Canaima y la oveja negra

Abril 2014

Dejé atrás aquel pequeño Cessna que se había posado en Canaima.

Canaima es una tierra de dinosaurios. Que las carreteras no lleguen hasta allí hace que tampoco llegue la corrupción sobre ruedas, el alcohol, el consumo, la peste. Y el lugar lo merece: está como debió estar hace millones de años, un paisaje único. Caminé y me encontré en una pequeña aldea indígena en el borde de un lago misterioso. Sus habitantes viven en casas rudimentarias y mantienen sus costumbres. Tienen una adorable conexión con la vida que les rodea, todas las decoraciones son de motivos naturales: cascadas, selva, mujeres preciosas semidesnudas y con rasgos amazónicos representando la maternidad y una comunión con la naturaleza.

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Hablan Pemón, lengua indígena, con toda la magia que ello representa. Un día, paseando, asistí a un funeral en el que el difunto estaba mostrado a cuerpo entero en el medio de la calle y había una energía bien rara. También cuceé en unas aulas de enseñanza.

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Pero lo que me llena de paz y me conecta es visitar el lago y caminar sobre sus orillas. Sus aguas son tintas, dicen que por la acción mineral y el efecto té de las hojas. La temperatura es perfecta y hay tiempo para pasear y nadar. Los tepuys crecen asombrosamente en la distancia, y, aún estando en época seca, grandes cascadas vierten al lago millones de litros de agua cada instante. Qué lago. Una noche, aún teniendo mi posibilidad de cama, encontré un templete de madera en no muy mal estado, perdido en las inmediaciones, y me fui allí con mi pobre red a puestasolear, dormirme viendo las estrellas sobre el lago, y con unas galletas para desayunar con zumo que se cagaba la galga cuando me las comí.


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Las maravillas naturales se ven un poco emborronadas con una preocupación ovejuna. Una vez más, gracias a mi insistencia, modales y bajo el pretexto simple de «llevo soñando toda la vida con este momento», he conseguido salirme de los horrorosos paquetes turísticos diseñados para estos lugares. En un tiempo límite de dos días y pico, pretenden volarte allí, pasear por este lago el primer día y, el segundo, hacer un terrible ascenso al salto del Ángel, que en este momento demora 8 horas porque las aguas de los ríos están bajas y las curiaras (formidables y resistentes embarcaciones de madera en pieza única, trabajadas sobre inmensos troncos de gigantescos árboles) apenas pueden soportar los golpes en el lecho fluvial. Llegando tan tarde, no hay luz para ir a ver el salto de cerca, y al día siguiente intentan salir, corriendo, a las 4 am y ver allí el amanecer, si se ve algo, en media horita, y volver corriendo al campamento para salir de nuevo en curiara y bajar los ríos, y coger, corriendo, la avioneta que cierra tu sudorosa experiencia.

¿Por qué los turistas aceptan ese tratamiento ovejuno? Por eso no me gusta que me llamen turista. Yo no pienso ver mi salto del Ángel, la caída de agua más alta del mundo, que llevo soñando años, en media horita. Quiero hablar con ella, tocar su naturaleza envolvente, beber de su agua, aburrirme de verla caer, dormir con ella quizás? En definitiva, quiero mi intimidad con este lugar, oiga, vengo de muy lejos, no se si podré volver.

Conseguí mi fecha de vuelta en Cessna, de entrada, dos días más tarde. Dos días fuera de control, sin servicio turístico. Genial. Ahora sólo tenía que conseguir deslizarme con cuidado sobre la leve ley de parques del lugar, con inteligencia, con las mentiras justas para no vulnerar la responsabilidad civil de nadie, para no dejar a nadie expuesto y aún así quedarme en el salto de mis sueños dos días con el mejor de mis respetos a la natura; sorberle todo su jugo al lugar, hacer que valiese bien la pena, irme feliz.

Pero todo parecía estar en mi contra: no subirían más curiaras después de la nuestra. ¿Cómo volvería yo más tarde, entonces? Las aguas tocaban fondo, las rocas de los ríos asomaban redondas sin dejar pista, el límite llegaba, el salto del Ángel soltaba poca agua, no llovía. Ésto está fuera de mi control, no es discutible. Mierda.

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En fin, cabilando, disfruto de nuestra visita «turística» a los entornos del lago. Hacía tiempo que no estaba en un lugar con tanta energía natural, con tanta paz y con un sol tan perfecto. Las múltiples cataratas se abren ante nuestra mirada desde una pequeña curiara: ni me imagino la fuerza el sitio cuando las aguas estén al máximo.

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Una de ellas deja, con un perfecto diseño, pasear tras sus aguas, como en la mejor de las películas. Un lugar detrás de la inmensa cortina que no deja hablar bien por el ruido y que sin embargo tiene una paz que me invita a meditar.

Después caminamos a otros lugares cercanos, con esa sensación veraniega de tener el bañador mojadito, curtiendo bien el sol, que mantiene una caló genial para bañarse las veces que hagan falta y notar las rocas calientes en los pies al caminar, en la espalda al tumbarse.

En un momento me doy cuenta de que estoy caminando sobre el lecho seco de una catarata antes de su caída. Incluso tengo un pie en seco y otro en mojado: es el límite actual del agua, hasta ahí llega la pobre, a escasos metros de caer libremente a su divertido vacío.

