Los Andes íntimos

5 octubre 2014

Laaaargas sombras se extendían desde los pies de las personas, las ruedas de los autos y los postes cuando me asomé a la ventana del hostal aquella mañana de octubre. Recién salía el sol y yo sonreía en silencio entre ronquidos de otros mochileros y alistaba mi mochila para sacarla del dormitorio: era un día soleado y la noche anterior se durmió en lluvias, amenazando con destruir mi terco plan. Las montañas nevadas de la cordillera blanca se mostrabana enteras y heladitas después de otra fría noche.

Estoy en Huaraz, región de Ancash, en el medio del callejón de Huaylas, un valle largo y frío situado entre la cordillera blanca y la negra, en el corazón de los Andes peruanos. Mi plan es adentrarme en las montañas nevadas pero no con otros turistas en un tour caro y previsible, sino, como viene siendo costumbre, en un contacto más elaborado e íntimo. Para ello, después de hablar con expertos ya tengo un nombre y una ruta para empezar. Me voy a dormir con Huantsán -a partir de ahora Juansin-, cerca de una laguna que baña sus pies glaciares. Es nada más y nada menos que el segundo pico más alto de los Andes Peruanos, con sus 6369 metros.

Desde el pueblo de Macashca, comienzo a caminar bien tempranito. Fue un día largo de caminar siempre ascendente y fuerte, pues estas montañas amanecen bien claritas pero siempre cambian tras el mediodía y no sabes en qué puede acabar: es la montaña y sus caprichos. Fuertes y rapidísimos cambios hacen cualquier previsión insuficiente y tornan un caluroso sol en la más horrible tormenta. Espero tener suficientes capas dentro de mi humilde mochila.

Decidí que no pararía a almorzar hasta que estuviese bien enfilado con el valle final hacia mi montaña. El almuerzo es tiempo y si me liaba podría acabar el día mojado, o simplemente peor. La pesada mochila del primer día se va aligerando en la marcha según se consume, y solo esa razón ya es motivante para echar un bocado o comerse dos bananas. Durante todo el trayecto tuve un hermoso río al lado que sólo podía venir de la laguna y el deshielo, allá arriba. Cuando agarré una vista tímida de los mayores picos blancos al fondo, más que nada por estética, me acerqué a él, busqué leña menudita -casi inexistente a estos más de 4000 metros de altura- para abrasar unas salchichitas y puse a hervir agua para un café. Hasta ahora todo era perfecto.

Cuando me tomaba la segunda banana, una nubes blancas se asomaban detrás de mí un tanto decididas. Sabía que no me podía entretener ni comiendo. Recogí en 3 minutos y caminé, ahora más agobiado. La idea de montar la tienda bajo la lluvia y empezar la noche mojado me aterraba, pues estropearía definitivamente la tarde y mi comodidad. Por delante, mis montañas mantenían su compostura, por lo que me apresuré a ellas.

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El último tramo de la larga caminata fue entre paredes de montaña rocosa que a veces sudaban arroyos de agüita fresca y que poco a poco hacían del lugar más un cañón que un valle. Llegaba un tanto presionado con la lluvia. Con todo, al llegar a la laguna chispeaba, y me refugié en un caseto a esperar, no poco conmovido con lo que tenía delante, pero un tanto decepcionado por lo larga o no que podía ser aquella granizada/lluvia, que crecía instantáneamente, sincronizada con algunos truenos que venían desde algún lugar de detrás de los altos picos. Y la poca leña que divisaba se estaba mojando. Definitivamente necesitaba un fuego esa noche. El frío empezó a entrarme dentro y mis manos empezaron a apagarse. En un momento de suavidad decidí robar dos maderos firmes del caseto y lanzarme a la pampita verde bajo la laguna y junto al río, donde las vacas suelen pastar y dejar sus bostitas, que a su vez me servirían de combustible o base de fuego si las volteaba tras la lluvia.

Cantaba. No sé que idiotez de canción me inventé para cargar los leños, la mochila y el frío valle abajo, pero era tal mi deseo de que parase la lluvia y me dejase espacio que era de esas canciones que se cantan a los niños para que no den la brasa, con algo bueno que va a pasar.

«Ya se va a abrir
Juansin va a abrir
Las nubes se va a llevar
Todo va a clarear
Y ya la vamos a preparar»

O así.

Escogí limpio y plano, tiré palos, mochila, saqué la tienda -alquilada- y la monté nervioso y rápido bajo unas gotas finas. Metí todo dentro, cerré y empecé a buscar combustible. Juansin seguía bien cubierto y sólo veía el gran glaciar abajo del todo.

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Después de dos viajes bien cargado no creía lo que ocurría. Lo que parecía un día acabado y apresurado empezó a abrirse por detrás, paró de llover y pude sentir que al sol le quedaba bastante para ponerse, incluso quería salir… Fue un milagro. Para cuando sus rayos me tocaron, tenía todo colocado, buena cantidad de combustible, un fuego ya montado bastante seco y con piedras para darle chiscazo, y podía dedicarme un rato de paz, tumbado en la durita hierba, mirando alrededor. Solo con vacas y finas gotas de lluvia.

