Hacia los fiordos

13 Abril 2015

Dicen entre grumetes que hasta que no has tocado fondo accidentalmente alguna vez en aguas poco profundas con tu barco, no eres capitán. El primer día en el Issuma, saliendo por un canal natural de Puerto Montt, Richard me puso al timón confiando en mi experiencia, y a la media hora al barco varó sobre arena suavemente. Los nervios me invadieron y no supe como reaccionar, pero minutos más tarde elevamos la quilla -oportunamente retractil- del barco y continuamos sin problemas. Richard no estaba enfadado, puesto que la baliza del lugar era pésima y en las Américas, tremenda estupidez, el color de las boyas de circulación es al revés que en Europa. Curiosamente, días mas tarde le pasó lo mismo al capitán Richard, y el último día, a Olga. Con esto nos reímos y me deshice definitivamente de mi culpabilidad.

Pasado el mal rato y comienzo, estábamos los tres relajados ya y disfrutando nuestro primer té en el cockpit (bañera) observando las feas nubes que se avecinaban con lluvias pero que podrían traer algo de viento, pues aún necesitábamos el motor. Se nos acercó un agresivo barco policial controlando a dónde íbamos, y tuvimos que explicarles a grito nuestro simple plan. Creo que una de nuestras aportaciones y razones de estar a bordo era que el español de Richard era casi nulo, lo que nos obligaba a encargarnos de las conversaciones con locales y los reportes por radio.

Chile es serio en el control de navíos en aguas nacionales, y obliga mediante contrato, al firmar cualquier zarpe o control de llegada, a reportar posición dos veces al día. Esta exagerada medida nos trajo problemas cuando la floja VHF de Richard no salía por encima de las inmensas montañas que nos rodeaban y teníamos que usar teléfono móvil o conexión satelital, pues Richard insistía en cumplir pese a mis disuasiones.

Pero también nos trajo buenos momentos al visitar otros barcos pesqueros para utilizar sus radios, o risas cuando dejábamos que reportase él, leyendo un papel con lo que tenía que decir exactamente en su divertido español gringo, para poder hacerlo solo algún día. A la que le preguntaban algo que no estaba en el guión se desesperaba y nos pasaba la radio para que terminásemos nosotros.

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Un arco iris tímido cerró la luz del primer día cuando aún no veíamos las dimensiones de nuestro destino, entre nubes. Distribuímos los turnos de la primera noche, pues el escaso viento nos retrasó mucho y no alcanzamos la isla de Llancahué hasta el amanecer. En mi turno, casi completamente desventado y avanzando desesperantemente lentos, percibí las débiles luminescencias del plancton alrededor, y gracias a él, enormes medusas blancas que confundí con pulpos por su tamaño y opacidad.

Dormiría unas dos o tres horas hasta que desperté con la voz de Richard pidiéndome que me encargase del timón mientras él planeaba un fondeo en las cartas: estábamos llegando. Salí abrigándome con todas mis ropas -ví a Richard con guantes y gorro frotándose las manos- y, sacándome legañas, ví por primera vez la dimensión de los lugares a los que nos dirigíamos, que no eran moco de pavo.

Los Andes más atrevidos y cercanos al océano se mostraban en cordilleras, volcanes y picos completamente nevados, aún empezando el otoño. El frío era intenso, pero mi visión de aquel lugar a través del aparejo y los obenques del Issuma fue tan espectacular que sonreía con Richard en silencio.

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Advertí que las aguas heladas de la zona se comportan de un modo diferente, son más melosas y lentas en su movimiento, me parecía estar rodeado de aceite cuando observaba, lejos, el volcán Hornopirén rozando las nubes. Todas las montañas detrás de él hasta donde mi vista alcanzó, estaban nevadas.

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El amanecer venía tras ellas, el sol tan sólo un poco más alto, creando un proceso de inestabilidad y cambio en las humedades y nieblas que se prolongó hasta haber fondeado y apagado el motor. Uno de los mejores momentos de la vida en navíos es cuando se apaga el motor, bien porque se pasa a vela, o porque se han cargado las baterías, o porque se ha llegado a un lugar, pero es intensamente sabroso el silencio posterior.

Sopló una brisa leve que rizó el espejo aceitoso de nuestro pequeño fiordo en Llancahué, y me tumbé a escribir en mi diario, en cubierta. El silencio y la paz eran inmensos, el sol comenzaba a calentar y me quité algunos abrigos. Descansamos una hora, no hablamos más, esperamos a que pasase el tiempo.

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Olga nos explicó que el monte ante nosotros se llamaba ‘calzoncillo’, no acierto a recordar por qué, pero sus matices verdes de bosque impenetrable se ocultaban intermitentemente entre las nubes y nieblas mientas el sol lo calentaba.

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Nuestro capitán regresó, y entendí que teníamos el magnífico plan de visitar a los familiares de Olga en la zona, que poseían desde hace generaciones unas tierras por las que fluyen termas naturales, algo común en este frío lugar. Poco más tarde estábamos, aún aletargados por un silencio tan espectacular, en el dinghy, flotando casi sin caber en nuestra diminuta embarcación, rumbo a las termas. Richard remaba con agilidad mientras nos alejábamos y observábamos desde las aguas nuestra goleta de acero, nuestra casa flotante, por primera vez en aquel entorno. Cada vez que la veía después y la conocía, especialmente sus cinco velas, me gustaba más.

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Richard remó y remó, mucho más de lo imaginado, por aquella isla. Un pequeño barco pesquero varado en una orilla soporta el peso de su dueño, estático y fumador, y los ladridos de su perro nos alejan más de su presente. Al otro lado, dos leones marinos flotan en una gran boya, como siempre, espatarrados al sol. Más tarde, fuera del fiordo, se abría el mar hacia el oeste, y con el bajo sol de aquella latitud y el monótono sonido de los remos y sus gotitas en el agua, creí dormirme de paz.

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Cuando alcanzamos la casa de Olga, era tarde pero pudimos disfrutar de una piscina termal con vistas a las montañas y un pescado delicioso con cerveza por cuenta de la casa. Nada podía mejorar aquel momento, y cuando nos hartamos de ablandarnos en agua caliente paseamos frescos por la finca y visitamos una preciosa iglesia diminuta que el abuelo de Olga construyó para la familia.

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Nos mecimos en unos columpios viendo como los vapores naturales del agua se encendían con el atardecer, lo que nos recordó que estábamos bien lejos del Issuma y que teníamos que remar mucho de vuelta.

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