Capítulo primero
17 Marzo 2015
Bien despedido del Atlántico por última vez en Valdés, crucé el sur de Argentina, desde Puerto Madryn hasta Epuyén, para enfrentarme a la última cruzada de los Andes y a la búsqueda de veleros en Chile para seguir por el mar. Esta vez quería caminarlos a pie: era la última.
Los Andes patagónicos de Chubut no son especialmente altos y además hay cientos de lagos y ríos, casas de madera y refugios, estufas y cocinas de leña, y se disfruta siempre del calor de las gentes. De hecho, la mayor parte del trayecto hasta las montañas lo hice con un matrimonio que regresaba de sus vacaciones y que me ofreció su jardín un par de días para empezar esta aventura. El comienzo perfecto: vivían en una casa de cuento junto a su huerta y un arroyo, ovejas y caballos, bosques y madera. Era una familia «despierta» y consciente, tenían todos una pinta genial, el yerno me llevó a conocer el lago Epuyén y la casa que estaba construyendo con sus manos. El padre me llenó las manos de manzanas de su jardín, riquísimas, cuando partí hacia el Bolsón.
El Bolsón era base y comienzo de una agitada travesía de alta montaña por bosques de elfos y refugios de madera super acogedores, una bonita villa de montañeros y artesanos, fue un lugar muy hippie desde los 70 y se encuentra en un prolongado valle entre cordilleras con senderos infinitos. Empezaba una de ésas de tienda de campaña, sartencilla y fuego y me relamía pensándolo. Sigue estando permitido que un hombre se haga un fuego para calentarse o cocinarse si lo necesita en las montañas, aún con los terribles incendios que se comían esta zona. Bendita libertad, mientras dure.
Desde una buhardilla donde dormí, diseñé un circuito circular de refugios, y con comida y agua para unos días, me fui a la aventura. Empecé por hacer un ascenso fuerte hasta el Dedo gordo, un pico medio nevado que luego me dejaría descender a otro valle. El denso bosque tenía pequeños arroyos cada tanto para beber, pero era durísimo subir la mochila tan cargada. Tras varias horas llegué al primer refugio, una pequeña cabaña habitada por dos ‘refugieros’ que cocinaban felizmente a la leña y me dieron conversación mientras descansaba. Aunque era el más pequeño, era el primero y me sorprendió ver la bonita estructura de madera que tenía, el ensamblaje de los maderos de las paredes, y lo rústico de la construcción, en la que dormían en la parte de arriba, abuhardillada.
Pero yo quería dormir solo y montar mi campamento en un lugar con vistas que aún no sabía si encontraría. Oteé el horizonte desde un mirador cercano para sopesar la altura alcanzada y decidí seguir ascendiendo. Siempre solo, el verano se había acabado y ya no había tantos caminantes en la zona. Solo pude saludar a unas jóvenes vacas rumiantes que no se inmutaron -ni sus mandíbulas- mientras las adelanté.
Me quedaba poco para coronar el Dedo gordo y se iba la luz. El bosque desapareció y el paisaje se transformó en una explanada verde y abierta, encerrada entre las paredes del cerro, que mantiene nieves todo el año. Era perfecta, podía hacer fuego sin peligro y me protegía de un frío viento traidor que aún así me hizo acampar protegido junto a unos retamos bajos y juntar mucha leña. Me gustaba ver los Andes orientales al fondo, desde mi tienda, perdiendo el último sol. Un asustado caballo salvaje no me quitaba ojo desde la cresta de una pendiente cercana.
Fue una tranquila noche de viento, café caliente y poncho, re-disfrutada y desbanalizadora. Además, sabía que al día siguiente me esperaba un rico desayuno, y una pequeña subida a la cumbre pero una gran bajada, al siguiente valle andino de mi cruzada. El día estaba nublado y lluvioso, pero cuando coroné y ví el verde descenso que me esperaba, me tiré de cabeza hacia la profundidad.