4 febrero 2014
Así que nos conformaríamos con unas noches en medio de la jungla del Darién, a unas horas de camino de Yaviza hacia el sur. Cuando intentamos bajar en lancha, el Senafront nos puso literalmente la pierna encima y nos denegó. Empezamos a arrepentirnos de haber hablado con ellos. Nos quedaba ratear sin que nos vieran para coger una lancha, o serpientear al otro lado del puente y caminar sin ser vistos, aunque ellos decían que patrullaban la zona. Me ha pasado varias veces esto, cuando ya tienes un no y te pillan es peor, cuando no tienes el no, puedes decir ‘ah, mire, no sabía’.
Escogimos la opción de caminar por un sendero que bajaba al sur, al otro lado del puente… La adrenalina de no ser vistos por los militares y no cruzarnos con locales malignos hizo que camináramos como prófugos, al salir del pueblo, de esquina a esquina, agachándonos en ocasiones cómicamente, y en jungla, caminando rapidísimo en silencio sin hablar y vigilando todos los puntos anteriores y posteriores del camino. Nuestras mochilas pesaban, con muchos litros de agua cada uno y víveres para 3 días.
Cuando encontramos un río pequeño que daba frescor y follaje a una zona ya bien alejada, y que podría servirnos para higiene, nos paramos para evaluar. Un grupo de locales nos sorprendió pensando, cargados con sus machetes, volviendo al pueblo de trabajar. Esperamos a sus reacciones, algún gesto de mosqueo, nada. Ni nos miraron, no había intenciones en sus ojos sino cansancio y ganas de llegar. Pasó uno más, más tarde, y a este le pregunté a cuánto estábamos del río al que ya deberíamos haber llegado. Hice bien: estábamos en otro camino diferente que no pasaba por pueblos, sino que iba directo hacia Colombia! Nos quedábamos en este lugar: salimos del sendero y me encargué de borrar todas las huellas que dejábamos en la húmeda tierra, para asegurarme de que una vez dentro de la jungla, nadie podría seguirnos el paso o encontrarnos.
Después de abrir camino a machetazo un rato, manteniéndonos siempre cerca del río, encontramos un lugar mucho menos hostil, con poca vegetación en el suelo, árboles variados y altos, y el río rodeando alrededor en un meandro perfecto. Ya estaba bien, ése era el lugar.
La sudada del momento no la olvidaré nunca, provocada por la adrenalina y el calor y la humedad, obvio. Después de limpiar la zona lo suficiente para movernos con comodidad, no teníamos mucho tiempo de luz, y yo quería poner nuestras hamacas especiales (prestadas por los americanos Brandon y Russel) de una manera guapa, como por encima del río o muy cerca. Como desconocíamos los peligros del río, estaba con poco flujo y estancado, y habíamos visto mucha vida oculta en él, empecé a construir un puente con un tronco de palméreo (más fácil de cortar) que nos permitiría cruzar al otro lado y colgar las hamacas… pero no era una solución realista. El resultado fue Scott poniendo su hamaca entre dos árboles sobre el suelo y yo montándome algo más complicado por cabezón pero que me supo a gloria cuando lo inauguré.
Las hamacas eran verdaderamente gloria. La primera tumbada después del estrés, casi con oscuridad, nos dejó KO. Son de fibra ligera y llevan mosquitero muy cerrado y protección para lluvias (y otros objetos lanzados por ardillas ó pájaros), con lo que la escasa brisa pasa a través. El diseño es tan perfecto que en diagonal puede adoptarse postura casi plana y hasta conseguí dormir algún rato boca-abajo. Me enamoré.
La coloqué sobre la caída a nuestro riachuelo, de manera que podía subirme por la izquierda, donde tenía la vista a ras de suelo, y por la derecha tenía un vacío, un salto precipitado al río, lo que me daba juego al asomarme y contemplar un espacio amplio y salvaje.
Y así empezó a pasar el tiempo. Horas. Habíamos venido a observar esta jungla y eso es lo que hacíamos, a través de nuestros mosquiteros, escuchando cada alimaña que pasaba estrepitosamente por las hojas secas del suelo, cada ave, y cada uno de los 100.000 mosquitos que teníamos alrededor. Joder los mosquitos. Había un zumbido contínuo en la jungla, presente y por encima de muchos otros sonidos, provocado por los sedientos cabronazos que hacían lo posible por ingerir nuestra sangre. Todo el día, no sólo en los ocasos. La hamaca de Scott no era doble capa y la atravesaban, el pobre tuvo que añadir ropa en medio. La mía me protegía, y sólo me quedaba ver como metían sus largas trompas a través de los orificios de los mosquiteros como taladradora. Descubrí mi nuevo hobbie. Cuando metían la trompa se la pinzaba por dentro y me quedaba con ella en los dedos. Qué descojone.
