Continué hacia el siguiente refugio de mi ruta; había oído que el refugio «Natación» estaba construido en la orilla de una laguna de las alturas. Pero primero tenía que cruzar el río Azul. Un placer, porque en un lugar se encajona maravillosamente entre dos montañas de roca hasta el punto de poder pasar de una a otra por encima de su cañón, con un salto largo o la ayuda de unos troncos viejos. Más abajo, el cañón se abrió y pude ver por qué el río tiene ese nombre.
El ascenso posterior fue intenso pero siempre lindo. Los bosques se transformaban cuando la horrible pendiente se relajó, aparecieron claros con pasto verde y blando, lagunitas con patos e innumerables arroyos siempre potables.
A mis alrededores, montañas grises y frías, por encima de la cota de vegetación; algo más arriba, nubes densas y listas para descargar; A lo lejos, un valle que ya se moja y casi no puede verse, en cuyo seno se encuentra el próximo refugio al que he de llegar hoy.
Así empezaba un nuevo día andino. Las intensas nevadas aún no han llegado y su ausencia posibilita un descenso rápido a la profundidad, por un río de rocas entre árboles. En un rato ya puedo mirar atrás y ver el dedo Gordo, cada vez más oculto en las nubes, que ya me mojan.
Entré en un curioso y desconocido bosque que pareció protegerme al principio, pero después secaba en mí su agua, empapándome. Es pesado caminar con tanta agua. La protección hace sudar cerrado, mis botas ya no son impermeables, mis calcetines ya no absorbían más, la capucha no deja oír ni ver bien. Todo resbala y hay patinazos interesantes. El resultado es, en ocasiones, un toque de mal humor y algún ‘hijo de puta’ espontáneo. Sigue leyendo →
Bien despedido del Atlántico por última vez en Valdés, crucé el sur de Argentina, desde Puerto Madryn hasta Epuyén, para enfrentarme a la última cruzada de los Andes y a la búsqueda de veleros en Chile para seguir por el mar. Esta vez quería caminarlos a pie: era la última.
Los Andes patagónicos de Chubut no son especialmente altos y además hay cientos de lagos y ríos, casas de madera y refugios, estufas y cocinas de leña, y se disfruta siempre del calor de las gentes. De hecho, la mayor parte del trayecto hasta las montañas lo hice con un matrimonio que regresaba de sus vacaciones y que me ofreció su jardín un par de días para empezar esta aventura. El comienzo perfecto: vivían en una casa de cuento junto a su huerta y un arroyo, ovejas y caballos, bosques y madera. Era una familia «despierta» y consciente, tenían todos una pinta genial, el yerno me llevó a conocer el lago Epuyén y la casa que estaba construyendo con sus manos. El padre me llenó las manos de manzanas de su jardín, riquísimas, cuando partí hacia el Bolsón.
Confieso que he vivido según me fue saliendo. Según me surgió, según me lo fue pidiendo el corazón, la luna y los aguaceros.
Confieso que siempre intenté mantener en pie todo aquello en lo que sigo creyendo, que a veces lo conseguí y que en otros ratos esgrimí banderas que me distorsionaban por completo.
Confieso que amé y que fui amado, que canté y fui cantado, que soñé y fui soñado.
Confieso que pasé largas veladas a la deriva de mi mismo. Que encallé en los lodazales oscuros de la inexperiencia. Que planté banderas y árboles frutales en arenas movedizas. Que fallé, que caí, que mentí, que lloré, que sin quererlo o sin saber que lo quería hice daño, que me equivoqué con uñas afiladas unas veces y con la zarpa almohadillada, otras…
Confieso que busqué, busqué, busqué… confieso que nunca perdí la fe, y aunque alguna vez deambulé desorientado nunca me rendí hasta encontrar la ruta hacia el dorado.
Confieso que busqué, busqué, busqué… confieso que interpreté con tal fiereza mi lucha que al final acabé encontrando…
Confieso que concurrí con la alegría… confieso que he vivido… confieso que por ello y por como me dejaron vivir estaré siempre en deuda con los dioses, con el mundo y con el ser humano…
Confieso que he vivido… confieso que soy consciente del regalo.
Con el buen sabor de boca que Buenos Aires deja, a calor veraniego, milongas, buenos amigos, vino y fernet, viajaba yo en un viejo tren nocturno qe salió de Constitución hacia Bahía Blanca. Al amanecer, me apeé en un lindo pueblo veraniego llamado Sierra de la Ventana. Estuve cuatro días en un camping haciendo un delicioso verano argentino en el que, de nuevo, los otros jóvenes del camping eran mi pandilla de confianza desde la primera tarde. Visitas a diferentes lugares del río, baños, asados, familias enteras disfrutando, mate, sol. Largos paseos también en solitario a los cerros cercanos y a las puestas de sol, como en casa.
Tras mucho dedo y otros pueblitos y playas grandes en que caí por azar, llegué a la región de Chubut, en la Patagonia. Llana, vacía y seca, pero especial. Bajé hasta la península de Valdés, donde viví otro verano diferente, esta vez me sentía en una isla, en un lugar aislado, diferente, magnético, aunque ya algo frío. Como una Formentera austral y otoñal para explorar, o sea, de nuevo como en casa. Pero con una peculiaridad biológica.
