llegado y su ausencia posibilita un descenso rápido a la profundidad, por un río de rocas entre árboles. En un rato ya puedo mirar atrás y ver el dedo Gordo, cada vez más oculto en las nubes, que ya me mojan.
Entré en un curioso y desconocido bosque que pareció protegerme al principio, pero después secaba en mí su agua, empapándome. Es pesado caminar con tanta agua. La protección hace sudar cerrado, mis botas ya no son impermeables, mis calcetines ya no absorbían más, la capucha no deja oír ni ver bien. Todo resbala y hay patinazos interesantes. El resultado es, en ocasiones, un toque de mal humor y algún ‘hijo de puta’ espontáneo.
Pero lo bueno es que cuanto más se sufre en el camino mayor es la recompensa de llegar a un lugar donde refugiarse. Así llegué a mi refugio favorito de los Andes: el Retamal. Con una intención inicial de secar mis ropas y continuar, me senté a charlar con otros jóvenes argentinos que esperaban el paso de las lluvias para continuar, habiendo dejado hasta mis ‘leggings’ secando junto a la cocina de leña caliente, donde siempre hay agua hirviendo para mates, tés y cafés.
El tiempo pasó entre charlas y me dí cuenta de que quería estar en aquel lugar, con ellos y con el refugio, más tiempo. Me habría encantado dormir en esa buhardilla, pero como siempre me conformé con la opción más económica: acampar en el bosque cercano. Me enamoré de este refugio porque no podía encontrarlo más de fábula, de cuento para niños, de Hansel y Grettel. Absolutamente todo estaba hecho con madera. Hasta el picaporte de la puerta. El interior con mil detalles, mesas y sillones de madera, diferentes rincones para sentarse en grupos, junto a ventanas con plantas, velas y algún atrapasueños. En estos refugios se hace cerveza artesanal, pan y pizza al horno de leña, y dulces y mermeladas caseros, como el de mosqueta, el más popular y delicioso. Me sentía como llegado en una noche oscura del señor de los anillos, donde los caminantes se detienen y se sientan bajo su capa en una mesa al fondo, con su jarra de cerveza. Además, estaba en el Bolsón, en la zona de la Comarca -en serio-.
En el exterior, el humo acogedor de las chimeneas, una galería de paso protegida de la lluvia, una terraza de madera, un jardín verde, cerrado con valla de madera al bosque y río inferiores, huertas de cultivo, un gallinero, baños secos, zona de acampe con hogueras, y alguna cabaña que algún manitas se hizo en el pasado para vivir el bosque andino en su modo más austero. Cualquier lugar al que se mirase estaba lleno de magia, detalle y el amor de un propietario por su rincón en el mundo.
En una de esas hogueras pude hacerme un fuego rápido en la noche, en solitario, con madera vieja que había por todas partes en el bosque, aunque poca estaba seca. Mi machete ‘manolete’ sigue conmigo y es… tenaz en estos casos. Agarré dos ramas largas y verdes para pinchar los dos choricitos que me quedaban, que junto con el pan casero del lugar, hicieron la mejor de las cenas. Después leí en el refugio hasta que todos se acostaron.
El amanecer tras la noche fue como la radio había informado: despejado. Aproveché para recoger y desayunar con mis amigos al sol en la terraza de madera, dulce de mosqueta con pan, y seguí los indicadores en los caminos, hacia mi siguiente objetivo en las montañas del Bolsón.