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Camino un poco, lo poco que ella ya no es capaz de continuar, y entiendo por qué este lugar fue escenario de Jurassic Park. Aún estando seca esta caída de agua en un laguito oculto, el lugar me hace imaginar aquellos dinosaurios de cuello largo paseando de buen rollo -sin tirannosaurus rex- y aquellos otros que corrían en manada, también de buen rollo, a beber agua de la orilla. Y los tepuys de fondo, qué.

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A la mañana siguiente comenzaba el ascenso al salto. Sin saber aún si podría quedarme allí y ejecutar mi plan, por razones que se me escapaban. Pero sólo porsiaca, ya había comprado unos víveres, para aguantar día y medio, en una tienduca de la aldea, cara pues todo llega en avioneta, y qué coño, porque tienen que sacarles plata a los viajeros como yo (pero más a los turistas).

Tiré todas mis bengalas. Que si estoy haciendo un estudio sonoro de las aves de Canaima: no es mala, no? La mejor fue escupir el nombre y el teléfono de un hombre conocido entre los guardas del parque, que era el hermano de una cachonda mujer que me atendió en una agencia de viajes. Bombilla en mi cabeza. Dije que era amigo mío, sí hombre, de toda la vida, que tenía permiso de él y que me iba a encontrar con él, fíjese. Por un momento se cayó la jugada porque allí en las inmediaciones del salto no se quedan ni los guardas de noche, y dejar un viajero sólo allí es una gran responsabilidad para la compañía. Que si te caes, que si te pica una cobra. Pero luego en el último momento tuvo su pegada con una responsable.

Con algo de tensión, comenzó una ruta de las más bonitas del viaje. Combinando curiara y marchas por la sabana, todos dejamos la tensión atrás cuando vimos lo que estábamos haciendo. La marcha por esa sabana no la olvidaré: tanto la ida como la vuelta ofrecieron momentos espectaculares, principalmente por los olores secos con lluvia lejana del lugar, que eran familiares, los tepuys y una luna llena que se iba a enrojecer en esos días.


Panorámica 360  (click)

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El ascenso en curiara por las aguas, agüita. El río Carrao, al ser más ancho, ofrecía más puntos críticos para pasar que el segundo, el Churum, afluente del primero y cercano al salto. Puntos críticos es bajar a todo el mundo de la embarcación, conseguir dejar a las mujeres en tierra para que caminen, y todos los hombres quedarse en la curiara a empujar, incluidos nosotros. A veces empujábamos otras embarcaciones:

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Pero aún con estos bajones, los dos ríos no tenían desperdicio. Metía las manos en sus aguas, sabedor de que parte de esas aguas venían directamente de lo alto del Auyantepuy, y que habían caído por ese salto. Es tan grande la selva y tan obviamente inexplorada, que aún preguntando a un guía si no habría grupos aislados en la zona y respondiendo él que no, no dejé de creer que en cualquier momento pudiéramos ser observados desde las orillas. A veces había una roquita con una playita de un metro cuadrado donde parecía haber estado, segundos antes, alguien lavándose. Unas veces pasábamos una curva, y dos impresionantes aves remontaban el vuelo al ver nuestra presencia y barullo. Me preguntaba si, de la misma forma, dos indígenas no estarían huyendo entre el follaje. Mi fantasía hasta me hizo querer ser disparado con una cervatana en el cuello desde las sombras y despertar en brazos de unas mujeres con la nariz atravesada, curiosas, y los demás todos muertos.

Son muuuchas horas así, y todavía no se puede aburrir uno. Los tepuys mantienen la vista alta casi todo el tiempo. Son muchos kilómetros de tepuys, tienen superficies enormes, son muy tochos, más de lo que abultan en estas fotos.

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Extrañas libélulas nos visitaban en el camino, unidas. Hélices debían ser cambiadas. Alguna parada me hizo querer quedarme en el lugar. La luz que atraviesa a veces nubes y tepuys, toca la selva con otro color.


Panorámica 360 (click)

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Me entretenía con la técnica de los indígenas que nos llevaban. Un hombre en la proa corrige con un grande y ligero remo la dirección en emergencias, ve la profundidad y, si es peligrosa, hace una seña con la mano al lado que sea, a lo que el motorista en popa responde sacando la hélice del agua justo en el momento en el que la zona marcada pasa por debajo de él. La inercia hace pasar la zona baja en la mayoría de las veces, aun tocando fondo. Eran un gran equipo.

En algún momento, la intensidad del motor bajó suavemente, y el hombre de proa clavó su mirada en un tepuy. Una parte del salto se veía lateralmente. Una sórdida paz se apoderó del lugar. Estábamos llegando.

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Me encontré nervioso, como si me fueran a presentar al jefe del jefe de mi jefe, que viene de visita a mi oficina. Después de una larga calma, me tocaba mover ficha, de nuevo. Asegurar mi evasión del rebaño.

¿Conseguiría acercarme suavemente a uno de los lugares más esperados del viaje? ¿Dormir sólo en aquella zona, bajo mi riesgo? ¿Salir ileso de tamaña aventura?
¿Estrecharle la mano en intimidad al mismísimo salto del Ángel?

1 comentario en “Canaima y la oveja negra

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