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Me dediqué a observar simplemente como el límite entre la sombra y la luz se levantaba lentamente hacia el este, hacia Juansin, sin tocar su respetable estatus de nubes frías y sombrías. Por un momento el cielo se tiñó de naranja, en un último espasmo de color desde los lejanos picos donde el sol se ocultaba, y creí que Juansin iba a descubrirse así, vestido. Confiaba en que me sorprendiese después de haberse llevado las nubes.

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Era el momento de encender mi fuego para siempre! Él iba a ser mi compañero y mejor aliado durante las próximas horas, pasase lo que pasase. Me puse todas mis ropas y el poncho, allí hacía ya más frío que barriendo iglús. El extraño cactus seco en capas que había encontrado era perfecto para encender y no me hizo falta ni usar la gasolina que traje por emergencias o cocinadas bajo la lluvia. Estaba feliz. Iba a cocinar tranquilo y seco junto a mi fuego, relativamente cómodo, tumbado junto a él. Pero antes iba a contemplarlo mientras me calentaba las manos para más destreza con el cuchillo. Los primeros tizones naranjas parecieron prolongar y continuar los colores de la tarde. De hecho, lo hicieron, reconfortándome.

La cebolla friéndose con ajo debió de poner unos cuantos zorros alerta porque a mí se me derritieron los sesos. Mi arroz se hizo lento pero oloroso, mientras yo saltaba de aquí para allá con ingredientes en las manos, recolocaciones de madera y manteniendo un fuego majo, la vista vigilando las montañas y una semipresencial luna semillena que acechaba con ganas de mostrarse entre caladas de mapacho que daban el toque de placer a mis huecos. Había luz suficiente.

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Después del lío de la cena fregué en el río. Las orillas son tan compactas con el musgo hierboso que las cubre que podía cortar trozos con el cuchillo y usarlos como estropajo: nunca fue tan fácil fregar mi sartén. Volví a calentarme las manos y a poner el fuego en modo LOW económico. Me tumbé en extrañas posturas que aprovechaban su perfil y calenté mi cuerpo. Pasaron horas dulces, la luna subió al cénit, el viento cambió, algunas estrellas salieron en huecos de las nubes y no supe cuándo acostarme. A veces paseaba tranquilísimo con las manos bajo el poncho por la pampita, y me alejaba del fuego hasta que era un puntito pequeño naranja. Volvía con su luz hasta oler el humo y me alejaba por otro lado. Hablaba con Juansin y le pedía cosas. Muy tranquilo el lugar, mucha suerte de noche. Sólo algunos desprendimientos de hielo en el glaciar rompieron los silencios como truenos lejanos que me hacían pararme a observar si era serio o no.

Cuando me dí cuenta de que respiraba fuerte y medio inconsciente me metí en la tienda. Me despertaba en los cambios de postura pero no tenía frío. Una vez me meaba y me dormía pero algo me dijo que debía mirar fuera. Quizás se hubiera despejado finalmente. El esfuerzo de salir del saco y abrir todo me despejó pero no existían las nubes.

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Cuando Orión está así de alto en estos lares, arribita, es muy de madrugada. La luna ya no estaba y sabía que quedaba poco para el sol. Poco después clareó el este más allá de Juansin.

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Me dormí contento por haber visto finalmente el lugar despejado. Desperté de mañanita y reanimé al fuego. Desayuné huevos fritos, café, avena, y que viva la pepa, y me fui a ver de cerca paseando a la brutalidad blanca. Me perdí en sus detalles mucho tiempo.


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Me fui, con un nubarrón que me asustó y tras las despedidas y almuerzo necesarios. Descendí tranquilo y para la siguiente noche escogí un lugar interesante, en el camino de vuelta, desde donde veía el sol y otras montañas blancas del camino. Ya no era lo mismo, llovió antes de la puesta de sol, el fuego fue casi imposible y la cena demoró pero seguía habiendo intimidad con los Andes. Esta intimidad viene también con la bondad y cara de los paisanos, abultada y roja del sol, o morena pero seca y dura. Dientes firmes y expresión risueña. Asnos. Mujeres pastoras que chillan colores desde lo alto de las montañas entre sus vacas. Mozos pastores de 10 años que piden misky (dulces). Casas de adobe de ladrillo, hechas o construyéndose. Ordeñes. Ropas bonitas de ana de carnero. Sombreros y trenzas negras. Llamas y alpacas. Chozas de piedra e ichu.

A la mañana siguiente esperé con una simpática familia un transporte de vuelta en Macashca. Me dieron chicha y compartimos nuestras vidas, aprendí sobre el ladrillo de barro, les ayudé y me acerqué a sus costumbres y simple vida.
Más que nada me empapé de los Andes Ahora que podía. Antes de salir de su intimidad.

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Para la Luna.

1 comentario en “Los Andes íntimos

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