La península es uno de esos lugares para biólogos y amantes de la fauna salvaje. En los días que estuve allí conté numerosas especies jamás vistas por mis ojos conviviendo en un hábitat único en el mundo; la península tiene algo especial si es escogida por tanta «gente» animal.
Mi camionero había reventado un eje de ruedas. Era la tercera vez que me pasaba algo así con camiones, pero esta vez arrastramos el eje unos 200 metros sin neumáticos y estaba seriamente dañado. Transportaba una grúa inmensa, viajaba a 40 km/h y no cabíamos por los puentes, pero era tan majete que me quedé con él dos días. Tenía una cabina de esas americanas de lujo con dos literas atrás y pasamos una noche aterradora debajo de una tormenta eléctrica que pensé que acabaría con nosotros. Le prometí que mandaría ayuda desde la próxima estación de «camineros», y me subí en el único automóvil que pasó y se paró a socorrernos, a continuar mi aventura, dejándole a él con la suya, sin cobertura, en medio de la nada.
Uno de esos geniales coches viejísimos que corren fatigosamente por las rutas argentinas intentando competir con los nuevos diseños. En concreto una camioneta cerrada y cargada atrás, con un mozo durmiendo una resaca de boda entre mil cajas. Adelante, en un asiento de aquellos contínuos de lado a lado que facilitan el transporte de tres personas, yo iba entre dos gauchos bien apretadito, escuchando en silencio historias que el pasajero contaba al conductor a través de mis oídos, en voz alta, sin darme partido.
De pronto, el conductor se cansó y empezó a rebuscar entre varios de esos cedés que se compran piratas en ruta, con todos los éxitos y baladas y bachatas del momento, a lo cual yo sin dudarlo me cagué en la puta de oros. Pero me preguntó si conocía a Argentino Luna, y lo puso. Y así fue como conocí a un hombre de fama en el país, oyendo sus increíbles relatos acompañados suavemente de guitarra, que queda pasiva ante la fuerza que él pone en su voz al cantarle a su perro, a su guitarra, a un mozo pobre. Tras algunos relatos a todo volumen, mis ojos brillaban en lágrimas, y avergonzado mantenía la mirada al frente, como ellos, pero aplaudía y elogiaba al autor.
Fue el arte, el arte de aquel hombre el que nos unió a los tres y a nuestros mundos lejanísimos, en un silencio que nos conectaba, con cada frase del autor, esperando a la siguiente expectantes, reconociendo la belleza universal que amansa a las fieras. Los tres, desconocidos, mirando al frente, a la línea blanca de la carretera, tal vez a los postes, al horizonte seco patagónico.
Quién sabe. Quizás sus ojos también se humedecían con el arte compartido en una camioneta vieja. Parece más intenso y emocionante cuando se sabe que otros lo sienten a la vez.
Recuerdo un lugar en la provincia de Entre Ríos especialmente por unas grabaciones salvajes de mis excursiones de puesta de sol y adentramiento en la noche. Se llamaba el Palmar, una reserva junto al anchísimo río Uruguay, llena de animales extraños que se metían entre las tiendas de campaña por las noches y por debajo de las mesas. Era un lugar precioso, con inmensos árboles, extraños bosques y vastas extensiones de palmeras con campos verdes y poblados de animales. Un pequeño río daba vida a la reserva antes de desembocar en el gran río Uruguay. En este último veía la luna salir reflejada en sus aguas, que bajaban a Buenos Aires, como yo. Del otro lado, Uruguay, pero muy lejos, mucha agua fronteriza en medio.
Una tarde que me creía perdido, un zorro me siguió o acompañó durante un rato hasta el pequeño río, donde grabé el entorno y sus sonidos. Se ponía el sol y los carpinchos, protagonistas del parque entre muchísimas especies protegidas, se llamaban unos a otros para bañarse.
Ya en la cálida noche veraniega, las estrellas eran muy resultonas antes de la llegada de la luna, y me tumbé en medio del camino boca arriba para observar satélites que parecían pasar todos a la vez, mientras escuchaba la oscuridad palmarense…
Son tantas horas las que determinaría la suma de mis esperas a dedo en las rutas que se merecen su momento de gloria.
Son momentos dulces si brilla el sol y hay tiempo. Son momentos agrios si se lleva muchas horas y se va el sol. Son momentos feos si se queda uno atascado en un sitio imposible, donde todos pasan a gran velocidad. Pero en común tienen la paz entre coche y coche, ese silencio que a veces dura mucho, y que trae momentos de pensar o no pensar, de evaluar el viaje, de pausa, de escuchar solo las pisadas propias y una patada a alguna piedra bien dispuesta en los alrededores. Si hay calma, se puede leer, esto atrae a los conductores. Queda muy prolijo. Si se tiene música, el tiempo pasa alegremente canturreando. Pero se pierde uno ese silencio entre los coches.