Entrar al único bar del pueblo donde televisan un clásico en final de Copa del Rey completamente sudado después de buscarlo por callejones ardiendo, tiene su aquel.
Se hace el silencio momentáneamente, y después de escuchar la palabra Jesucristo unas 80 veces en todos los rincones del bar, la gente consigue volver a concentrarse en el partido.
Me entrego a mi cerveza y al aire acondicionado y me sumerjo en España. Las caras de los jugadores, las de los asistentes… la del Rey. Poco a poco me voy olvidando de donde estoy, hasta que entre vociferios, una mujer le grita a su marido RELÁHATEEE más alto que nadie, con su acento venezolano, tan fuerte que me hace pensar en cómo es posible que toda esta gente hable nuestra misma lengua -me pasa a menudo-. Un gracioso con unas birras de más quiere hacer reír a los demás preguntándome a quién le voy. Me pilla por sorpresa, y por resorte digo del Madrid -aunque por dentro ya estoy cuestionando por qué, cuando es lo último que me importa en el mundo, y en el fondo me gusta más el Barsa-, a lo que el suelta su chiste: -«Pues como te pareces a Jesucristo, no os salva ni Dios».
Vuelvo a España. Observo detenidamente la importancia del partido, la mierda que conlleva. Noto el enorme mal rollo del estadio, el desprecio de los perdedores al recoger su medalla del Rey, el mal rato que pasa, la imagen que se da, el odio, el mal perder, lo ridículo. A lo que hemos llegado. Que el estado de ánimo de tantísima gente dependa de si el árbitro pita o no un fuera de juego, o de si el Madrid hubiera fichado o no al mismísimo hijo del viento.
El paisano de al lado le dice al otro, -«Mira, ése es el Rey, es que está el Rey, por eso se llama la Copa del Rey», muy satisfecho, ignorando cualquier cosa más allá de esa presencia.
El paripé, la espera, las caras largas, Casillas.
Estoy tan sumido en esa realidad que me quedo casi solo en el lugar, mirando abobado la pantalla, pensando en un miércoles santo.
Salgo, y mi realidad me golpea con 35 grados, multitud de músicas reaggeton y bachatas con acordeón, vendedores de calle y coches americanos destartalados de los 80, de los del equipo A, fords, chevrolets, dodges cuyas puertas han de ser sujetadas porque ya no enganchan.
Me gusta ver que hay mucha gente que ni sabe que ese partido está pasando, y que en lugar de preocuparse por quién gana, lo hacen por la cola de horas que han de hacer para el único supermercado, y por si les quedará carne o mantequilla cuando consigan entrar.
Me alegro muchísimo de estar aquí, de volver a lo mío. Me voy a orillas del Orinoco, que es inmenso como cualquier embalse de los nuestros, a digerir los sucesos, donde las últimas camisetas del Barsa desaparecen entre los millones de túnicas de la única procesión que se ve por aquí al año, imitando las nuestras. Y que son, por cierto, del mismo color.