De campañazos y hamacazos

Bitácora pacífico, día 82

Me dispuse a dar una vuelta completa a dedo a la isla de Moorea, pero pronto me decepcionó que el espacio entre la carretera que recorre sus costas y el mar era inaccesible, de terrenos privados o demasiado estrechos como para acampar. Me adentré pues en el interior la primera noche, llegando a unas cataratas altas que caían pegadas a una pared. El terreno era abrupto con rocas volcánicas, las más hostiles; el follaje, jóven y blando. Ni mi tienda de campaña ni mi hamaca tenían lugar. Caminé de vuelta y encontré gentes amables y otras extrañas, y una propiedad sin dueños donde colgar la hamaca y cocinar bajo un refugio. El valle era cerradísimo, todo alrededor eran paredes verdes.

En los días siguientes encontré la manera de quedarme junto al mar. A veces en propiedades, otras en huecos, pero lo cierto es que Moorea acabó siendo uno de los lugares con las mejores noches que recuerdo. Quizás debería hacer una categoría para archivar las mejores noches del viaje: campañazos, ó hamacazos.

Una vez ví una motu (islita) atractiva cerca de la costa. No paré hasta encontrar el lugar. Había un embarcadero roto y aun estando orientada al sur, veía gran parte de la puesta de sol hacia el oeste.

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Por las mañanas nadaba lo primero hasta la islita y la recorría en solitario, hacía mis necesidades, soñaba que era mía y hacía una cabaña en ella, me tumbaba un poco al sol y meditaba. Después nadaba de vuelta con la motivación de desayunar.

Unos extraños hombres cercanos me dejaban rellenar la botella de agua. Cocinaba con madera de ruinosas cabañas de una época anterior. Dos cocoteros cuyos troncos tenían la inclinación suficiente como para dejarme caer dos cocos diarios, sujetaban mi hamaca a unos metros de la tienda, sobre una miniplaya personal de arena. Los cocos eran la mitad de mi comida y agua diarios.

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Lo mejor, despertarme con el amanecer y ver mi islita frente a mí a través del mosquitero, esperándome ya con ganas.

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Me fui a otro lugar. Conocí rincones interiores y casas típicas del lugar, siempre ligeras y de madera fina, nunca hay frío. Las alturas de la isla desde el interior me impresionaron por los colores verdes y los afilados picos que luchan con la erosión desde que fueron escupidos por un viejo volcán. Pero cargo con toda mi mochila y quiero ya un buen campañazo.

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Una mujer muy mayor con un coche muy viejo, uno de esos citroen dos caballos descapotables, blanca y adinerada, vamos, una colona francesa asentada, me llevaba sonriente por la ruta costera de la isla mientras su sombrero vibraba con el viento al sol. La forma de Moorea es preciosa, con dos bahías en el norte.

Elegí la entrada a la bahía de Opunohu, la más occidental, donde ví desde la ruta un jardín de fácil acceso. A pocos metros del agua, mi campañazo estuvo listo en minutos, en un lugar desde el que veía toda la bahía hacia el interior y el océano hacia el exterior, desde mi hamaca. La bahía estaba rodeada de paredes verdes, de nuevo, y el lugar desde el que antes veía las bahías quedaba allá dentro en la jungla, en el interior.

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Todo el recorrido de la bahía era espectacular, un paseo perfecto. Jardines naturales, playitas pequeñas, barcos de vela que se han atrevido hasta el fondo de ella. Con confianza dejaba en mi tienda todas mis cosas y caminaba, ahora ligero, llegando hasta la siguiente bahía, desde donde se veía mejor el atardecer y respiraba profundo. A la vuelta, estrellas y luces de fondeo de veleros hacia el mar. De nuevo, el mosquitero cuadricula un nuevo despertar al amanecer, con las vistas tan perfectas como un buen campañazo requiere.

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Ya en el este llegué a una conocida playa en domingo, lo que hacía que estuviese petada de carnaza, en gran parte blanca pues había un gran resort al lado. En una de esas siestas imprevistas de playa que llegó entre el parloteo de las gentes me desperté con gritos esporádicos y me rendí al despertar preguntándome qué les pasaba a las familias. Pronto averigüé que miraban varias ballenas que estaban dentro del anillo y saltaban cada tanto por alguna razón, verticalmente, medio cuerpo o más, dejándose caer de lado después. ‘Regarde, la baleine!’, decían. A veces saltaban dos juntas, y el ‘splash’ era tan grande que me parecía oírlo en la distancia.

Yo sabía que aquello se iría vaciando paulatinamente y me frotaba las manos pensando en mi siguiente campañazo. Antes de lo que pensaba la playa ya me parecía un paraíso, cuando quedaban pocas personas y empezaba a ser mía, íntima. La magia comenzaba de nuevo.

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Tenía comida para la noche y desayuno, estaba servido, cero preocupaciones. Solo tenía que hacer un minifuego para hervir unas cosas. Tardé indeciso en encontrar el lugar, pero cuando estuvo todo listo, subió al número uno de Moorea.

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Esta vez el amanecer me venía de frente, doradísimo. Veía la isla de Tahití frente a mí a través de mi tienda.
Soy el último que disfruta de la noche perfecta y fresca, de las estrellas o de las nubes: el último que se acuesta, el que se despide ya solo. Soy el primero que se levanta y saluda, al sol o a las nubes, aún solo. La playa y yo somos amigos y conocemos los secretos de la noche, cuando los demás duermen en sus camas, nosotros sabemos qué viento sopla, qué nubes vienen y qué barcos navegan. Por la mañana, la playa y yo nos despedimos antes de que lleguen los demás, pues ellos requieren su atención y yo la cedo generosamente; sé que por la noche será solo mía de nuevo, mi amante.

Son instantes dorados los del amanecer. Uno pasea sabiendo que pronto se irán. A veces uno ve con la luz dónde ha acampado anoche a ciegas, y la belleza del lugar es aún mayor. Será por los rayos del sol, o porque uno tiene en las manos un nuevo día puro por comenzar, una nueva oportunidad de hacer las cosas bien, de estar bien.

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* * *

Antes de irme de Moorea, sobre una colina, me quedé con la estampa de la enorme Tahití frente a mí, con sus laderas que prometen una forma cónica que se pierde entre las nubes. Hoy voy a salir del anillo de arrecife de Moorea y a entrar en el suyo.

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¿Qué campañazos, hamacazos y supernoches me esperarán allí?

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