Estos mosquitos no eran normales, ojo. Tenían extremidades extra, una especie de antenas con las puntas coloreadas de azul que les hacían parecerse a las naves de los marcianitos.
Así que, con estos bichos, salíamos de las hamacas por hambre y por higiene. Los desayunos eran YEAH, con nuestra avena con agua y galletas, creo recordar. Las comidas y cenas eran más completas, pero al no poder encender fuego, era complicado cocinar -calentar latas y montar bocadillos- con restos de mis velas.
Me acabé haciendo amigo del riachuelillo. Al principio temíamos sanguijuelas, peces agresivos, enfermedades. No había vuelto a llover y y cada vez circulaba más despacio y más estancado. Para ducharnos, y bendito el frescor de la ducha, llenábamos una garrafa vacía de agua de la superficie y nos la echábamos encima, en la orillita de barro, junto al puente. AAHAHAHAHA ricura. Jabón de manos por todo el cuerpo y aclarado. AHAHHAHA ricura.
Pero el último día, después de meter un pie un rato y ver que no pasaba nada, me metí hasta las rodillas y me dí una ducha más cómoda. A mi sorpresa, varios peces de esos que te hacen hoy una pedicura por un pastón en las ciudades me empezaron a mordisquear con confianza. AHAHHAAHA.
Deseábamos que lloviera. Teníamos el equipo, coño. Dejábamos las cosas cubiertas por si arrancaba de noche, queríamos sentirlo, lo habíamos hablado desde el valle del futuro: una lluvia fuerte en medio de la jungla tumbados en las hamacas cual sofás, oliendo todo y viéndolo todo no en primera persona, en persona cero. Pero no ocurrió. :(
En la oscuridad de la noche, dejábamos una vela hasta su consumo, detrás, creando una suave luz amarilla temblorosa que nos ayudaba a hacernos una idea del entorno. La oscuridad total también era bien recibida, y creo que si me arqueaba un poco podía ver estrellas a traves de un claro, siempre con el mosquitero de por medio.
Scott y yo acabamos comunicándonos con simples monosílabos.
Cada rato, uno decía: -Dude?
A lo que el otro contestaba: -Duuuude.
Leíamos, nos acabamos nuestros libros, pero yo al menos no conocí el aburrimiento, pues siempre podía quedarme mirando, aquí y allá, y balanceándome ligeramente entre sueño y paz. Una vez llegaron unas estrepitosas aves a las copas de nuestros árboles, y durante una hora o dos, quién sabe, cacarearon y marujearon una y mil historias. En todo ese rato no abrimos la boca, sólo escuchábamos, y pueden imaginar cuánto extrañé a mi grabadora.
En algún momento, esa noche, creo que Scott me preguntó: -Esas aves, qué jartas!- O eso recuerdo aunque fuera en inglés. Y comentamos aquella visita.
Por las noches ocurrían cosas extrañas. El estruendo que hacían algunos animales al pasar por las hojas no era normal en comparación con su tamaño. Nuestros restos de comida les atraían. Yo una vez empecé a agitarme un poco y a resoplar en mi hamaca porque parecía que tenía detrás un bicho grande y quería espantarlo de nuestras cosas. Pero nunca vimos nada más grande que lagartitos. En otra ocasión, se nos paró detrás un bichillo en plena noche, antes de dormirnos, y empezó a silbar de una manera rarísima. Scott tuvo que romper el silencio -y la escucha- para preguntarme si era yo, porque era como una persona silbando, y como una presencia detrás. Pero yo no era, claro.
Como notita de mosqueo y paranoica, Scott me confesó, con risas, que se despertó en medio de la noche con la cremallera completamente abierta hasta los topes. Recuerden los mosquitos, jamás abriríamos la cremallera, bajo ningún concepto. Dijo que, instintivamente, agarró su cartera y todo estaba en su sitio, y después, cerró y anudó la cremallera con la cinta de la cámara. Siempre nos hemos reído del tema al contarlo a amigos, pero si nos paramos a pensarlo, no tiene por dónde agarrarse, la historia. Nadie podía acercarse a nosotros sin ser detectado a distancia. No?
«Mejor pedir perdón que permiso», lo llaman. Creo que los mosquitos lo suelen aplicar también en la vida. También existe la versión «el no ya lo tengo», así que la lluvia que no llegó tal vez no lo hizo porque no oyó llamada alguna… no cantasteis?
Exacto. Mejor pedir perdón con sabor que permiso con hambre. Con las autoridades toca!
HEY MIRA LOGRADO CRUZAR LA JUNGA Y LLEASTES A COLOMBIA?
LLEGASTES A COLOMBIA
Sí claro!!
Pero en un velero ketch que encontré tras una buena espera ayudando a bordo a cambio del viaje.
Está la historia por ahí, busca por ‘Gitana III’, así se llamaba el barco.