26 diciembre 2015
Decidí que las terceras navidades en ruta W de yomelargo serían en solitario. Estaba en NZ y las expediciones en solitario por sus montañas en la costa oeste de la isla sur llenaban de motivación una posible noche estrellada recortada por picos nevados el 24 diciembre.
El 22 me adentré en el ‘Routeburn track’, una magnífica expedición con todos los sabores del ‘Fiordland’ y los bosques neozelandeses.
El 23 salí de la ruta establecida para encontrar mi lugar en un valle majestuoso, coronado por Emily’s peak y otros picos nevados, y con el lago McKenzie a mis pies.
De nuevo saboreé el dulce-amargo sabor de la ilegalidad, que añade intensidad a la experiencia al estar escondido en los arbustos pero incómoda por la sensación de estar ‘perseguido’, y de que todo puede irse al garete en cualquier momento. NZ es estricta y cuadrada y obliga a los caminantes a estar en cabañas o áreas designadas, que no solo son caras sino que también están ya reservadas por las masas navideñas, lo que obliga a hacer planes, y esto no entra en mi viaje -o apenas-. Y qué coño, en navidades, no creo que me deporten precisamente por esto.
* * *
Llegó la noche del 24. Me arriesgué a bajar a pasear por la orilla del lago McKenzie, expuesto, luego subí a ver el atardecer desde las alturas y a esperar a la luna, que sabía casi llena y que aparecería entre mis picos rocosos inminente.
Tenía reservados, de mis comidas, una lata de ‘baked-beans’, un huevo frito y un trozo de pan para tamaña ocasión. Y unas golosinas variadas de postre!
La yema del huevo quedó exageradamente perfecta y cruda en medio de una clara bien hecha y casi crujiente, lo que dibujó innúmeras sonrisas en mis labios. El pan se frió un pelín en la misma gotita de aceite y los beans lo reemplazaron con estruendo, cubriendo todo menos la yema. Es la cena más sabrosa de mi excursión, con diferencia; ése era el objetivo.
Felicité la navidad a cada uno de mis familiares y amigos pronunciando sus nombres en alto, me tumbé un poco sobre mi amoroso poncho peruano, y empecé a degustar las chucherías, una por una, despacio, sin masticar, prolongando. Creo que cayó uno de los 4 o 5 cigarros que fumé en mis 90 días en Nueva Zelanda.
El observar las estrellas y el resplandor de la luna tras los picos me hizo entrar en modo espiritual, como lo haría cualquier persona sola observando las estrellas y la luna en las montañas un 24 de diciembre.
En ningún momento me sentí solo.
Estaba tranquilo y contento de qe todo saliese tan bien (no solo esa noche, tal vez ese año).
Así que me puse a hablar con lo que la gente llama ‘Dios’, conmigo mismo pero con lo otro, reconociendo, agradeciendo y pidiendo. Pidiendo cosas personales, puntos finales a algunas cosas, comienzos en otras, en fin. Me dí cuenta de la fé estúpida pero incuestionable que significaba toda aquella conversación, y la acepté y acogí como algo nuevo en mí, una nueva verdad, que no hacía falta negar, con la que no quería luchar más. Me rendí.
Un rato más tarde, cuando empezaba a helar y corría el riesgo de no poder ya calentar mis pies -hay un punto de inflexión sin vuelta-, una gran estrella fugaz cayó en vertical sobre las montañas, y me acosté.
* * *
Cuando acabé de caminar la preciosa ruta y salí de las montañas el 25 de diciembre, estaba en una carretera que conducía a Milford, la más bonita que he visto en el país. Otros caminantes llegaban pero se metían confortablemente en sus autos y tomaban té mientras yo esperaba de nuevo en auto-stop. -no me quejo, no me cambiaría por nadie-.
Unos alemanes me llevaron hasta el fiordo de Milford, espectacular. El único alojamiento en la zona tiene chaléts, cabañas de lujo y todo para las caravanas y furgonetas que pueden dormir ahí, pero no camping. Este país es muy bonito pero no está tan preparado para los ‘old-skool-backpackers’, de mochila y tienda de campaña.
-No es justo, ellos con techo en la lluvia y café, y qué hago yo ahora?-
pensaba mientras veía señales de prohibido acampar por todas partes. La gente estaba llena de comida y alcohol, felices, en familia, festejando un 25 en sus cabañas lujosas. Yo escudriñaba todos los rincones del área con ojo de águila valorando cercanía al agua del río, privacidad, escondrijo.
-No me quejo, no me cambiaría por nadie, nunca me sentí sólo, aquella era claramente mi elección-.
Me despedí de los alemanes en su aparcamiento mientras veía el inmenso 33 de la plaza que habían escogido para aparcar, aparentemente la única libre, aguantándome la risa y pensando ‘este sitio me guarda algo bueno’. Los 33’s nunca han dejado de divertirme y provocarme sonrisas ininterpretables para otros.
Crucé un río pequeño frente a las cabañas de lujo y me mojé accidentalmente las botas. FUCK! -exclamé pensando en los calcetines mojados ya hasta mañana, mientras se iba la última luz del día.
-Hey dude, where are you going? -me dijo una voz jóven desde una cabaña familiar.
-To find my spot, don’t tell anyone! -bromeé sobre mi obvia travesura para esconderme, escalando. -Don’t make fun of me if I fall.
Encontré un sitio con una silla abandonada tan escondido que nadie lo encontraría en ese par de días, con montañas de rocas tan inmensas alrededor que ni los árboles cuyas ramas tocaba con las manos podían cubrir. Pero hacía tal escándalo rompiendo maleza al avanzar que la voz insistió preocupada y me ofreció comida, les dije que iría en 15 minutos, gritando.
-Nunca me sentí solo, pero supongo que a los ojos de los demás, lo estaba, hasta el punto de provocar lástima.
Con mi tienda colocada les fui a ver y una curiosa mano divina les había hecho prepararme, de sus sobras, un plato lleno de delicias como cordero esquisito, langostinos, vegetales. Me presenté con educación y en unos minutos escuchaban atentamente el resumen de mi viaje y de mi frustración como mochilero en aquel lugar, de la aparatosa búsqueda de un hueco entre aquellos árboles, con el que por cierto estaba encantado. Por el lugar y por su gratuidad.
Eran gente bien de Sudáfrica, blancos, y el borrachón del patriarca, gordito y contentón, desapareció.
La conversación continuó 1 minuto y aquel hombre reapareció con dos billetes de 50 dólares, y exactamente como hace un padrino o un tío generoso por navidad, los metió en mi bolsillo del pecho. Me negué rotundamente por dos segundos, con el pensamiento entre ‘vaya pena que debo dar con mis barbas y rastas rubias de quemadas con las que ya he dejado de luchar, sudado y exhausto‘ y ‘qué hostias, lo acepto‘.
Me dirigí al alojamiento gozoso, pensando -no tenéis camping? pues ahora me ducho y me caliento este platao en vuestra zona común- (todo el mundo estaba de fiesta).
Cuando salí me dí cuenta de que tenía que cruzar el río y encontrar mi tienda completamente a oscuras, negro, pero un japonés que estaba justo allí sacando fotos de las estrellas salió corriendo a por su linterna para iluminarme el camino por las rocas. Mientras esperaba miré tales estrellas un segundo, uno, justo cuando una de esas estrellas fugaces cortitas y rápidas pero intensas pasó horizontalmente.
Era un meteorito de roca, pero se sintió exactamente como un puto guiño de ojo.